Peñas arriba/Capítulo VI

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Capítulo VI

Dios, que, como dice el adagio, aprieta, pero no ahoga, permitió que a aquella triste noche siguiera un día muy risueño, con el cielo barrido de nubes y un sol que, aunque pálido y frío, iluminaba el valle y decoraba las cumbres de los montes envolviéndolas en nimbos de luz reverberante. Yo recibí la primera salutación del astro vivificador de la madre tierra como uno de los mayores beneficios que podía otorgarme el cielo en medio de la oscura soledad en que me veía, y mi tío se apresuró a aconsejarme que aprovechara la «escampa», que había de ser de larga «dura» por señales que él consideraba infalibles, para «hacerme a las armas y tomar la tierra como era debido y cuanto más antes». Diome con el consejo informes y programas que me parecieron excelentes; y como no tenía a mis alcances otros recreos más tentadores y de mi gusto, opté por lo que se me proponía, y me dispuse en el acto a echarme a la montaña, que vale tanto allí como en el mundo culto y refinado «echarse a la calle», es decir, a la ventura de Dios, «a matar el tiempo».

Antes de salir de casa entró en ella el médico, que iba a saludarme aprovechando la oportunidad de la visita casi diaria que hacía a mi tío, particularmente desde su última y grave enfermedad. Era un mozo que andaría con los treinta años, no muy corpulento, pero de recia complexión; de pelo y barba cortos, negros y fuertes; de mirada firme, pero sin dureza; agradable de cara y de voz; muy sobrio de palabras; limpio, holgado y modesto de traje, y natural de un pueblo de los ribereños del Nansa. Esto fue todo lo que de él supe en aquella ocasión. Su visita fue breve, y nos despedimos muy afablemente, quedando yo muy complacido de aquel hallazgo en Tablanca, más por lo que se leía en la cara y en el aire del mediquillo, que por las ponderaciones que de sus prendas hizo mi tío al presentármelo. Bajamos juntos hasta el portal, echando él enseguida por la cambera del pueblo y yo por otra diametralmente opuesta, hacia la montaña.

Acompañábame Chisco, por donación muy recomendada de su amo, con la misma vestimenta y el propio calzado con que le había conocido yo en el paso de la cordillera, y nos acompañaba a los dos un perrazo sabueso; llamado Canelo, de una casta para mí singularísima por lo grande, que iba perpetuándose en casa de mi tío desde que su padre fue mozo y cazador. Chisco llevaba una escopetona de pistón con anchas abrazaderas reforzadas con bramante encerado sobre el larguísimo cañón roñoso, un cuerno para la pólvora y una bolsa de badana verde para el perdigón y las postas que iban mezcladas con él. Yo una elegante y fina Lafaucheux de dos cañones, canana correspondiente, cuchillo de monte, borceguíes de ancha y recia suela claveteada, polainas de cuero inglés, y todo el equipaje, en suma, de un cazador de figurín. Chisco me miraba de reojo y hasta se sonreía un poquillo, particularmente cuando se fijaba en mi calzado, y, sobre todo, cada vez que me veía resbalar en la arcilla blanda o sobre las lastras de los encalabrinados senderos. Al fin llegó a declararme que para pisar firme no tendría más remedio que apechugar con un par de almadreñas como las suyas; que lo de mi ropa, «podía pasar», y que, en cuanto al armamento, «ya se vería». ¡Vaya si tenía camándulas el mozallón! Por de pronto, ni él ni yo íbamos entonces propiamente «de caza», sino de paseo; sólo que así como en las tierras llanas se pasea un hombre con un bastón en la mano o con las dos desocupadas, allí se pertrecha el paseante de armas y de municiones por lo que pueda acontecer.

Como la excursión me resultó muy entretenida y también muy provechosa, porque me dio buen apetito y mejor sueño, al día siguiente la repetí, aunque por distinto lado de la montaña, pero sin extender mucho más que en la anterior el radio de mis valentías, porque el teatro de mis experiencias era vastísimo, y el aprendizaje muy duro de pelar.

A los tres o cuatro días de andar en estas pruebas y continuando el tiempo alegre y primaveral, se unió a nosotros Pito (Agapito) Salces, «Chorcos» de mote, hijo de un casero de mi tío; buen cazador también, como casi todos los hombres de aquel valle; algo torpe de magín y muy largo y deslavazado de miembros. Le había conocido yo en casa una noche, y me habían caído muy en gracia su catadura y sus «cosas»; por lo que mi tío, que pescaba en el aire las ocasiones y los medios de agasajarme, dispuso que desde el día siguiente se agregara a Chisco para acompañarme en mis correrías. Era además muy amigo de éste, y a los dos les supieron a gloria el licor de mi frasquete y los cigarros de mi petaca en cuanto los cataron.

