Para ser un buen arriero: 7

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La última vez que yo vi a Blas estaba tumbado en la cama, que no tenía ya más que tres colchones.

Las manchas rojas de su cara se habían vuelto cárdenas, y tenía la nariz lo mismo que un tomate podrido. Apenas abría los ojos y no podía mover las piernas, que eran dos postes por lo abultadas.

Costóle mucho trabajo reconocerme, y a las palabras que le dirigí lamentándome de su estado, me replicó, con voz ronca y pausada, estas otras:

-Yo me tengo la culpa de too lo que me pasa. Quise echámela de señor, sólo porque tenía rentas, y no hice caso de lo que tantas veces le oí al señor cura hablando del alcalde, que fachendeaba mucho: Para ser buen arriero, hay que ser hijo de rocín. Yo tengo mucho dinero; pero por no saber gastarlo he reventao con ello... y que no vale mentir. Paula se murió atracá de azúcara, y yo me voy a morir hinchao de vino blanco... ¡Permita Dios que a ningún probe le caiga encima de repente, como a mí, una herencia tan grande como la de mi tío!

En su vida había estado Blas tan cuerdo como lo estuvo al proferir esta jaculatoria.

Tengo para mí que si los herederos del indiano hubieran hecho lo que pensaba hacer el labrador de Castilla en el caso de que le tocara la lotería, es decir, aprovechar la herencia para poder ir a caballo a labrar la tierra, hubieran sido muy felices.

¡Era más cuerdo de lo que parecía a primera vista el rancio castellano!

Recomiendo su consejo a los que, siendo felices en la pobreza, reciban una visita de la caprichosa fortuna; en la inteligencia de que es más difícil que adquirir grandes riquezas, el saber gastarlas.

- VI -
Epílogo