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Pasarse de listo: 09

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Pasarse de listo
de Juan Valera
Capítulo IX

Capítulo IX

Todas las presentaciones se hicieron con las ceremonias debidas, según la liturgia de la sociedad elegante. Doña Beatriz presentó a su marido a la Condesa, y la Condesa presentó a los caballeros que formaban el corro, primero a doña Beatriz y después a Inesita y a D. Braulio. De esta suerte los tres se vieron lanzados en el gran mundo en un periquete, en un abrir y cerrar de ojos.

No estaba allí el Conde de San Teódulo ni había más señora que la Condesa. A ésta, como a casi todas las señoras de alto fuste y suprema elegancia, no le gustaba el trato con las mujeres sino en raros casos. Tanto más de agradecer y de estimar, por consiguiente, la extraña excepción que había hecho de Beatriz y de Inesita.

Sentados todos de nuevo en el corro, el poeta favorito de la Condesa, a quien llamaremos Arturo, dio conversación a Inesita, sin que dejasen de hablar también con ella otros galanes.

Don Braulio, si bien sobresaltado ya y receloso de empezar a hacerse célebre por su mujer, habló con los señores más serios y machuchos.

Doña Beatriz y la Condesa de San Teódulo hablaron largo rato entre sí y en voz baja, recordando su amistad antigua.

A los pocos minutos, la Condesa había exigido de doña Beatriz que se volviesen a apear el tratamiento, que se volviesen a tutear como ella recordaba que allá en el pueblo se habían tuteado.

¿Por qué negarse a tamaña amabilidad? Las dos amigas se tutearon en efecto. Ya recordará el lector lo campechana que era Rosita de lugareña. De Condesa seguía lo mismo con quien lo merecía.

-No acabo de comprender, decía Beatriz, cómo has podido conocerme entre tanta gente, y después de tantos años.

-Hija mía, contestaba la Condesa, yo tendré corto entendimiento; pero tengo mucha memoria, y sobre todo, mucha y buena voluntad para aquellos a quienes estimo. Te hubiera reconocido entre cien mil personas, sin antecedentes, sin estar prevenida, sin aviso de que estuvieses tú entre ellas. Además, ¿qué mérito hay en mí? Quien te ve una vez no es posible que te olvide.

-Gracias, gracias: me confundes con tus elogios indulgentes y generosos.

-Digo la verdad. Y luego tú no has cambiado en la cara. Tu cuerpo es otro; te has desenvuelto; has embarnecido algo; estás hecha una hermosa mujer. Praxíteles te hubiera tomado por modelo. Estas prendas, sin duda, son hoy otras en ti. Cuando nos tratamos en el lugar eras una niña. Yo vi entonces el fresco y tierno capullo; ahora veo la rosa que ha desplegado todo el lujo exuberante de su aromática corola. Pero repito que la cara, la expresión, el mirar... nada de esto ha cambiado. Cuando hablas pareces una mujer casada... pero en silencio... pareces una niña, más cándida... más inocente que tu hermanita, que también es muy mona.

-De todos modos... es singular... sin antecedentes... sin saber que yo estuviese en Madrid...

-No; eso no. Yo no gusto de jactarme de lo que no debo. Yo he sabido hace poco que estabas en Madrid. Si antes lo hubiera sabido, hubiera ido a verte a tu casa.

-¿Y quién me conoce? ¿Quién ha podido hablarte de mí? Mi marido es un pobre empleado...

-Será lo que dices; pero su inteligencia y su laboriosidad tienen encantado al Ministro y lleno de envidia a todo el personal de la secretaría. El Ministro no hace más que hablar de tu marido. Y lo que es de ti, aunque vives tan retirada, hablan ya muchos desde que, pocas noches ha, te vieron en estos jardines.

-¡Es posible, mujer! ¿Quieres burlarte de mí?

-Harto sabes tú que no me burlo.

-No te burlarás porque eres buena, pero querrás embromarme. Es cierto que vine aquí pocas noches ha, mas nadie me conocía.

-Entonces te conocieron y te admiraron. Alguien, que se precia de hastiado, de descontentadizo, de difícil, quedó tan hechizado que os siguió.

Doña Beatriz se puso colorada otra vez.

-¿Cómo sabes eso?, dijo.

-Él me lo ha dicho.

-¿Quién?

-¿Quieres que te regale el oído? El Conde de Alhedin; la flor de los elegantes; el más guapo de nuestros pollos.

-Sería por mi hermana.