A todo esto, yo no había estado en el pueblo más que una sola vez, y ésa muy de pasada y muy temprano, casi de noche todavía, yendo a la misa primera de don Sabas; ni conocía de cerca a otras personas que las que frecuentaban la cocina de mi tío, con el cual no había hecho nunca conversación empeñada sobre cosa alguna... ni siquiera sobre Facia, cuyo aspecto singular y un tanto misterioso me llamaban mucho la atención, particularmente desde una noche (la del tercer día de mis excursiones a la montaña) en que la hallé, saliendo yo de mi aposento, como extraviada en los pasadizos, con el farol en la diestra, la mirada de espanto y el andar de una sonámbula. Se estremeció al verme de improviso junto a ella, y me pidió perdón por haberme tomado por... No me dijo por qué ni por quién; pero rompió a llorar y huyó a ocultarse en el cuarto frontero a la puerta de la escalera, el cual habitaban ella y Tona. En un momento en que me hallé a solas con mi tío, antes de recogerme aquella noche, le hablé del suceso. De pronto me pareció algo picado de la curiosidad; pero enseguida cambió de aspecto, se encogió de hombros y me dijo:

-Está mema la infeliz. Cosas de ella. Siempre es por ese arte.

También se me había antojado que Chisco miraba a Tona con muy buenos ojos. De esto no hablé a mi tío; pero sí al mozallón, y por hablar de algo, subiendo los dos solos una vez al «Prao-Concejo».

-¡Jorria! -me contestó trepando delante de mí, sin detenerse un punto ni volver la cara, pero sacudiendo al aire su mano derecha.

No me sacó de dudas la respuesta, y le pedí otra más terminante. Diómela en estos términos:

-No estarían mal puestus en eya los pensaris de unu... ¡y esu que!... Pero van los míos jacia muy otra parti. Los de Pitu, pongo el casu, ya es pleitu difirente.

-Conque Pito... Y ella, tan repolluda y tan guapota, ¿le corresponde?

-Esu es lo que yo no sé... ni pué que lo sepa él tampocu.

-Es muy posible... aunque antes has puesto una tacha a esa buena moza.

-¡Una tacha!... Y ¿cuál fue eya?

-No la pintaste muy clara, pero la diste a entender. Después de ponderar por cosa buena a la moza, añadiste «y eso que...» como quien dice: «no es oro todo lo que reluce».

-Lo diría yo, si es casu, por su padre... o por su madre.

-Y ¿qué tienen su padre o su madre que tachar?

-¡Qué sé yo! Historias.

-Conque historias... ¿Y quién es el padre?

-Echeli usté un galgu.

-¡Anda, morena! ¿Y la madre?

-¡Ahora sí que panojó! ¡Y la tien él en casa!

-¿Quién, hombre de Dios?

-Usté.

-¿Yo?

-Usté mesmu... ¿Pa qué demontres quier los ojus de la cara, si no es pa ver lo que está delanti de eyus?

-Acaba de decirlo con mil demonios que te lleven: ¿quién es la madre de Tona?

-Pos Facia.

-¡Facia! -exclamé lleno de asombro-. Pero ¿Facia es casada?

-Por lo vistu -me respondió el mozallón con mucha flema.

-¿Con quién? -volví a preguntarle.

-Esa es la historia -respondióme él apuntando al suelo hacia atrás con el índice de su diestra, sin volver la cara ni disminuir el paso.

-Pues cuéntamela enseguida -le dije yo entonces, sentándome a horcajadas en el pico de una roca que sobresalía a un lado del sendero, no tanto por oír más a gusto lo que Chisco me relatara, como por descansar de la fatiga que me iba dando aquel nuestro incesante subir por la ladera del agrio monte. Habíamos ganado el primer tercio de su altura, y estábamos ya dentro de los términos de la gran mancha verde que se veía desde la casona «de mis mayores», es decir, del «Prao-Concejo», que desde allí me parecía interminable, inmenso, en la dirección oblicua de la senda que llevábamos. Chisco, cuando notó que yo me había sentado, se detuvo, volvióse hacia mí, se sonrió a su manera al verme tan bien acomodado, y, por último, retrocedió lentamente.

-Cuéntame eso -le dije en cuanto se detuvo a mí lado-; pero con todos sus pelos y señales.

