Para ser un buen arriero: 6
- VI -
[editar]Y aquí entra la parte más lastimosa de esta verídica historia.
Han pasado tres años desde la escena que acabo de referir. Blas y Paula no viven ya en la pobre casuca que heredó de su madre la segunda: han comprado un caserón solariego con portalada y solana, y han trasladado a él sus penates. El tal caserón tiene gran corralada y anchas cuadras; pero ni en la primera saltan los terneros, ni en las segundas se oyen los mugidos de las vacas ni las campanillas de los bueyes. Blas, que a veces se la echaba de listo, se había reído en más de una ocasión, desde que supo el cuento de la boca del oportunísimo señor cura, de aquel labrador de Castilla que solía decir, pareciéndole muy larga la distancia que mediaba entre su casa y sus haciendas: «Si por algo deseo ser rico, es por poder ir a caballo a cavar mis tierras».
Cuando Blas y Paula cambiaron de morada, se propusieron cambiar también de costumbres y dedicarse resueltamente a ser señores, y nada más que señores. La casuca quedó, pues, con sus ganados y sus tierras, encomendada a un aparcero, que halló con todo ello el cielo abierto. Los flamantes capitalistas sólo llevaron al caserón sus cuerpos, sus ropas nuevas y los equipajes del indiano. A Blas le incomodaba hasta el olor del ganado vacuno, y Paula se compadecía de las gentes que tenían, para comer, que sallar maíces bajo los rayos del sol de junio. «Bastante hemos tirao del mango de la azáa y arrascao las nalgas a las bestias», decía Paula muy a menudo; «y cuando el Señor nos ha puesto en las manos la fortuna, es porque no quiere que trabajemos más».
No se extrañe, pues, el silencio y la soledad que reinan en la nueva morada de nuestros conocidos: bajo sus carcomidos techos y entre la pesadumbre de sus viejos resquebrajados muros no hay más seres vivientes que Blas y Paula; un criado zurdo y perezoso, pastor de vacas en los malos tiempos de sus actuales amos; un perro holgazán, que lo poco que ladra lo ladra echado, y algunos centenares de ratas y lagartijas.
El mobiliario de la casona se compone de una docena de sillas de perilla, de una gran mesa de nogal, de una cama de lo mismo con un enorme jergón, y otra con ocho colchones y una escalera de mano arrimada a ellos. La primera es la de Paula, pues no ha habido fuerzas humanas que la reduzcan a dormir sobre lana. «En quitándome a mí», decía, «de meter las patas por las aberturas del jergón entre las hojas, no cierro el ojo ni descanso». Blas era en este punto el vice-versa de su mujer: amaba con delirio los colchones, según hemos tenido ocasión de observar; y como eran ricos y podían hacer su santísima voluntad, la una se proveyó de un jergón a su gusto, y el otro se atracó de colchones hasta el extremo de necesitar una escalera para trepar al último de ellos.
Entre las doce sillas, que apenas se ven en el anchísimo salón en que están colocadas, hay un gran armario.
Este armario está dividido, interiormente, en tres departamentos: en el superior hay pan y algunas otras municiones de boca; en el centro, cuatro vasos de a cuartillo y dos grandes envoltorios, uno de azucarillos y otro de bizcochos; por último, en el inferior se guarda, cuidadosamente calzado con tacos de madera, un barrilito de a cántara, con canilla de metal, haciéndole la guardia de honor dos vasos de a cuarterón, o cortadillos.
Y ahora que conocemos estos detalles de la casa, digamos algo de los que la habitan.
Paula no es ya aquella mozona rechoncha que vendía salud y alegría cuando ustedes la conocieron: está flaca como un espárrago, y vela su morena faz un tinte amarillento que tira a cárdeno; es apagada y triste su mirada, y su voz débil y penosa; anda a cortos pasos, y así y todo, vacilan sus piernas bajo el leve peso del descarnado tronco. No sale de casa más que para ir a misa, y se pasa los días tendida en la solana.
Blas, aunque no más risueño y alegre que su mujer, es físicamente el viceversa de ésta. Ha echado un morrillo como un toro y un vientre que mete miedo. Anda con dificultad por la excesiva gordura de sus muslos, y parece que echa lumbre por los ojos, las mejillas y la punta de la nariz. También sale poquísimo a la calle, y tantas horas como su mujer en la solana se pasa él tumbado boca arriba encima de los ocho colchones de su cama.
El criado y el perro huelgan siempre, y sólo están alegres cuando están comiendo.
