Pasarse de listo: 11
Capítulo XI
Pasaron meses desde la noche en que por vez primera habían aparecido en la tertulia de la Condesa D. Braulio, su mujer y su cuñada.
Todas las prudentes reflexiones de D. Braulio a su mujer habían sido inútiles. Beatriz gustaba de brillar en sociedad, y ante esta consideración daba poca importancia a los consejos de su marido. Parecíanle tal vez exageradas cavilaciones de un hombre ya anciano. No desconocía ella que en el fondo D. Braulio tenía alguna razón al sostener que la tertulia de los de San Teódulo no era el verdadero gran mundo, no era el legítimo buen tono; pero ¿podía su marido llevarla a ese gran mundo? Sin duda que no. ¿Había, pues, de desistir ella de ir a parte alguna; había de seguir encerrada entre cuatro paredes en la flor de su juventud, y condenar a Inesita al mismo suplicio, porque no hallaba una sociedad perfecta, por todos estilos, donde poder presentarse?
En varias discusiones que tuvo Beatriz con su marido, acerca de este negocio, siempre le hizo callar y salió victoriosa.
Sus argumentos eran, en verdad, difíciles de rebatir. Para todo tenía respuesta.
-La Condesa de San Teódulo tiene mala reputación, decía D. Braulio.
-Será una calumnia, contestaba Beatriz.
-¿Y si lo que se dice contra ella es fundado?
-Entonces... ¿qué se le ha de hacer? A bien que no es enfermedad contagiosa.
-Quiero conceder que no se dé el contagio cuando no hay predisposición para ello; pero al menos tú me concederás que la mala fama trasciende; que la maledicencia no sólo se ceba en quien lo merece, sino en las personas que rodean a quien lo merece, aun cuando no sean cómplices suyos.
-Eso quizás será verdad; pero a fuerza de querer probar mucho, no prueba nada. Si toda mujer virtuosa, con sólo tratarse con otra que no lo es, se expone a que confundan e igualen su conducta con la de su amiga, lo mejor es no tratarse con nadie, vivir como en el sepulcro. ¿Qué quieres? ¿Voy a pedir un certificado de virtud a las mujeres con quien hable? Dices tú que la de San Teódulo no es del gran mundo verdadero. ¿Habrá más virtud en las mujeres del verdadero gran mundo? ¿No se habla de ellas como se habla de mi amiga? Pues si descendemos, si pretendes que me trate con la mujer del escribiente, del portero o del empleadillo, ¿de dónde infieres tú que he de hallar en ellas toda la severidad de Lucrecia? ¿Está acaso vinculada la virtud en la gente humilde? ¿Es la honestidad privilegio exclusivo de las hembras menesterosas? Desengáñate, Braulio; lo que tú quieres es que vivamos aquí tan aislados como en Sevilla, hechos unos hurones, sin tratarnos con un alma. Yo por mí me resignaría... por darte gusto, aunque bien conoces que es muy duro... Soy joven aún... Tú, ocupado en tu secretaría y en tus estudios, apenas me acompañas. ¿He de vivir en eterno soliloquio? Y luego, la pobre Inesita... que no tiene, como yo, un marido a quien complacer y a quien amar, ¿por qué ha de ser víctima de ese antojo tuyo?
Tales razonamientos ejercían un poder invencible en el alma de D. Braulio. Nada hallaba que contestar a ellos, y se callaba.
Beatriz, al verlo callado y casi rendido, le dirigía una mirada amorosa, le sonreía dulcemente, le hacía un cariño, y D. Braulio acababa de someterse. No sólo no era capaz entonces de prohibirle que fuese a la tertulia de la de San Teódulo, sino que no hubiera acertado a oponerse a cualquiera locura que ocurriese a su mujer.
Allá, en lo interior de su alma, D. Braulio le daba razón en todo, no ya meramente por el afecto que le profesaba, sino por la hechura de su entendimiento y por la condición y carácter de sus ideas.
-¿Qué derecho tengo yo, decía entre sí, para que esta hermosa mujer, tan discreta, tan graciosa, tan a propósito para ser el encanto y la admiración de quien la trate, se sepulte en vida en castigo de haberme amado y de haberme tomado por marido? ¿Qué derecho tengo yo para imponer además la misma pena a su linda hermana, más joven aún y no menos a propósito para lucir en el mundo? Hasta es ridículo mi antojo de que sea virtuosa la sociedad que frecuenten. ¿Dónde voy a hallar eso? La sociedad no es virtuosa ni viciosa. Lo son las personas que la componen. Y el vicio es más común que la virtud.
