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Ellos levantaron un instante su mirada somnolienta, contestaron entre dientes con un amago de relincho, y cambiaron de pata para seguir durmiendo.

Bajo el alero roncaba con furor un tenderete de ebrios.

Si al aliento que se escapaba de esas carnes febriles se hubiese arrimado un fósforo, se habría incendiado el rancho con la llamarada alcohólica.

Al traspasar el umbral del ventorrillo senti golpeado el rostro por un soplo cálido de vicio.

En un extremo del galpón veíase al favor de una candileja la figura patibularia del bolichero. Entre el estante donde fulguraban ira los licores, y el mostrador donde el vino derramado por los beodos caía en gotas siniestras, maniobraba diligente ese alquimista de la ponzoña mental.

Al otro lado, frente á frente de ese altar diabólico y chispeante, las lenguas de oro de un fogón campestre pugnaban por lamerse la techumbre pajiza.

Entre los espectadores ebrios que ocupaban las tarimas laterales, dos chilenas zan-