¿Cuáles son las causas que han producido un cambio tan radical y tan rápido en el carácter de nuestros simpáticos amigos Paula y Blas?
Van a conocerlas ustedes.
Al saberse en el pueblo la noticia de que éstos habían heredado al indiano, la mayor parte de los vecinos se sintieron mordidos por el demonio de la envidia, y ya que no podían deshacer con su mala intención lo hecho por la bondad de aquél, decían a cada instante: «¡Qué lástima de dinero!» Lo cual significa, para todo el que conozca un poco a ciertas gentes: «Les cayó a los herederos la lotería con la guerra que les vamos a armar si no aflojan la mitad de lo heredado». Otra parte del vecindario recibió con indiferencia la noticia; y otra parte, la más pequeña, por supuesto, se alegró de buena fe al saber que Paula y Blas habían salido de pobres.
Cuando «se corrió» que éstos habían recibido la primera remesa de fondos, su casa no se pudo cerrar en todo el santo día de Dios.
-Soy la hija de tío Juan Pendejo -dijo una muchacha mal ataviada, con las greñas sobre la frente y dos dedos de roña sobre la piel, presentándose en el portal de Blas-, y vengo de parte de mi padre a que me emprieste veinte riales pa mercar un celemín de fisanes pa la olla.
Blas prestó los veinte reales a la hija de Juan Pendejo.
Tras la hija de Juan Pendejo se presentó la mujer de Antón Cervatos.
-Vengo al efeuto, Blas, de que tengas la caridá de dame dos duros pa ver de pagar ocho riales que debemos al peganio por el demonches del destrozo que hizo la vaca en la heredá del señor alcalde, y pa yuda de un poco de maíz que llevar al molino, que too lo pagaremos, como Dios manda, a vuelta de viaje del mi hombre que está a porte.
Blas aflojó los dos duros.
Tras la mujer de Antón Cervatos llegó Pedro Baldragas.
-Cuando Dios da, no da pa uno solo, amigo Blas -dijo Baldragas-: yo, como sabes, tengo seis meses hace la mujer en la cama, baldeá de un lao: hay malas lenguas que icen que el baldeo fue a resultas de una paliza que yo la di; pero esos son malos quereres, porque bien sabe Dios que la condená de la golosona, por ir a robar los higos del güerto del vecino, se cayó de un higar, y de la caída se quedó como está. Al respetive de esto, debo al boticario, que porque ice que el daño es de mano airá, no me quiere dar las melecinas por el asalareo, dos cantabrias que la encajó el médico en sóbala-parte, dos gallinas que me fió la vecina, y tengo que comprar dos celemines de maíz para dar de comer a los hijucos de Dios, que no han probao bocao de ayer acá. De modo y manera es que vengo aquí al ojeuto de que me emprestes un ochentín que yo te pagaré antes de ocho días, porque voy a vender el prao de cinco carros.
Blas largó también el ochentín, y más tarde dos ducados, y más tarde un doblón, y en seguida medio duro, y en seguida... yo no sé cuánto, porque en dos días todos se dieron a pedir y ni una sola vez se negó Blas a dar.
Pero el asunto se iba poniendo serio, tan serio que apenas les quedaba a los benditos herederos, de la primera remesa de dinero, lo más preciso para satisfacer sus más perentorias necesidades. Merced a esta circunstancia, tampoco pudo Blas dispensarse de ir pidiendo los préstamos que había hecho a medida que iban venciendo los plazos. Pero los benditos aldeanos, que ya se habían propuesto vivir a costa de la herencia del indiano, como si fuera hacienda de perdidos, recibieron las justísimas negativas y reclamaciones de Blas como una bofetada. Acusáronle, primero por lo bajo y luego a grito pelado, de «fantesioso», de «agarrao», y sobre todo, de bragazas y rocín, y a su mujer de «tordona», de «piojo resucitao» y de tarasca. Amenazáronlos con el rigor de sus venganzas; y puede asegurarse que desde aquel día infausto empezó a nublarse la estrella feliz de Blas y Paula, que jamás habían tenido un enemigo en el pueblo y estaban acostumbrados a dormir a pierna suelta sin penas ni cuidados.
Estrenaba Paula un vestido y se iba con él a la misa mayor: un rumrum de risas y cuchicheos la seguía desde su casa a la de Dios. Si era largo el vestido, que por qué no era corto; si era corto, que por qué no era largo; si era fino, que por qué no era basto; si era basto, que por qué no era fino; que tarasca por arriba, que bestia por abajo, que holgazana por acá, que golosaza por allá.