Para infundirle buenos ánimos le di un trago de los de mi frasquete, que era la mejor golosina para él, y un cigarro de los mayores de mi petaca. Bebió y paladeó el confortante licor, relamiéndose de gusto, y echó después una yesca, mientras yo contemplaba a vista de pájaro el vallecito de Tablanca, con sus casitas trepando mies arriba detrás de la de mi tío, sola y encaramada en lo alto, como si se hubiera detenido allí para animarlas con la voz y algunas cuchufletas de don Celso; y, por último, recostándose contra el terreno y estribando con las abarcas en las asperezas del camino, me refirió lo siguiente, que yo traduzco, poco más que en sustancia, al lenguaje vulgar, con verdadero sentimiento, porque no me es posible, por falta de memoria y de costumbre, reproducir al pie de la letra aquel pintoresco lenguaje, cuyo sabor local excedía con mucho, en interés, al asunto relatado.

Facia era, en efecto, una huérfana desvalida cuando la recogieron mis tíos en su casa. Educóse y creció en ella; llegó a ser una gran moza, porque tenía de quién heredarlo, lo mismo que el ser honrada y discreta; y por buena moza, y por honrada, y por discreta, y hasta por muy agradecida, pasaba, y con razón, en el pueblo, cuando se presentó en él, como llovido de las nubes, cierto galán, un baratijero que asombró a Tablanca, no sólo por las maravillas, jamás vistas allí, de la tienda que plantó en un ferial del valle, sino por el encanto de su pico, por la «majura» de su cara y por el rumbo de su porte. Como moscas acudían a su tenducho reluciente los pobres papanatas de la feria, y como moscas caían en la miel de sus ponderaciones y lisonjas, dejando en el cebo engañador hasta el último maravedí de los ahorrados para fines bien distintos. Para las mujeres, sobre todo, tenía el charlatán un anzuelo irresistible; y para las buenas mozas, en particular, un «aquel» que las atolondraba. Tan bien le fue al indino en aquel empeño, que acabada la feria trasladó el tenducho al pueblo y le abrió en un cobertizo que improvisó junto a la iglesia. A creerle por su palabra, él no era traficante por necesidad, sino por lujo. Le gustaba correr el mundo y ver de todo, y para lograrlo a su antojo, como era rico por su casa y le sobraba el dinero, le corría de aquella manera, comprando alhajas «a todo coste» en las grandes ciudades de la tierra, para cedérselas a los pobres hombres y a las buenas mozas de los lugarejos por un pedazo de pan. Así daba él perlas finísimas de Oriente al precio de los garbanzos de Castilla; puñalitos de Damasco y relojes de oro, más baratos que las navajas de Albacete y las coberteras de hojalata. Como había visto muchas tierras y estudiado muchos libros, sabía un poco de todo cuanto había que saber, y daba remedios, y aun los vendía, al «desbarate», por supuesto, para toda casta de enfermedades... y de contratiempos, porque, en su opinión, nada existía verdaderamente incurable, sabiendo buscar a las cosas su motivo, como lo sabía él, por haber estudiado muchos libros y haber corrido muchas tierras. Aquella segunda campaña de baratijero fue una barredera en el lugar. Ni una mota dejó el pícaro en Tablanca. Particularmente Facia, que era de suyo sencillota y noble, se despilfarró. Gastó en gargantillas de todos colores, en sortijas, espejucos y alfilerones de todas hechuras, un dineral: todo lo ahorrado de sus soldadas y algo más que pidió a cuenta, afrontando valerosa las indignidades con que la apostrofaba su amo. Porque resultaba que aquellos antojos insaciables y aquel atrevimiento inconcebible en la, poco antes, tan modesta, comedida y respetuosa muchacha, dimanaban de un «qué sé yo de mal aquél», a modo de maleficio, y que «la jalaba, la jalaba» contra su gusto hacia las baratijas de la tienda, y muy particularmente hacia los donaires del baratijero. Como éste le había notado la inclinación y era ella (sin ofender) la mejor moza entre las muchísimas y muy buenas que había en el lugar, apretó el pícaro las lisonjas y los chicoleos, y hasta la rondó la casa por las noches y la cantó unas coplas «finas» al son de una guitarra «que propiamente hablaba entre sus manos». En fin, que la inocente borrega llegó a prendarse en tales términos del hechicero galán, que solamente le quedó una pizca de juicio, lo puramente indispensable para responderle en uno de sus asedios más obstinados, que «en siendo como Dios mandaba y por delante de la Iglesia y para vivir en Tablanca a la vera de su amo, cuando lo tuviera por conveniente».

