Para ser un buen arriero: 5
- V -
Era el maestro, don Canuto Prosodia, hombre enjuto y pequeño de cuerpo, corto de alcances, aunque él creía lo contrario, y muy largo en adular a todo el que podía dar algo.
Vestía ordinariamente traje oscuro de corte humilde con aspiraciones a más elevado; es decir, gastaba un aparejo que lo mismo podía llamarse gabán corto que chaqueta larga, y llevaba al cuello un corbatín de lana que tiraba a seda. Era gran echador de epístolas los días feriados, y llevaba toda la correspondencia del lugar con los indianos y jándalos ausentes de él. Blasonaba de muy aplomado en sus pareceres, y esto le valía la intervención en todos los picos de las familias del lugar; tenía, en fin, mucha mano con ellas... y mucha cuenta que dar a Dios de los desaguisados que causaba en el vecindario su torpeza o su malicia. Se la echaba de sobrio, pero yo sé que tomaba cada turca que ardía Troya; sólo que para emborracharse se encerraba en casa.
Prevengo que ninguno de estos pormenores es de absoluta necesidad en la presente historia, y que sólo los he apuntado porque no me gusta presentar a mis lectores un personaje sin decirles lo que es, para que sepan con qué casta de pájaros tienen que codearse.
Pues señor, volviendo a lo que más nos importa, Blas y don Canuto Prosodia llegaron a casa del primero cuando aún Paula no se había levantado del suelo, donde cayó desconcertada por la alegría al salir su marido en busca del pedagogo.
-¿Mi señora doña Paula está indispuesta? -dijo don Canuto descubriéndose y parándose delante de la mujer de Blas.
-¡Qué endispuesta ni qué canijo! -respondió Paula levantándose de un respingo-; si tengo más salú que Pateta. Lo que yo quiero es saber en un periquete cuánto dinero tenemos, y, sobre todo, que no me güeiva usté a zamarrear con tanta doña ni tanta jeringa.
-A todo señor, todo honor -replicó don Canuto doblándose a compás-. Pero dejando este punto por ahora, pasemos al que me trae aquí a solicitud del señor don Blas, que ha tenido la dignación de enterarme por el camino de todo lo necesario para el mejor éxito de mi cometido.
Don Canuto, al decir esto, sacó del bolsillo interior de su chaquetón-gabán un tintero de cuerno y un pliego de papel blanco en ocho dobleces. Destornilló el primero, extrajo del hueco de su cónica tapadera una pluma de ave, limpióla sobre la manga de su brazo izquierdo, llenóla luego de tinta con mucha pulcritud, oprimiendo la parte tallada contra los tintales de algodón que contenía el tintero, desdobló el papel dejándole reducido a cuatro pliegues, sentóse en la silla de bañizas, pidió a Paula la tortera, puso ésta horizontalmente sobre su muslo derecho, y en el suelo y al alcance de su mano el tintero, colocó el papel sobre la tortera y el brazo derecho sobre el papel, pluma en mano, carraspeó dos veces mirando de hito en hito a los dos esposos que acurrucados en el suelo contemplaban en silencio al dómine, jadeando de curiosidad, y con el tono más melifluo y acompasado que pudo, habló lo siguiente:
-Hame dicho el señor don Blas que asciende la herencia de ustedes a la respetabilísima cantidad de treinta mil duros. Apúntolos, pues. Para reducirlos a reales, los multiplico por veinte, o, lo que es lo mismo, por dos, añadiendo luego un cero a la derecha del producto que esta multiplicación nos arroje. Tenemos, pues, que los treinta mil duros son lo mismo que seiscientos mil reales.
-¡Echa reales! -dijo Blas sobándose las manos.
-¡María Santísima! -exclamó Paula mordiéndose los puños.
-También me ha dicho Blas -continuó don Canuto- que esa suma está invertida en América, según reza el testamento, en fincas y empresas a cargo de un apoderado del testador, que cuidará en lo sucesivo de remitir a ustedes los productos de dicho capital, o el capital mismo si ustedes lo desean. ¿No es esto lo que usted me ha dicho, señor don Blas?
-Hombre, precisamente eso mesmo, no; pero eso es lo que he querío decir.
-Tanto monta.
-Pero señor don Canuto -exclamó Paula con impaciencia-, lo que nusotros queremos saber es cuánto nos corresponde caa día al respetive de esa barbaridá de dinero.
-A eso vamos, señora mía. Suponiendo que el capital produzca un seis por ciento, rédito que me parece muy conforme con la ley de Dios, ganará en todo un año... ¿Por qué método quieren ustedes que hagamos este cálculo? Tenemos dos: uno que consiste en establecer la siguiente proporción: ciento es a capital como tanto es a interés, y despejar luego la incógnita, que en el caso presente es el interés, según las reglas establecidas por los autores; y otro, que llamamos abreviado, consistente en...
-Déjeme usté de esas andróminas, señor don Canuto -interrumpió Paula ya quemada- y sáqueme usté pronto el montante del dinero, aunque lo saque por el satanincas o por el diaño que cargue con usté y con esa calma condená que se le pasea por los gañotes.
