Peñas arriba/Capítulo VII
Capítulo VII
Con dos guías tan complacientes y tan expertos como los míos, pronto conocí las principales sendas, cañadas y desfiladeros, la fauna y la flora de los montes más cercanos del contorno; perdí el miedo que me infundían los «asomos» u orillas descubiertas de los precipicios, siendo de advertir que allí no hay camino chico ni grande que no sea un asomo continuado, y adquirí la soltura y la fortaleza de que mis piernas carecían al principio para soportarme lo mismo en las cuestas arriba que en las cuestas abajo; es decir, siempre que andaba, porque es la pura verdad el dicho corriente en el lugar, de que en aquella fragosa comarca no hay otra llanura que la sala de don Celso. No subí a grandes alturas, porque no me tentaban mucho los espectáculos de esa casta, ni tampoco hicieron mis rudos guías grandes esfuerzos para animarme a vencer las inclinaciones de mi complexión relativamente perezosa; pero no dejé por eso de satisfacer mi escasa curiosidad en la contemplación de hermosísimos panoramas. Por último, conocí también los principales puertos de invierno y de verano, a los cuales envían sus ganados los valles circunvecinos, y admiré la lozanía de aquellas brañas («majadas») de apretada y fina yerba, verdaderas calvas en medio de grandes y tupidos bosques de poderosa vegetación. Cada una de estas calvas tiene, en los puertos de verano, una choza, y en los otros un «invernal»: la choza para albergue de las personas que pastorean el ganado, y el invernal, edificio amplio y sólido, de cal y canto, para establo y pajar de una buena cabaña de reses. Por lo común, cada invernal corresponde a los ganados de ocho o diez condueños de las «hazas» o partes de la braña contigua. Algunos de esos invernales estaban ya ocupados. De noche come el ganado prendido en la pesebrera, de la «ceba» del pajar, segada en las hazas en agosto; de día pasta al aire libre, mientras el tiempo lo consiente, al cuidado de sus dueños, que después de dejarlo recogido al anochecer, bajan a dormir al pueblo; al revés que en verano, durante el cual duermen amontonados en la choza, quedando la cabaña «acurriada», es decir, reunida en la majada circundante. Las yeguadas hacen vida más independiente y libre, y las hallábamos, en estado semisalvaje, donde menos lo pensábamos.
Pito era muy bruto, y aconteció más de una vez ir yo muy descuidado y sentir a mi espalda un estampido feroz que me hacía dar dos vueltas en el aire. Era la espingarda del gaznápiro: un escopetón más viejo y remendado que el de Chisto, que había hecho una de las suyas. Pito no se cansaba en avisar a nadie ni en tomar la más leve precaución cuando una pieza se le ponía a tiro, es decir, en cuanto él la atisbaba, lo mismo en los aires que entre los matorros, que atravesando la sierra escampada, porque para un arma de las dimensiones de la suya y con la metralla de que la atascaba, no había lejos ni cercas: se la echaba a la cara, y por encima de un hombro mío o entre las piernas de Chisco, según lo pedía la situación de las cosas y de las personas, sin cansarse en decir «allá va eso», «¡puuunnn!» Aquello parecía el fin del mundo: los montes retemblaban, y quedaba la pieza, no sólo muerta, sino hecha trizas, porque él no perdía golpe, ni la pieza un solo grano de la metralla del escopetón.
Y la pieza era una liebre, una zorra, un gato montés, un «esquilo» (ardilla), un faisán o una alimaña de regular cuantía, pues es muy de notarse que de ese y otros linajes parecidos son los animales con que se topa uno yendo de paseo, aun por los sitios más inmediatos al pueblo, como se topa en cualquier otra parte del mundo, que no sea aquélla, con el gato doméstico, el perro cariñoso o las aves de corral.
Chisco se conducía de muy distinto modo que su camarada: todo lo hacía sin alterar en lo más mínimo aquella su placidez de continente. Si se me ponía una pieza a tiro, con una mano me detenía suavemente, con la otra me la señalaba, y con un gesto expresivo o con media palabra me daba a entender que me la cedía. Si yo erraba el golpe, como sucedía casi siempre, él me le enmendaba, si no se le había anticipado la espingarda de Chorcos desde donde menos podíamos esperarlo; y notaba yo, en el primer caso, cierta complacencia maliciosa en la mirada que me dirigía, mientras pataleaba la víctima en el suelo o descendía de los aires dando tumbos, como si quisiera decirme: «¿Vey usté cómo no val un pitu esa escopeta, con ser tan maja como es?» Pero Chisco se engañaba grandemente, porque el arma era inmejorable, y las municiones muy dignas de ella. Lo que fallaba era el cazador, que siendo tan diestro como yo lo era en el tiro al blanco, no sabía por dónde se andaba cuando había que tirar a la carrera o al vuelo. El caso es que llegó a mortificarme esta torpeza; y contribuyeron mucho a ello, más que las miradas dulzonas de Chisco, las risotadas brutales con que solemnizaba Chorcos cada enmienda que hacía su espingardón roñoso a los fracasos de mi escopeta. Y tan adentro me llegaron las mortificaciones, que poniendo mis cinco sentidos en el negocio aquel, conseguí pronto, ya que no la destreza de mis acompañantes, portarme de tal manera, que no fueran «enmendables» por ninguno de ellos los tiros que yo desaprovechara. Con esto cesaron las sonrisas del uno y las risotadas del otro, y sentí yo descargado el ánimo de un gran peso; porque así vienen hilvanadas las flaquezas de la vida, y jamás se ha dicho verdad como la del pedante don Hermógenes: «No hay poco ni mucho en absoluto.»