-De eso no me ha dicho el Conde palabra. Se ha limitado a decirme que os siguió, y me ha hecho de vosotras el más brillante encomio. Asegura que jamás ha visto dos mujeres más bellas y más aristocráticas por naturaleza. Antes de llegar hasta mí había el Conde tomado informes, y yo no sé cómo diablos se las había compuesto que, a pesar de vuestra fuga precipitada en un pesetero, sabía ya cómo os llamabais, dónde vivíais, quiénes erais, quién era tu marido, y mil cosas más. Claro está que al decírmelas caí en la cuenta de que erais las niñas que tanto había yo querido en el lugar, y entré en deseo de volver a veros. Si he de hablarte con franqueza, sólo he venido esta noche por aquí a ver si os hallaba. En casa tengo gente: un círculo de amigos. Allá me aguardan, y mi marido está con ellos. En fin, gracias a Dios que os he encontrado. Bien suponía yo que habíais de venir por ser noche de domingo, en que tu marido no tendría quehaceres. La otra noche fue una locura lo que hicisteis, creyendo que nadie lo notaría. ¡Venir solas... dos niñas... exponiéndose a la persecución de cualquier majadero mal educado!... No todos son la crema de la cortesía. No todos son como el Conde del Alhedin, que sabe distinguir a escape con quién ha de habérselas.

-Tienes razón, dijo Beatriz; fue un disparate, fue una imprudencia lo que hicimos la otra noche. No lo volveremos a hacer.

-De aquí adelante sería imposible. Os desentonaríais. Ya a estas horas os conoce todo Madrid; esto es, la sociedad. Debéis venir, o con tu marido... o conmigo. Os traeré en mi coche si os divierten los Jardines. Mi poeta y algún otro nos escoltarán. Es menester darse tono. No es cosa de venir aquí dos muchachas como dos aventureras.

-Mucho tengo que agradecerte, exclamó doña Beatriz.

-No, niña mía, no me agradezcas nada. Lo hago por egoísmo. Aquí, para entre nosotras, la vanidad no me ciega; voy siendo ya cotorrona. No tengo amores, ni celos, ni aspiro a nada, y necesito la amistad y la compañía de mujeres jóvenes como vosotras. Mi casa es un casino del cual soy presidente con faldas; pero me voy cansando de hacer este papel. ¿Quieres compartirle conmigo? ¿Quieres ayudarme a presidir mi tertulia?

-Ignoro si Braulio querrá y podrá...

-¿Cómo no ha de querer? Parece afable, alegre, buen señor y discreto. Ya reconocerá que su mujer no ha de estar siempre metida en casa. Cuando se casó con una criatura como tú, se haría cargo de todo esto. No le cogerá de susto.

-Sí... es verdad... dijo doña Beatriz; pero Braulio tiene razones poderosas. ¿Por qué he de avergonzarme de decírtelas? Somos pobres... ¿Cómo gastar en trajes?...

-¿Y para qué esos trajes? En mi casa... estamos de toda confianza... Puedes ir como estás ahora... menos lujosa aún... y hasta puedes llevarte allí la labor... Ya verás cómo te distraes allí por las noches. Tu hermanita se distraerá también, porque van a casa pollos proporcionados a su edad e irán más cuando sepan que va ella. En cuanto a tu marido... no es un requisito indispensable que te acompañe siempre. Esto sería ridículo por varios motivos; porque haría sospechar que era un celoso desconfiado, lo cual redundaría en menosprecio tuyo; o porque haría presumir que era un hombre incapaz, baldío, que no tenía negocios en que emplearse; pero, en fin, aun cuando tu marido fuera a menudo a mi casa, doy por cierto que, lejos de pesarle, se alegraría. Allí van no pocos sujetos de su posición. Se daría a conocer, ganaría amigos y hablaría de política, de hacienda, de ciencias, de todo, luciendo lo mucho que dicen que sabe... y que hasta lo presente, dicho sea en paz y sin que te enojes, no le ha servido de nada. Tú lo confiesas... no estáis muy lucidos.

-Estamos contentos... y no deseamos más.

-Esa es una virtud... pero infecunda. Cuando no se aspira no se alcanza. Es menester aspirar a todo... Mira tú mi marido... Ya te le presentaré... No vale la vigésima parte de tu D. Braulio. Y sin embargo... ¡cómo sabe ingeniarse!... Es un gerifalte... Yo hablo contigo con el corazón en la mano. Es menester que saquemos a tu marido del limbo en que vive. Tiene elementos... ¿Por qué no ha de aprovecharlos? Para filósofo, menospreciador del mundo y de sus pompas vanas, hubiera hecho mejor en no casarse con un pimpollo como tú.

-¿Qué quieres? ¡Me amaba tanto!

-¡Lástima fuera que no te amase! ¿A quién no infundirás amor? Tú, sin embargo, agradecida...

-No sólo agradecida... enamorada también...

