Pasarse de listo: 10
Capítulo X
Por lo general, no hay tertulia o reunión para divertirse donde no se baile o se juegue a los naipes. Sin tresillo para los viejos y sin polkas y valses para los jóvenes, todos por lo común se aburren. Es de admirar, por lo tanto, una tertulia, como la de nuestra Condesa, donde sólo con charlar se divertía la gente. La mujer que logra tener una tertulia así, puede jactarse de haber puesto una pica en Flandes. Cuantos sepan de estos negocios mundanos tendrán que reconocer en la mujer que presida tal tertulia, no comunes dotes de entendimiento.
Otras singulares virtudes resplandecían también en Rosita. Era tan buena para amiga, como mala para enemiga. A su marido le quería, le cuidaba y le mimaba como la consorte más fiel y más amante. No había impedido esto que hubiese estimado después y querido de otra manera, y con otros tonos y matices de cariño.
Las mujeres, por lo común, no entienden que haya más que un solo cariño, que dan por completo a alguien o que reparten de este modo o del otro. Rosita no era así. Rosita entendía y sentía varios cariños, que no se destruían entre sí y que se armonizaban lindamente. Al Conde de San Teódulo le quería de un modo; a su poeta le quería de otro; y sobre estos afectos, propios y exclusivos de la mujer, surgían otros que parecían arrancar del fondo esencial del espíritu, donde ya no hay diferencia de mujer y hombre: del principio neutro, antes de que adquiera determinación sexual. Quiero decir con esto, que Rosita amaba a muchos de sus tertulianos con una amistad parecida a la que un hombre puede sentir por otro hombre, con más cierta dulzura inefable que ella, por ser mujer, y mujer bonita aún, atinaba a poner en esta amistad, completamente ajena a todo sentir amoroso.
El primero de estos amigos de Rosita era el Conde de Alhedin. Entre Rosita y el Conde no había secretos. Todo se lo confiaban. El Conde buscaba en su amiga consolación para sus disgustos, y consejos para sus dificultades. Rosita admiraba el talento del Condesito; le reía todos los chistes; hallaba que nadie era más discreto que él; ni su poeta, ni su marido, valían un pitoche al lado del Conde, y por él hubiera hecho Rosita cualquiera sacrificio. Nunca, sin embargo, ni el Conde había pensado en enamorar a Rosita ni ésta en enamorar al Conde.
Fundadas tan poéticas relaciones en la estimación mutua, para Rosita era el Conde de Alhedin como un oráculo, sobre todo, cuando se trataba de una ciencia que nos atreveremos a llamar Estética social: esto es, de calificar a las personas y a las acciones y a las cosas de elegantes, de distinguidas y de bellas. Una sentencia del Conde de Alhedin sobre feo o bonito, sobre buen tono o mal tono, sobre distinción o falta de distinción, era inapelable para Rosita.
De este modo se comprenderá su entusiasmo súbito por sus antiguas amigas del lugar. El Conde se se las había descrito como dos portentos, y Rosita había dado por cierto que lo eran.
Deseosa entonces de lucirlas en su tertulia, alegre de ver que el entusiasmo de juez tan competente como el Conde recaía en sus casi paisanas, y anhelando que el Conde las conociera y tratara, buscó y halló, como hemos visto, a Beatriz y a Inés.
El Conde mismo, en cuanto las vio, había ido a avisar que venían, por donde fue harto fácil a Rosita reconocerlas.
Por lo demás, ni en esto hubo plan pecaminoso, ni propósito maquiavélico, ni concierto alguno entre el Conde de Alhedin y su confidente. Nada se había tramado ni contra la virtud de Beatriz, ni contra la inocencia de Inés, ni contra el honrado reposo de D. Braulio.