Dos veces nos acompañó en estas expediciones, mixtas de exploración y de caza, el cura don Sabas; pero sin más arma que el cachiporro pinto que le servía de bastón. Hallaba él algo como mengua en gastar la pólvora en aquellas salvas de puro recreo, y llamaba «animalitos de Dios» a cuantos había en la escala de magnitudes, desde el jabalí o el corzo para abajo. Pero ¡cuánto sabía de toda la escala entera y verdadera, y de aquellos montes y de otros tales, y con qué respeto le oían los dos mozos que, como cazadores, tanto se crecían a mi lado, y con qué gusto le oía y le contemplaba yo a ese propósito... y otros muchos, para los que no tenían ojos ni oídos las rudas entendederas de Chisco y su camarada!
Porque es lo cierto que aquel hombrazo tan soso de palabra y tan pobre de recursos en la tertulia de mi tío; algo más agradable y suelto oficiando en la iglesia, donde hablaba desde el altar mayor bastante al caso y a la medida del entendimiento de sus rústicos feligreses, en las alturas de la montaña no se parecía a sí propio. Lo de menos era en él, con ser mucho, el interés que sabía dar en pocas y pintorescas frases a las noticias que yo le pedía, por no satisfacerme las que me suministraban Chisco y su compañero, acerca de las grandes alimañas, sus guaridas en aquellos montes y la manera de cazarlas; los lances de apuro en que se había visto él y cuanto con esto se relacionaba de cerca y de lejos; sus descripciones de travesías hechas por tal o cual puerto durante una desatada «cellerisca» sus riesgos de muerte en medio de estos ventisqueros, unas veces por culpa suya y apego a la propia vida, y las más de ellas por amor a la del prójimo: lo demás era, para mí, su manera de «caer» sobre la montaña, como estatua de maestro en su propio y adecuado pedestal; aquél su modo de saborear la naturaleza que le circundaba, hinchiéndose de ella por el olfato, por la vista y hasta por todos los poros de su cuerpo; lo que, después de este hartazgo, iba leyéndome en alta voz a medida que pasaba sus ojos por las páginas de aquel inmenso libro tan cerrado y en griego para mí; la facilidad con que hallaba, dentro de la ruda sencillez de su lengua, la palabra justa, el toque pintoresco, la nota exacta que necesitaba el cuadro para ser bien observado y bien sentido; el papel que desempeñaban en esta labor de verdadero artista su pintado cachiporro, acentuando en el aire y al extremo del brazo extendido, el vigor de las palabras; el plegado del humilde balandrán, movido blandamente por el soplo continuo del aire de las alturas; la cabeza erguida, los ojos chispeantes, el chambergo derribado sobre el cogote, la corrección y gallardía, en fin, de todas las líneas de aquella escultura viviente... ¡Oh! diéranle al pobre Cura en el llano de la tierra, en el valle abierto, en la ciudad, una mitra; la tiara pontificia en la capital del mundo cristiano, y le darían con ellas la muerte: para respirar a su gusto, para vivir a sus anchas, para conocer a Dios, para sentirle en toda su inmensidad, para adorarle y para servirle como don Sabas le servía y le adoraba, necesitaba el continuo espectáculo de aquellos altares grandiosos, de aquella naturaleza virgen, abrupta y solitaria, con sus cúspides desvanecidas tan a menudo en las nieblas que se confundían con el cielo.
Nada de esto, que tan hermoso era y tan a la vista estaba, sabían leer ni estimar los dos mozones que tan profundo respeto tenían a don Sabas solamente por ser cura de su parroquia y hombre de indiscutible competencia en cuanto se les alcanzaba a ellos.
Mi temperamento, en la escala de lo sensible, ni siquiera llegaba al grado de los innumerables que para «sentir el natural» necesitan verle reproducido y hermoseado en el lienzo por la fantasía del pintor y los recursos de la paleta; y, sin embargo, yo leía algo que jamás había leído en la Naturaleza cada vez que la contemplaba a la luz de las impresiones transmitidas por don Sabas encaramado en las cimas de los montes. Y era muy de agradecerse y hasta de admirarse por mí este milagro del pobre cura de Tablanca; milagro que nunca habían logrado hacer conmigo ni los cuadros, ni los libros, ni los discursos.
En la última ocasión de aquéllas, volviendo a casa los dos, yo rendido y descuajaringado, y él tan fresco y tan brioso como si no hubiera salido del lugar, díjome que todo lo visto por mí hasta entonces era como no ver nada y que había que ver algo de lo que me tenía prometido.
-Lo que usted quiera y cuando usted quiera -respondí yo temblando, por el compromiso que adquiría con aquel hombre para quien eran cosa de juego excursiones que a mí me descoyuntaban.
-Pues queda de mi cuenta el caso -me replicó-; y no hay más que hablar.