Presentábase Blas en público con una chaqueta un poco más larga y más fina que las que antes había gastado, y la pública murmuración no callaba un instante: que morral, que «señor mal acomparao», que talego de pesetas, que si debió o no debió soñar en verse tan alto, que burro, que pollino y que marrano.
Un servicio que se presta gratis entre convecinos, les costaba a ellos un dineral, y una riña escandalosa, amén de una indemnización arbitraria y enorme, el menor desliz cometido fuera de casa por el gato o por el perro.
Sabíase en todo el pueblo lo que comían, lo que bebían, las horas que pasaban en la cama y las que destinaban a sus sencillos recreos; los planes que les preocupaban y las cantidades que recibían, siendo cada uno de estos asuntos un incentivo para la incansable maledicencia del vecindario.
Dos meses se necesitaron para que Blas y Paula se enteraran de esta guerra cruel que la mayoría de sus convecinos les habían declarado. Eran inofensivos, y sólo deseaban al prójimo bienes y felicidad. ¿Cómo habían de suponer que hubiera una sola persona en el pueblo que se doliese del fortunón que se les había entrado por las puertas?
Cuando Blas conoció la amarga verdad, estuvo un cuarto de hora haciéndose cruces, y exclamó después, hablando con Paula:
-¿Pero quién ha dicho a esa gente que yo no soy el Blas de siempre y que no eres tú la Paula de ayer? ¿No damos lo que se nos pide y algo más, mientras lo tenemos? ¿No es justo que se nos devuelva cuando lo necesitamos? ¿Salimos al camino con un trabuco a robar la riqueza que tenemos? ¿No fue la voluntad de Dios la que nos la trajo a casa? ¿La hemos pintao nosotros de señores finos en ninguna parte? Si hemos dejao la labranza y vestimos y comemos mejor que endeantes, ¿lo hacemos a costa de naide? Luego ¿qué mil demonios de rézpede tiene esa gente contra nusotros?
Paula lo echaba todo por el amor de Dios, y no sabía qué contestar a su marido.
El señor cura y los pocos buenos vecinos que se alegraban de la prosperidad de estas dos sencillas criaturas, les aconsejaron que se hiciesen sordos a las murmuraciones de los malévolos, que se apartasen de todo trato con ellos y que les hiciesen todo el bien que pudieran.
Blas y Paula tomaron el consejo al pie de la letra y cerraron con doble vuelta la portalada de la casona, que sólo se abría cuando la verdadera necesidad llamaba a ella.
Pero, ¡ay! no era bastante este recurso contra el mal que les amenazaba, porque no era el mayor enemigo de la felicidad de Blas y Paula la maledicencia de algunos envidiosos. El demonio que había de perturbar la ventura de su soñado paraíso le llevaban ellos consigo, encarnado en su excesiva sencillez y casi primitiva inexperiencia.
Pensaban Blas y Paula, como piensan muchos en el mundo, que el mayor mal de todos los males conocidos es ser pobre, y, por consiguiente, que tener mucho dinero es el supremo bien de la tierra; con esta errada máxima por norte, acogieron con frenética alegría las talegas del indiano y se desprendieron con ingrato desdén de su antigua honrada pobreza, sin pararse a considerar una sola vez siquiera, que ésta satisfacía todas sus cortísimas necesidades, y que con ella habían sido completamente felices muchos años; es decir, que era punto menos que imposible que todo el rico tesoro de la herencia del indiano les proporcionase vida más placentera que la que les habían proporcionado hasta allí cuatro terrones y una casuca.
Pero lejos de pensar así, porque a gentes que calzan más puntos que nuestros personajes les sucede lo mismo, diéronse Blas y Paula a satisfacer los más ardientes deseos de toda su vida.
Ya sabemos cuáles eran estos deseos. Paula hizo abundante provisión de azucarillos y bizcochos, y Blas de vino blanco y de colchones. Sustituyeron la olla de berzas y la borona de antaño con un puchero bien provisto de carne y garbanzos, y con pan de trigo; hiciéronse un traje fino para cada uno, y pare usted de contar. Para aquellas dos almas benditas no había más que apetecer en el mundo.
Paula usaba el agua azucarada y los bizcochos hasta en la comida, en lugar del agua natural y del pan.
