Pasarse de listo: 01
Capítulo I
Toda persona elegante que se respeta debe ir a veranear. Es una ordinariez quedarse en Madrid el verano.
Lo más tónico es ir a algunas aguas en Alemania o Francia; pasar luego una temporadita a la orilla del mar en Biarritz, en Trouville, o en Brighton, y acabar el verano, antes de volver a esta villa y corte, en algún magnífico château o cosa por el estilo, que debemos poseer, si es posible, en tierra extraña, y cuando no, aunque esto es menos comm'il faut, en nuestra propia tierra española.
Tal es el supremo ideal aristocrático a que aspiramos todos en lo tocante a veraneo. Para realizarle totalmente se ofrecen no pocos obstáculos. Lo más común es no tener château, ni algo que remotamente se le asemeje, ni en la Península, ni en la vasta extensión del continente europeo; pero esta falta se suple o se disimula si poseemos una casa de campo, una casería o un cortijo, lo cual, hablando en francés, puede calificarse de château, sin gran escrúpulo de conciencia.
Todavía, sin embargo, ocurre muy a menudo que la familia elegante, o con humos de elegante, carece de hogar de donde los humos procedan; esto es, no tiene ni siquiera cortijo. Si le tiene algún amigo o pariente, la familia puede aprovecharse de la amistad o del parentesco. Si de ningún modo hay ni cortijo, se suprime la parte meramente rústica y se limita el verano a la parte hidropática, dulce, salada, o ambas cosas. Quiere esto significar que, no habiendo château ni cortijo donde pasar un mes, se emplea todo el tiempo en los baños, aunque nadie de la familia se bañe nunca. Basta tomar las aguas por inhalación, respirando, pongo por caso, las brisas del Atlántico en el mencionado Biarritz, en San Juan de Luz, en San Sebastián, en Santander o en Deva.
Por último, si el afán de eclipsarse en estos meses de calor atribula demasiado, y la bolsa se halla tan escurrida que no hay ni para ir a bañarse, o a ver la mar en Motrico, se va el elegante o la familia elegante a cualquier lugar de la Mancha, donde a veces lo llano y escueto y sin árboles ni matas del terreno imita la mar, y los cigarrones, los cangrejos y peces, y allí se está tomando el fresco a todo su sabor, hasta que ya es la época y sazón oportuna de volver a Madrid, sin infringir las leyes y liturgias del buen tono.
Hay familias, pero yo apenas si lo quiero creer, de quienes se asegura que por no infringir dichas leyes y liturgias, hacen como que se van de viaje, y con discreto y económico disimulo se quedan aquí, en reclusión severísima, sufriendo este linaje de martirio, para tener propicia a la deidad a quien rinden culto, que es la Moda.
Sea como sea, ya de veras, ya valiéndose de tretas y de recursos algo sofísticos, ello es el caso que en los meses de Julio, Agosto y Septiembre, apenas queda en Madrid persona conocida.
Las personas que quedan, se dice en estilo culto, que no son conocidas, para dar a entender que no son de la crema de la sociedad; de la flor y la nata. Por lo demás, harto conocidas suelen ser de los que se han ido, no pocos de los cuales, cabe en los límites de lo verosímil, y a veces de lo probable, que les deban el dinero con que se fueron, o el calzado o la vestidura con que se engalanarán en los baños.
Tranquilicémonos, no obstante, y no compadezcamos a las personas no conocidas que fiaron o prestaron. Ya lo cobrarán, como es justo, incluyendo en el cobro todo lucro cesante y todo daño emergente. Más seguro lo tienen que con doña Baldomera.
En suma, y sin meternos en más averiguaciones, ni en honduras económicas o crematísticas, Madrid en verano se queda sin su aristocracia, se queda como acéfalo, se queda como jardín sin sus más bellas flores, se queda como haza segada; parece un barbecho de distinción y de finura.
Yo lo siento y lo extraño. Madrid, desde que vino el Lozoya, ha ganado mucho, y no merece este abandono general, cuando no es verdaderamente necesario tomar aguas o visitar la heredad o hacienda propia, o cuando no se posee bastante dinero para viajar por esos mundos como un nababo.
Aquí, en verano, digan lo que quieran los que no piensan como nosotros, no hace más calor que en Biarritz o en San Sebastián; aquí, en verano, hay no pocas diversiones, más o menos inocentes, y no se emplea mal la vida.
Arderius y sus bufos son baratos y entretenidos. ¿En qué aguas se encontrará un teatro como el de Arderius? Es cierto que, desde hace poco, nos ha entrado un furor de moralidad, un púdico rubor, que todo lo condena y de todo se solevanta. Críticos y moralistas han levantado una cruzada contra los bufos. Peto los bufos seguirán triunfantes, a pesar de todas las disertaciones morales que contra ellos se fulminen. Les sucederá lo mismo que a los toros. Hasta se puede sostener que los bufos son más invencibles. Las razones que contra ellos se aducen son infinitamente menos fundadas.