Rosita buscó con alegría y orgullo a sus semi-paisanas, fiada en los encomios del Conde. Cuando las halló, o sea porque estuviese bien predispuesta, o sea porque ellas lo merecían todo, le parecieron mejor aún, cada una por su estilo, que lo que había dicho el Conde. Y como Rosita no era envidiosa, cuando no había celos ni emulación de por medio, deseó todo bien a sus amigas, y fue sincera en cuanto con Beatriz había hablado. Le pasó por la cabeza que en su casa podría hallar Inesita un buen novio; consideró posible que en su casa saliese D. Braulio de su oscuridad, y como le juzgaba pájaro de cuenta, vino a fingírsele en breve tiempo o Director general o Ministro, haciendo mil negocios útiles a la patria, y sobre todo a su marido; y no le pareció tampoco inverosímil que en su casa Beatriz y el Conde de Alhedin llegasen a enamorarse perdidamente el uno del otro; pero en esto no atinaba a ver Rosita, dado que ocurriese, y que ocurriese con la debida circunspección, nada de trágico, ni siquiera de desagradable para don Braulio, quien, según ella misma había declarado, le era simpático de veras, y de quien ya formaba elevadísimo concepto.
Con tales ideas respecto a sus nuevas, o mejor dicho, renovadas amigas, la Condesa de San Teódulo se deshizo en amabilidades.
Beatriz estuvo en la tertulia encantada y encantadora. Satisfecha de verse atendida y mimada por todos, desechó la cortedad y tomó la tierra, como si hiciera ya años que asistiese en aquellos salones. Todos, hasta los más difíciles, admiraron su ingenio a par de su belleza, y celebraron la natural sencillez de su trato, su no aprendida sino ingénita elegancia, y su espontánea gracia andaluza. Aunque con la embriaguez del éxito propendía Beatriz a hablar demasiado, sabía contenerse y templarse para no pasar por desenvuelta y parlanchina. Merced a su reflexiva prudencia, estuvo, pues, inmejorable.
Inesita, por su estilo, estuvo asimismo muy bien. Su serenidad olímpica, su calma divina, no la abandonó ni un instante. En medio del lujo y los esplendores de aquella casa, antes desconocidos para ella, no sintió, como su hermana, que le subía a la cabeza algo semejante a los vapores del Champagne; y sin la indiferencia selvática del rústico, y sin el afectado desdén del vano y orgulloso, no se maravilló de nada, dejando ver que lo comprendía y lo estimaba todo, aunque no lo hallaba extraño a su condición. En suma, Inesita estuvo en la tertulia como pudiera haber estado una princesa real, para quien todas aquellas magnificencias eran elemento propio, o más bien, quedaban por bajo del elemento que ella respiraba y en que su alma vivía.
Esta serenidad de Inés hubiera podido pasar por orgullo si no estuviese suavizada por una mansedumbre angelical; tal vez se hubiera confundido con la necia apatía, si en la luz de sus pupilas, claras y profundas a la vez, no destellase la inteligencia. Quien fijaba su mirada en la de ella, creía penetrar a través de mágicos cristales en el seno de un encantado palacio, lleno de misterios, o imaginaba hundirse hacia el fondo de transparente lago, poblado de hermosas y vagas creaciones, cuyos divinos contornos no atinaba a comprender con fijeza, porque el más leve suspiro del aura rizaba las puras ondas, y éstas, sin perder ni en claridad ni en pureza, desvanecían y esfumaban toda imagen.
En cuanto a D. Braulio, menester es confesar que estuvo bastante encogido y fuera de su centro en la tal tertulia.
Ya sabemos que era muy escamón, como dicen en su tierra. Así es que, si bien disimulaba con habilidad, andaba con la barba sobre el hombro, y le parecían los dedos huéspedes. Era listo, pero presumía de ladino, y llegaba a ser sobrado malicioso. Formó, pues, de la tertulia un concepto muy diferente del que doña Beatriz había formado.
Aunque D. Braulio había vivido casi siempre en lugares y pequeñas ciudades de provincia, y aunque en Sevilla, durante los primeros años de su matrimonio, había estado retiradísimo, sin tratar nunca con lo que llaman el gran mundo, él le concebía y le comprendía más bello de lo que ahora se le presentaba. Dudó, por consiguiente, que aquel fuese el gran mundo puro, sino un remedo falso de él, como el similor es remedo del oro. Y ya en este camino, fue más allá de lo razonable, e hizo juicios aventurados, entendiéndolo todo grotescamente y trabucando las cosas.