-Conque ¿le amabas mucho?

-Y le amo todavía.

-Su claro talento te sedujo: doble motivo para que le emplee en hacerte feliz, para que se deje de vagas meditaciones y acuda a lo que importa. No sé qué agudo escritor ha comparado al filósofo especulativo con un mulo que da vueltas a una noria, atado a ella por el diablo de la metafísica, sacando agua que no bebe, y sin comer la abundante hierba y lozana hortaliza que por todas partes le rodea. Pues peor es aún cuando el filósofo o el mulo, siguiendo la pícara comparación, tiene una compañera, y la lleva de reata, y no la deja pacer tampoco.

-Mi obligación y mi gusto es seguir a mi marido por donde quiera que vaya: así me lleve a un desierto estéril como a la tierra de promisión. Por dicha, no creo que esté tan hundido en inútiles ensueños, que desconozca la realidad de la vida.

-Mejor es así. Me alegro. Sin lisonja: me va siendo muy simpático tu marido. Tiene buena facha. Se conoce que es pájaro de cuenta. Lo único que debiera reformar es el sombrero y los picos del cuello de la camisa. Son enormes. ¿Por qué no haces que se los recorten un poco?

-Es un capricho. Insiste en llevarlos así: pero no es terco en asuntos de más importancia.

-Entonces... bueno va. Con picos y todo me parece bien... muy curiosito... muy pulcro...Hasta la enormidad descomunal de los picos se me antoja ya que le da cierto carácter original y grave. Pero, señor, ¿dónde se habrá escondido el Conde?

-¿Qué Conde?, preguntó Beatriz.

-Tu más fervoroso admirador. Apenas te vio, vino a decirme que habías llegado. Lo singular es el miedo que te tiene. Es absurdo en hombre tan corrido y tan atrevido. Nada... le da vergüenza de que le presente a ti y se ha escapado. Está retardando lo que más desea... ¡Gracias a Dios! Ya viene por allí.

Beatriz dirigió la mirada hacia donde indicaba su interlocutora, y vio que se acercaba al corro el lindo y elegante Conde de Alhedin.

-¿No es verdad que es muy gentil?, preguntó la Condesa.

Beatriz hizo un gesto gracioso que nada significaba.

-Y luego, añadió la Condesa, ¡si vieras qué bueno es y qué sencillo, y qué caballero!

Nada dijo Beatriz tampoco para corroborar estas alabanzas.

Llegó en esto el Conde, y la de San Teódulo le presentó sucesivamente a Beatriz, a su hermana y a D. Braulio.

No era el Conde de la reciente escuela y última cría, que hace gala de gastar pocos miramientos con las mujeres, o si lo era, sabía distinguir ocasiones y personas, y conociendo que no ganaría con abatirse intrépida y bruscamente sobre su presa, estuvo hasta cortado y tímido en los primeros instantes. Se limitó a decir algunas palabras corteses a cada una de las dos hermanas, sin acercarse demasiado a ellas, y sobre todo, sin incurrir en la insolente ordinariez, en que ahora incurren con frecuencia los hombres, de alargar la mano a las señoras, apenas los conocen, obligándolas a que los desairen o a venir de buenas a primeras a términos de amistosa confianza.

Después buscó el modo más natural de entablar conversación con D. Braulio; y como si fuese un señor tan formal y de peso como él, le entretuvo más de media hora sobre materias importantes. Hizo más aún. Hizo algo que parecía imposible, dado lo parlanchín que era: supo callarse, escuchar con atención, y obligar a D. Braulio a que hablara, de lo cual D. Braulio salió encantado.

Por último, haciendo la conversación general, soltó el Conde la rienda a su buen humor, ensartó mil chistosos desatinos, dentro siempre de los límites, no ya sólo de la decencia, sino de la más delicada urbanidad, y divirtió y regocijó a la reunión, logrando hacerse simpático a todos.

Preparados así los ánimos, cuando acababan de dar las once, la Condesa propuso abandonar ya los Jardines e ir todos a su casa a tomar el té. D. Braulio, a pesar de que había reído las gracias del Conde y estaba contento de que le hubiese escuchado discretear, se escamaba de tanto obsequio y sentía no poco sobresalto de ver cómo se iba metiendo en los trotes del gran mundo; pero no supo resistirse. La Condesa le iba a llevar hasta la casa de ella en su coche. Después, desde la casa de la Condesa a la de D. Braulio había pocos pasos que andar. Allanadas así las dificultades, hubiera sido una grosería no aceptar el convite.

D. Braulio aceptó pues; y en compañía de su mujer y de Inesita, los cuatro en el mismo landó abierto, fue aquella noche a la tertulia íntima y diaria de la Condesa de San Teódulo.