Contuvo el hombre sus ímpetus con la respuesta; meditóla durante algunos días; resolvió al cabo que sí; corrióse la noticia por el pueblo; envidiaron a Facia su loca fortuna todas las mozas de él; llegó el caso a oídos de don Celso; tocó el cielo con las manos; puso a la infeliz enamorada de loca y de sin vergüenza que no había por dónde cogerla; juró y perjuró que el baratijero era un bribón de siete suelas; que no había más que mirarle a la cara para convencerse de ello; que sabe Dios dónde sería nacido, de dónde vendría y por dónde habría andado hasta entonces, y que por la cruz de Jesucristo considerara esto y lo otro y lo de más allá... Como si callara. El hechizo estaba tragado, y Facia no cejaba un punto en su empeño. Bien persuadido entonces su amo de que no había razonamiento capaz de convencerla, ni medida rigurosa, como la de plantarla en la calle, que no empeorara el destino de la infeliz, entre verla perdida o desgraciada, optó por lo menos malo al cabo de los días: arregló un casucho que tenía medio abandonado al extremo inferior del valle; agrególe tierras y ganado; hizo, en fin, cuanto puede hacer un padre por un hijo en casos tales, y dijo a Facia después de haberse negado a recibir al novio y a verle al alcance de su voz:

-Cásate cuando te dé la gana, y meteos ahí para que, siquiera, siquiera, cuando las pesadumbres te maten, tengas cama propia en que morir después de haber pedido a Dios perdón de tus ingratitudes y locuras.

A los pocos días de casado, y con gran pompa, el baratijero, ya era otro hombre distinto de lo que fue en el lugar antes de casarse: hasta la cara parecía diferente, sobre todo cuando hablaba con su mujer lo poco que hablaba; miraba bajo y mal, y parecía que le estorbaba hasta su sombra. Al mes de esto, como no sabía trabajar la tierra ni manejar el ganado, y de aquellas riquezas que tenía «por su casa», según dijo de soltero, no se veía un maravedí para levantar las cargas de su nuevo estado, cogió lo que le quedaba de su tenducho y se fue a correr ferias y mercados con ello. Volvió a los dos meses, muerto de hambre, mal encarado y peor vestido. Hízose temible para su mujer, a quien golpeaba con el más leve pretexto, y sospechoso a todo el vecindario, que no estaba hecho a ver en aquel honrado suelo holgazanes y renegados de semejante catadura.

A los diez meses de casados, tuvo Facia una niña; y sin llegar a cumplirse el año, su marido, que había desaparecido del pueblo una semana antes, volvió a casa de noche, roto y desgreñado; dio dos bofetones a su mujer porque le preguntó cariñosamente cómo le había ido, por dónde había andado y a qué venía; y mientras la amenazaba con abrirla en canal si contaba a nadie que no le había visto el pelo desde la semana anterior, hizo apresuradamente un lío con las baratijas que le quedaban en casa y con otras, al parecer, semejantes que fue sacando de los anchos bolsillos de su ropa, y sin despedirse de Facia desapareció de la casa y del pueblo, perdiéndose en la oscuridad de los montes... hasta hoy.

A los dos días de esto, llegó al pueblo una pareja de la guardia civil y una requisitoria del juez del partido preguntando por él. Se trataba del robo de una iglesia y de unas puñaladas al pobre sacristán que intentó impedirle... Dos pájaros de la cuadrilla habían caído ya en el garlito, y se buscaba al tercero, al capitán de ella, al famoso baratijero casado en Tablanca... y en otras tres o cuatro parroquias más de España y sus Indias, según resultaba de sus antecedentes procesales.

Con este golpe se espantó el vecindario, se llevó don Celso las manos a la cabeza, y envejeció de repente quince años la pobre Facia.

Del pícaro fugitivo sólo volvió a saberse que anduvo por las repúblicas de América, recién escapado de España, y se le daba por muerto muchos años hacía o arrastrando una cadena.

A poco de verse abandonada, triste y arrepentida la desventurada Facia, recogióla otra vez don Celso por caridad de Dios; y por caridad de Dios también no la dijo una palabra desde entonces que se refiera de cerca ni de lejos a su locura ni a su desgracia; y a su lado fue creciendo la niña Tona, ignorando los verdaderos motivos de las tristezas y amarguras de su madre, y viviendo en la creencia de que su padre había sido un hombre de bien que, como otros muchos, se había marchado a «la otra banda» para mejorar la fortuna, y que allí había muerto sin conseguirlo, al cabo de los años.

Tal es la sustancia de lo que me refirió Chisco. Con ello sólo podía explicarse el arrechucho aquel de Facia, y podía también no explicarse: de todas suertes, el caso, aun después de conocida la historia de la mujer gris, que no dejaba de ser interesante, no era para meterme en escrupulosas indagaciones; y no me metí.