Al levantarse de la cama, agua con azucarillo; si el calor de la cocina la molestaba un poco, agua con azucarillo; si el sol picaba, agua con azucarillo; para salir a la calle, agua con azucarillo; al volver a su casa, agua con azucarillo, y agua con azucarillo al acostarse, y al despertar, y al volver a dormirse. El cuerpo de Paula era una tinaja que no se llenaba nunca, y lejos de eso, más agua pedía cuanto más agua se le daba.
De un abuso semejante resultó lo que era indispensable que resultase. Pervertido aquel estómago con tanto y tanto jarabe, lo mismo era darle alimentos sólidos y suculentos, que enviarlos enhoramala con la fuerza de una catapulta. A los quince días, el alimento de Paula estaba reducido a dos docenas de azucarillos, a media libra de bizcochos y a un cuarterón de chocolate cada veinticuatro horas; tenía una sed insaciable, y comenzó a palidecer y a perder su buen humor.
Blas, que se pasaba el día comiendo cada tajada que metía miedo, bebiendo a pasto vino blanco y roncando sobre una pila de colchones, notó la alteración física que había experimentado su mujer, y no pudo menos que decirle:
-¿Qué mil demonches de ruinera es esa que te come de un tiempo acá, y no paece sino que te dan la ración en dinero?
-Yo no sé lo que es esto, Blas -replicó Paula con acento triste-; pero harto será que algún mal querer no me persiga. Porque, si no, ¿por qué no había de estar yo partiendo de gorda?
-Pué que no te siente bien lo que comes.
-¡Que no me siente bien, y estoy comiendo dulce todo el santo día de Dios!
-Verdá es.
Y entrambos quedaron conformes en que no podía ser el alimento la causa de la ruinera de Paula.
Un día le dijo su marido:
-Parece mentira; pero los días se me hacen años, y si no fuera por el qué dirán, me largaba al monte a hacer un carro de leña, o a levantar un vallao, o a segar media ocena de lombíos. Y el demonches es que cuando éramos probes no me sucedía nada de esto: ahora con el ganao, dempués en el campo y más tarde en el avío de los trastos de la labranza, se me iba el tiempo en un periquete. ¿Cómo diaños se las arreglarán esos señores de la villa pa estar siempre contentos y entreteníos? Pus a fe a fe que nusotros tenemos tanto dinero como ellos, comemos de lo bien que se pué comer, y vestimos lo que nos da la gana. ¿Qué te paece a ti, Paula?
Y Paula, que aún tenía el ánimo más aplanado que su marido, no pudiendo explicarse la causa de ello, achacábalo, como todo lo malo que le sucedía, a los malos quereres, y echábalo por el amor de Dios.
Pretendió Blas en una ocasión aprender a escribir, o, cuando menos, a leer, pues no se le ocultaba lo necesario que esto le era en su nueva posición. Llamó a don Canuto; participóle su proyecto y hasta recibió del dómine las primeras lecciones. Un mes necesitó para llegar a conocer las letras del abecedario; y como le fuese de todo punto imposible aprender a formar sílabas, tiró el libro por la ventana y renunció a su proyecto, fundándose en que le iba a costar muchos malos ratos y no estaba dispuesto a pasarlos, ya que sus medios le permitían vivir sin penas ni cuidados.
Entre tanto, iba engordándole el pescuezo más y más, y coloreándosele los ojos y las narices, y aumentaba cada día su ración de vino blanco y las horas de reposo sobre el montón de colchohes. Paula, por el contrario, enflaquecía visiblemente y perdía por horas el sano color de su cara; pero también aumentaba sus raciones de bizcochos y agua azucarada.
Al criado zurdo se le iba el día en escanciar vino a Blas y agua fresca a Paula.
Ni las observaciones del señor cura ni las de don Canuto, únicas personas que penetraban en la casona, pudieron convencerlos de que se estaban matando con semejante método de vida; que había otros goces muy distintos del dulce y del vino blanco, al alcance de su fortuna, si querían reformar su educación, y, por último, que treinta mil duros, disfrutados como ellos los disfrutaban, lejos de ser una fortuna, eran una calamidad.
Hacía ya un mes que Paula no hablaba más que lo puramente preciso, por lo cual no contestaba jamás a estas observaciones. En cuanto a Blas, sostenía, y sostenía desgraciadamente la verdad, que Dios le había hecho así y que le era imposible amoldarse a otras costumbres más refinadas.