Sublime espectáculo, sin duda, es ver a un mozo gallardo, sin más defensa ni escudo que flotante velo rojo, vestido de seda, más aderezado para fiesta o baile que para brava y terrible lucha, ponerse delante de irritada y poderosa fiera, llamarla a sí y darle muerte pronta, cayendo sobre ella con el agudo acero. Si, por desgracia, fuere el lidiador quien en aquel instante muriese, su muerte, ya que no moral, tendrá no poco de hermosa, y la compasión y el terror que causare estarán purificados por la belleza, de acuerdo con las reglas de la tragedia, escritas por el gran filósofo griego. Lo malo es que para llegar a este trance de la muerte tenemos que presenciar antes el brutal, largo y rudo suplicio del noble animal destinado a morir; tenemos que ver acribillada su piel con pinchos y garfios, que se quedan colgando, si no se los arrancan con las túrdigas del pellejo; y tenemos que contemplar asimismo la inmunda crueldad con que son tratados los infelices jamelgos. Ellos sirven de diversión en las convulsiones y estertores de la agonía; derraman por la arena su sangre y sus entrañas; se pisan al andar el redaño y los sueltos intestinos, y andan, no obstante, a fuerza de los espolazos del picador, y en virtud de los palos que sacude en sus descarnados lomos un fiero ganapán, quien innoble y grotescamente va por detrás dando aquella paliza, a fin de aumentar el dolor y sacar del dolor un resto de movimiento y de energía en un ser moribundo, que, si no tiene pensamiento, tiene nervios y siente como nosotros. Con escenas tales no debiera haber tan duro corazón que a piedad no se moviese, ni sujeto de gusto artístico y de alguna elegancia de costumbres que no las repugnase por lo groseras y villanas, ni estómago de bronce que no sintiese todos los efectos del mareo.
En resolución, la muerte del toro es bella, si el matador atina y no pasa de dar dos o tres estocadas; pero, francamente (hablo con sinceridad; yo no soy declamador ni aficionado a sentimentalismos), lo que precede es abominable por cualquier lado que se mire.
Repetimos, a pesar de todo, que los toros seguirán. Nosotros mismos no nos atrevemos a pedir que se supriman, porque hay en ellos algo de poético y de nacional que nos agrada. Nos contentaríamos con ciertas reformas, si fueran posibles. Casi nos contentaríamos con que no muriesen caballos de tan desastrada y fea muerte.
En cuanto a los bufos, que, según hemos dicho, tienen hoy más enemigos que los toros, ni reforma ni nada pedimos. Nos parecen bien como son. Casi no comprendemos la causa de la censura que de ellos se hace.
En primer lugar, los bufos son los bufos, y no son el sermón o el jubileo. La madre que anhele conservar el tesoro de candor que hay en el alma de su hija, y hasta acrecentarle, llévela a cualquiera de las muchas iglesias que contiene Madrid, y no la lleve a oír las zarzuelas. Vayan sólo a los bufos, si tan malos son, los hombres curados de espanto, y aquellas mujeres, que no faltan, curtidas ya en todo género de malicias, o bien las que son tan inocentes que, si alguna malicia llegan a oír, no aciertan a entenderla.
Por otra parte, yo me atrevo a sostener que en la más desvergonzada zarzuela bufa no hay la quinta parte de los chistes primaverales o verdosos que en muchas comedias de Tirso, que en muchos sainetes de D. Ramón de la Cruz, y que en muchas otras producciones dramáticas de nuestro gran teatro clásico.
El principal motivo de la censura contra los bufos procede de una curiosa manía que, desde hace pocos años, se ha apoderado de las inteligencias más sentenciosas. Los bufos vinieron de París; en los bufos suele bailarse el cancán; los bufos gustan en Francia; Francia ha sido vencida por Alemania en la última guerra; luego los bufos, enervando y corrompiendo a la nación, han tenido la culpa de la derrota. Esto se ha dicho ya en todos los tonos, y sobre esto se han escrito profundas disertaciones. A nadie, con todo, se le ha ocurrido declarar que en Alemania agradan los bufos más aún que en Francia, que en Alemania se pirran los hombres por el cancán, y que los que han vencido a los franceses no salían de zurrarse con unas disciplinas, sino de ver bailar el cancán o de bailarle, cuando los vencieron.
En cuanto a que los bufos corrompen o tiran a corromper el buen gusto literario, aún es más infundada la acusación. ¿Pues qué, la música, mala o buena, es incompatible con la discreción, con el sentido común, con el ingenio, con la gracia urbana y con otros requisitos y excelencias de que va o pudiera ir adornada una fábula dramática? Si alguna fábula dramática de estas ligeras, regocijadas o bufas, carece de tales prendas, cúlpese singularmente al autor y a su obra, y no al género todo y a todos los autores. ¿Tiene más el público que silbarla? Y si el público no la silba, sino que la aplaude, y la zarzuela es tonta, esto probará la bondad del público. Denle algo menos tonto, y lo aplaudirá más.
Y cuando no se da algo menos tonto, crean los críticos que es porque no hay nada menos tonto. Si lo hubiera, se daría.
Lo que acabamos de decir parece una perogrullada; pero reflexiónese bien, y se verá que no lo es. El autor de zarzuelas es siempre autor dramático. Si escribe malas zarzuelas, peores dramas escribirá. El discurso del crítico que condena la zarzuela, despojado de tiquismiquis, es éste: «Tu zarzuela es tonta y chabacana: escribe dramas y no escribas zarzuelas». A lo que modestamente pudiera contestar el autor: «Si escribiendo zarzuelas, que son más fáciles y tienen menos pretensiones, lo hago mal, ¿qué haré si me pongo a escribir dramas?».
La zarzuela, además, es una cosa, y otra cosa es un buen drama o una buena comedia, y no se opone el que se escriban zarzuelas a que salgan a relucir nuevos Lopes y Calderones que escriban dramas magníficos.
Veo que me voy muy lejos con mi digresión. Volvamos al asunto de que quiero tratar aquí.
Decía yo que, en verano, aunque se van de Madrid las personas más elegantes, Madrid queda bastante animado y divertido.
El centro de la animación, el principal hechizo de Madrid en verano, está en los Jardines del Buen-Retiro, de nueve a doce de la noche.
La historia que voy a referir empezó allí, hoy hace justamente cuatro años, a 9 de Agosto de 1873.