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Cuando sus invitados llegaron al cuarto del artista, hallaron a éste en traje de viaje; su maleta, cerrada, oscilaba sobre una silla.

-¿Qué es esto? -preguntó un visitante, mientras servía el camarero el whisky.

-Un telegrama recibido anoche reclama mi presencia inmediata en Madrid. No les dije nada en el teatro, por evitar despedidas en público. Perdónenme: excúsenme con la hermosa tierra canaria por no rendir a sus encantos el homenaje que merece, y adiós, amigos míos, el vapor toca el bocinazo de llamada. Adiós, continuó, echándose el guardapolvo al brazo, y crean ustedes que, con haber sido tan breve, nunca olvidaré mi estancia aquí.

La puerta de la habitación se abrió en aquel momento. En ella apareció Magda, tan pálida, con palidez tan blanca, que parecía una estatua de mármol.

-¿Se va usted? -balbuceó, apoyándose en el respaldo de una silla.

-Sí, Magda; adiós.

No hubo más. Alejandro ni siquiera volvió la cabeza para mirar desde la calle a Magda, que sollozaba en su balcón.