Y pasábanse los días, y Paula no se saciaba de bizcochos y agua con azucarillo, y bajaba el color de su cara, y enflaquecía su cuerpo y se abatía su ánimo; engordaba el morrillo de Blas, y subía el color rojo de sus narices, ojos y mejillas; crecía su afición al blanco y a las siestas sobre los colchones, enronquecíasele la voz y se iba haciendo su paso más lento y más inseguro. Llegó el caso de no cruzarse en todo un día una sola palabra entre ambos esposos, que apenas salían el uno de la solana y el otro de la alcoba, en los cuales sitios se entregaban, con la fiebre de la pasión, a sus respectivas devociones.
Dejaron de visitarlos el cura y don Canuto, porque al entrar en la casona no hallaban con quién hablar; continuaron en el pueblo criticándolos y calumniándolos unos, compadeciéndolos otros y conviniendo el resto en que la herencia del indiano había sido para los herederos como una maldición de Dios, lo cual era la pura verdad.
Y aquí tiene el lector explicada la causa de la situación física y moral en que hemos visto a nuestros personajes al comenzar este capítulo.
El médico del partido se propuso algunas veces poner en cura a la pobre Paula, que indudablemente caminaba a un fin desastroso; pero siempre tuvo que desistir de su noble plan, porque para llevarle a cabo era preciso empezar por proscribir de la casona los bizcochos y los azucarillos, y Paula no creía, aunque se lo jurase la ciencia de curar, que el dulce hiciese mal a ningún cuerpo humano.
Blas opinaba lo mismo respecto del vino blanco, y ambos atajaban los razonamientos del médico que quería ponerlos en cura, con el siguiente argumento que no dejaba de ser lógico, a la cerril usanza:
-¿No dice usté que un poco de dulce y un poco de vino hacen provecho, no digo a un sano, sino a un moribundo? Según esto, mucho vino y mucho dulce deben hacerle mucho más.
Y de aquí no salían estos majaderos, ni a palos.
Con muchísima frecuencia recordaba Blas aquellos felices días pasados entre las faenas agrícolas de sus tiempos de pobre, y hasta el alma le retozaba de placer cuando se imaginaba que tenía una pareja de cuarenta doblones, con anchas colleras de campanillas, y una carreta ligera y bien claveteada, con pértiga de armadura vizcaína; que él iba con la aguijada al hombro por el camino real al lado de sus bueyes, echando un cantar al son de las campanillas; que tenía además una cabaña de vacas gordas y relucientes, y un cierro de doscientos carros de tierra con pared de cal y canto, y que iba al corro los domingos con un puñado de siemprevivas en el sombrero, al lado de Paula, que relinchaba de contenta.
Pero el muy zopenco, en lugar de agarrarse a tan sencillo y placentero goce, que estaba a dos deditos de su mano, apresurábase a darle al olvido como una mala tentación, empeñado en que, ya que era rico, debía vivir «como un señor».
Y para remachar más y más el clavo de su majadería, dábase al blanco con mayor empeño, y engordaba, es decir, se abotargaba más y más cada día; tanto, que entorpecidas sus fuerzas y debilitada en extremo su cabeza, y no atreviéndose a trepar por la escalera de su cama, se había visto precisado a ir quitándole colchones para hacer menos expuesta la subida.
Cinco tenía solamente cuando Paula, que ya no pensaba porque estaba hecha un madero seco, le llamó un día desde la solana, donde estaba encogida como un ovillo y bebe que te bebe agua dulce.
Acercósele Blas con mucho trabajo y con gran sorpresa, porque su mujer hacía dos meses no pronunciaba otra palabra que «agua».
-¿Qué quieres? -le dijo cuando se halló a su lado. Paula, sin levantar la vista del suelo y manoteando al aire, contestó con voz débil y cavernosa:
-Quítame estos azucarillos que están cayendo alreguedor de mí.
Blas se hacía todo ojos, y así veía azucarillos como mamelucos.
-¡Uf! -exclamó Paula-; ahora me ha caído en la cabeza uno que pesa media arroba... Y también tengo un bizcocho atravesao en el pasa-pan...
Blas se restregaba los ojos para ver más claro; pero ni por esas.
Paula continuó.
-Mira hacia el corral: too está lleno de azucarillos que caen de las nubes como si granizara... ¡Uy! otro me ha caído en metá en metá del testú: mira a ver si sangro... Y ahora se me ensancha el bizcocho del pasa-pan, y caa vez más... ¡Ayyy!...
Y Paula, al decir esto, encandiló los ojos, estiró una pata, y luego la otra, y fue a digerir el bizcocho al otro mundo.