Otras veces pensaba D. Braulio:
-Si yo prohibiese a mi mujer que fuese a acompañar a la Rosita, todos los que lo supiesen o presumiesen se burlarían de mí..., y con razón. Daría yo muestras de una desconfianza que no me honraría ni honraría a la compañera de mi vida. Haría creer que la sospechaba de liviana o de fácil. Ejercería contra mi mujer un acto tiránico, que tendría, además, algo de infamatorio. Ella tendría entonces razón para dejar de amarme..., para, odiarme..., quizás para despreciarme.
La sola suposición de que su mujer viniese a no amarle, a odiarle o a despreciarle..., agitaba los nervios del infeliz. Se sentía convulso, como si el cielo fuese a caérsele encima..., y sólo se serenaba..., sólo pasaba aquella tempestad de su alma..., cuando acudían las lágrimas a sus ojos y desahogaba con ellas el sentimiento del corazón.
Beatriz e Inesita quedaron, pues, en libertad completa de ir con Rosita a todas partes, y no dejaron de aprovecharla. D. Braulio se hacía cómplice de esto, acompañándolas no pocas veces. Entonces solía sentir las más opuestas emociones. Unas eran agradables; otras muy desagradables, pero todas hábilmente disimuladas por él.
Las emociones desagradables de D. Braulio nacían de la desconfianza de sí mismo que le atormentaba. Se reconocía fatigado, melancólico, viejo, poco ameno, mal vestido, nada elegante, y a cada paso veía hombres cuyas prendas de entendimiento, cuyo valer moral, cuya alma, en suma, le parecían muy inferiores a lo que en su ser propio notaba y estimaba, pero que eran al mismo tiempo tan superiores a él en todo lo que más fácilmente se nota y se estima, como, por ejemplo, distinción y soltura en los modales, juventud, hermosura física, salud y brío, amenidad y alegría en el trato, ligereza y gracia en la conversación, que miraba como prodigio inexplicable que su mujer no gustase, más que de él, de cualquiera de dichos hombres.
Corroboraba en su mente tan triste persuasión el pensamiento de ciertas habilidades que él veía en otros hombres, y de las cuales se juzgaba incapaz. El vals era su desesperación. Se admiraba de un hombre que valsase bien; le parecía precioso, encantador valsando, y decía para sí: «¿Qué pensará mi mujer de mí que no valso?». Más aún se admiraba de los jóvenes que cazan, que tiran a la pistola y al florete, que patinan, que montan bien a caballo, y que son ágiles y fuertes para todo esto. Hasta los que lidian becerros o van airosos en velocípedo, le causaban envidia. Allá en su conciencia, con todo secreto, se declaraba a sí propio nuestro D. Braulio que, de ser mujer, estaría él muy a punto de enamorarse de un guapo mozo que tuviese dichas habilidades. Así es que se daba el infeliz al diablo, y de fijo hubiera hecho pacto con él entregándole su alma, si de la noche a la mañana le hubiese transformado de torpe en ágil y de enclenque en robusto, concediéndole la virtud de patinar, valsar, cabalgar, esgrimir, torear, cazar y velocipedear.
Apenas quería creer D. Braulio en el espiritualismo de las mujeres cuando suelen preferir a las susodichas habilidades otras virtudes varoniles; pero aun siendo así, ¿qué pruebas había dado él de estas otras virtudes? ¿Qué batalla campal había ganado? ¿Qué poema había escrito? ¿Qué discurso había pronunciado en las Cortes? ¿Qué sumas había ganado en la Bolsa, en el juego o en los negocios? ¿Qué cuadro había pintado? ¿Qué estatua había esculpido? ¿Qué flamante sistema de filosofía había creado en su mente? ¿Qué nueva máquina o artificio había dado a la industria humana?
Don Braulio se abismaba en tales meditaciones, y salía de ellas tan mezquino y ruin a sus propios ojos, que se infundía lástima. Se sentía amilanado y postrado.