Don Canuto bajó la cabeza, un si es no es contrariado en su alarde de erudición con la andanada de Paula, y comenzó a hacer números con mucho pulso sobre el papel. Blas y Paula seguían con la vista con ávida curiosidad los giros de la pluma de don Canuto, como si conocieran los guarismos que éste hacía. Al cabo de un cuarto de hora levantó el maestro la cabeza, colocó la pluma sobre la oreja derecha, tomó entre sus manos el papel en que había hecho los cálculos, y dijo a los dos herederos, que seguían arrodillados delante de él y mirándole sin pestañear:
-Importan anualmente los réditos del caudal, al seis por ciento, según hemos convenido, treinta y seis mil reales, que divididos entre trescientos sesenta y cinco días que tiene el año, proporcionan a ustedes un diario de noventa y ocho reales y veinte maravedíes, salvo error de pluma o suma.
-Y ¿qué es eso de diario, señor maestro? -preguntó Paula.
-Diario, señora mía, es lo mismo que si dijéramos todos los días; más claro: cada veinticuatro horas tienen ustedes una renta de noventa y ocho reales y veinte maravedíes.
-¡Carafle!, yo creí que nos correspondía más -dijo Blas con cierto disgusto mirando a Paula.
-Yo también -añadió ésta mirando a Blas.
-Pero, señores, reparen ustedes en que ese diario procede solamente de las rentas del capital, que siempre queda entero y de ustedes.
-¡Ahhh! -exclamaron, respirando con placer, los dos bolonios herederos.
-El capital es, como quien dice, una fuente que da cada veinticuatro horas, para ustedes que son dueños de ella, noventa y ocho reales y medio. Claro está que si ustedes no se satisfacen con lo que de la fuente mana espontáneamente, pueden acudir al depósito, zambullir en él la cabeza y darse un atracón hasta que revienten o hasta que lo agoten; resolución que yo no aprobaría, pues esta clase de fuentes, una vez secas, ya no vuelven a dar, por lo general, una mala gota.
-Aguárdese usté y perdone -dijo Paula de repente, cogiendo al maestro por las solapas del chaquetón-. Pinto el caso de que yo tengo una vaca; la ordeño un día, y me echa en la zapita noventa y ocho reales y medio; la ordeño otro día, y me da otro tanto, y todos los días lo mesmo: esta vaca nunca se seca, y además la vaca es mía. ¿No es así el aquel de la herencia?
-Cabalito -respondió el maestro, desprendiendo, con mucho cuidado, de su gabán-chaqueta las manos de Paula, porque no se llevaran las raídas solapas entre las uñas.
-¡Paula! -gritó Blas entre lloroso y risueño-; espienzo a conocer lo riquísimos que semos, y que he sío un burro pensando que tú eras rematá de bestia. Y usté, señor don Canuto, toque esos cinco y cuente con un vestío de arriba abajo, y con un barril de lo blanco.
-¡Tanta munificencia! ¡Tanta generosidad!... ¡Oh, señor don Blas, yo no merezco semejante agasajo! -replicó el pedagogo plegándose como un libro y relamiéndose de gusto.
-¡Qué comenencia ni qué grandiosidá son esas que usté emperegila! -añadió Paula dando manotadas al aire-; tome lo que le dan sin cirimonia y con toos los sentíos del alma, que usté se lo merece y nusotros podemos darlo... ¡y mucho más, si se mos pone en el testú!
-Seguramente que sí, y sólo con el recurso de la renta; porque si se propusieran ustedes gastar en veinte años, por ejemplo, todo el capital, que no deja de ser plazo respetable, hasta carruaje podrían tener ustedes, y ujieres y saraos, banquetes y justas o torneos. Acepto, pues, la oferta, aunque conmovido por el reconocimiento. Y con esto no canso más. Terminada mi misión entre ustedes, déjoles entregados a sus risueños cálculos, y vuélvome a buscar a mi dulce amigo, el estudio, que me espera en la lobreguez de mi paupérrima morada. He dicho, y soy de ustedes afectísimo seguro y agradecido servidor que sus pies y manos besa respectivamente.
Y tras esto, salió don Canuto, de espaldas por más señas, dejando más y más aturdidos a los dos herederos con la andanada de carruajes y saraos que les soltó.
Cuando Blas y Paula se quedaron solos, el primero se separó de la segunda tres o cuatro varas; miróla un rato, y se dio en seguida a bailar y a gritar. Paula hizo lo mismo que su marido. De pronto se paró éste, fijó otra vez su vista en Paula, abrió los brazos y gritó, poseído del mayor entusiasmo:
-Paula... ya lo has oído: ¡semos riquísimos! ¿Qué te pide el cuerpo?
-Blas -contestó Paula con iguales ademanes y el mismísimo entusiasmo-: ¡muchísimo azucarillo! ¡horror de bizcochos! Y a ti, ¿qué te pide el tuyo?
-Paula, ¡muchísimo colchón! ¡atrocidá de vino blanco!
-¡Pus a ello, Blas!
-¡A ello, Paula!