Los Condes de San Teódulo le parecieron un si es no es Condes de pega, y aunque en la tertulia había sujetos de verdadero valer y clase, el concepto un poco turbio que tenía don Braulio de los amos de la casa, hubo de proyectar cierta sombra oscura sobre los que a la casa asistían. De casi nadie pensó bien. ¡Extraña condición de los seres humanos! Uno sólo se ganó desde luego toda su confianza; uno sólo le pareció elegante, distinguido, noble por completo, discretísimo, ilustre, ameno, dulce y leal: el Conde de Alhedin.
Viéndole cuchichear a menudo con Rosita y estar en la casa con más desenfado que los otros, D. Braulio, pasándose de listo en esta ocasión, hizo un arreglo allá en su mente, y decidió que el Conde de Alhedin representaba en aquella casa el papel que en realidad representaba el poeta Arturo.
Allá en su interior, D. Braulio perdonó benignamente al Conde este extravío, y considerando sus excelentes prendas, y sin recelo de nada por este lado, casi intimó con él.
En cambio, al poeta, que era muy entrometido, que desde luego trató con la mayor confianza a las dos hermanas, que se acercaba muchísimo para hablar con ellas, así por mala educación como por ser algo corto de vista, y que echó a Beatriz en verso y en prosa una infinidad de piropos, D. Braulio le tomó tirria y le miró como a un D. Juan Tenorio menesteroso y de tercera o cuarta clase.
De todos modos, a D. Braulio no le encantó la tertulia; pero D. Braulio tenía una pauta para su conducta, de la que había decidido no apartarse.
Tal como está la sociedad, y fuese cual fuese el ideal que él tenía del gran mundo, lo cierto era que la casa de los Condes de San Teódulo era una casa respetable, donde cualquiera otro en su posición se hubiera quedado contentísimo de ser admitido. D. Braulio podía pensar lo que se le antojase de Rosita y de su marido; podía denigrar, allá en el fondo de su severa conciencia, la tertulia con sus tertulianos; pero ante el mundo, dentro de las condiciones de esta vida que vivimos, no podía oponerse, sin pasar por hurón, por celoso y por tirano, a que su mujer siguiese yendo a dicha tertulia.
D. Braulio no quería además contener a su mujer con sermones, ni con severidad, ni con mandatos. Quería sólo de ella amor por amor. Su plan estaba trazado. No podía ni debía oponerse a que Beatriz tratase a Rosita ni a que estrechase lazos de amistad con ella. Conveníale, por último, dar aviso a su mujer acerca del valor moral de Rosita, a fin de que no se engañase; pero disimular luego su disgusto, si su mujer seguía tratándola. Y esto hizo don Braulio.
Habrá quien crea que D. Braulio hizo mal y que era débil de carácter. Aquí no le damos como dechado de fortaleza. Le pintamos tal como es.
Diremos, no obstante, en su abono, que son muy raros los Catones. Todos se informan de la conducta de los criados que van a recibir en casa, y nadie de la de aquellas personas con quien tratan e intiman su mujer y sus hijas, siempre que dichas personas salven las apariencias y no estén mal vistas en el mundo.
En suma, ya con la tolerancia, ya con el beneplácito de D. Braulio, doña Beatriz e Inesita, desde aquella noche en adelante, siguieron yendo con frecuencia a la tertulia de la Condesa de San Teódulo, y siendo su más preciado ornato y atractivo.
Rosita, además, las llevaba a veces en su compañía, ya al teatro, ya a los Jardines, ya al paseo, ya a comer en su casa.
D. Braulio, según sus quehaceres o su humor, iba o no iba con su mujer y su cuñada a estas diversiones y fiestas, a las que Rosita tenía buen cuidado de convidarle siempre.