Miraba a su mujer, que en realidad era hermosa, elegante, discreta. Se le aparecía digna de un trono; digna de ir en magníficos carruajes; de pisar alcatifas de Persia; de vestir blondas y sedas riquísimas; de recibir adoraciones de sabios y de valerosos y de ricos; de premiar el mérito, la destreza, la poesía, la ciencia y la audacia con una dulce mirada de amor. Y como D. Braulio no había hecho nada para obtener el premio, casi se persuadía de que le estaba usurpando, de que era un detentador miserable.
Doña Beatriz, en tanto, tenía encantados a todos los hombres de la tertulia de su amiga. Su alegría era comunicativa, su charla deleitosa. Decía mil chistes, sutilezas y discreciones, que se aplaudían y gustaban más aún por el acento sevillano con que los decía, por la expresión de su rostro, por la viveza de sus ojos, y por los frescos y colorados labios, y blancos, iguales y apretados dientes, por entre los cuales brotaba suave, argentina y simpática su fácil y espontánea palabra. Sabía ella además infundir amor y respeto. Los mismos que codiciaban su hermosura la cercaban reverentes. Hasta el poeta Arturo dejó de acercarse demasiado y se contentó con doblar los lentes para verla mejor.
De contemplar esto nacían las emociones agradables de D. Braulio. Aquella mujer tan admirada y codiciada era suya. La que, tal vez, o de seguro y sin tal vez, inspiraba amor a muchos hombres de valía, la que con una mirada, con un ligero favor, los hubiera podido llenar de orgullo y de dicha, le amaba a él sólo, y para él solo guardaba toda la ternura de su corazón, y todo aquel tesoro de belleza, tan deseado y encomiado.
Don Braulio, no obstante, era una de aquellas criaturas en quienes toda emoción grata dura poco, a quien acude súbito la idea triste que envenena dicha emoción.
-Mas ¿por qué, se decía, soy yo el que ella ama, el único dichoso, el dueño del tesoro, el que tiene la llave de su corazón? Por una casualidad, primero: por haberla hallado en un lugar donde nadie había que compitiese conmigo. Y después, por un contrato, consagrado por la religión: por un deber moral, legal y religioso, que la impulsa a amarme de un modo exclusivo. Si este, aquel o el otro fuese su marido, en vez de serlo yo, ¿no le querría como a mí me quiere? ¿Quién sabe? Quizá le querría más.
Entonces recordaba D. Braulio y analizaba en su mente toda caricia, toda palabra de amor, toda señal de simpatía, y pugnaba por descubrir en ello lo que sólo procedía de amor, apartando lo que del deber, unido a la bondad y hasta a la compasión, acaso procedía. Casi siempre sacaba de este análisis, que todo se evaporaba, en bondad, en cumplimiento de una obligación, en deseo de no afligir, en agradecimiento, y que nada quedaba para el amor en el fondo de la retorta, donde su impía crítica había puesto a alambicar las muestras todas de cariño que doña Beatriz le había dado desde que se casaron.
Fingíase, por último, a doña Beatriz casada con un hombre joven, hermoso y brillante, con un hombre a quien ella pudiese amar y amase con toda la energía del alma juvenil; y entonces imaginaba D. Braulio coloquios, éxtasis, arrobos, ternuras inefables, deleites infinitos, glorias divinas de amor, ocultas aún en el fondo del alma de doña Beatriz; todo un cielo de bienaventuranza allí sumido, y que él no había jamás hecho surgir y aparecer con sus débiles conjuros. Considerábase como dueño de un arca misteriosa, fabricada por los genios, arca de cuyo exterior y somera beldad gozaba él solo a todo su sabor y talante, mientras que ocultaba en su seno la joya más rica, la felicidad más cabal en este mundo, un trasunto del Olimpo, del Edén y de cuantos Paraísos y Campos Elíseos soñaron los poetas y los videntes antiguos, la visión beatífica, la unión esencial del alma con el objeto condigno de su anhelo insaciable; pero arca que no mostraba todo esto a quien no tocase el resorte que había de hacerlo aparecer, y que él no tenía ni fuerza, ni maña, ni merecimiento para tocar. Don Braulio se desesperaba, perdiéndose en tan crueles meditaciones, de las que no quería confiar nada a su mujer, ni tal vez hubiera acertado a confiarle algo, aunque hubiera querido.