Peñas arriba/Capítulo VIII
Capítulo VIII
Mis visitas de exploración minuciosa al pueblo las hice solo y por mi propia cuenta, dejándome aparecer en él como a la descuidada, para sorprenderle mejor en sus intimidades. Al conocer «de vista» a su vecindario en la misa del domingo anterior, ya me había llamado la atención muy vivamente cierta uniformidad monótona de «corte», digámoslo así, y hasta de indumentaria. Todos los mozos usaban el «lástico» encarnado, y verde todos los viejos, y todas las mujeres llevaban la «manta» o chal de parecido color y cruzado de igual modo sobre el pecho y los riñones; en todas y en todos abundaban el tipo rubio y la línea curva, no sin gracia, con tendencia al cuadrado hacia los hombros; todos y todas andaban, hablaban y se movían con la misma parsimonia, y en todas las caras, viejas y juveniles, se notaba la misma expresión de bondad con cierto matiz de sobresalto, como si la continua visión de las grandes moles a cuya sombra viven aquellas gentes, las tuviera amedrentadas y suspensas. Pues no tuve que rectificar un ápice de estas impresiones, recibidas de un simple vistazo al conjunto del vecindario aquél, cuando traté de estudiarle en detalle y más a fondo; al contrario, resultóme que a la monotonía de su manera de ser y de vestir, bien confirmada de cerca, hubo que agregar otra monotonía no menos saliente por cierto: la de sus habitaciones. Todas las casas de Tablanca, con excepciones contadísimas, me parecieron construidas por un mismo plano: la planta baja, destinada a cuadras del ganado lanar y cabrío; en el piso, la habitación de la familia, y la cocina sin más techo que el tejado, y en lo alto el desván, limitado por un tablero vertical sobre el borde correspondiente a la cocina, formando con las tres paredes restantes lo que pudiera llamarse «caja de humos». Afuera, una accesoria para cuadra y pajar del ganado vacuno, y pegado a ella o a la casa, un huerto muy reducido.
De igual modo que en la cocina de mi tío se hablaba en todo el lugar por chicos y grandes, viejos y mozos. Como nota característica de aquel lenguaje, las haches como jotas y las oes finales como úes; verbigracia: «jermosu» y «jormigueru» por hermoso y hormiguero. Pero tan acompasada y tan melódica es la cadencia que dan a la frase, que no resultan las asperezas de la palabra desagradables al oído: al contrario; y tienen expresiones y modismos de un sabor tan señaladamente clásico, que con ello y el sonsonete rítmico de que las acompañan, oyendo una conversación entre aquellos montañeses, se me venía a la memoria la «música» de nuestros viejos romanceros.
Es también muy de notarse que ninguna de estas singularidades en el modo de ser y de expresarse, sufre visible alteración por el cambio de lugares o de costumbres. Es allí muy corriente la de emigrar durante el verano los hombres mozos a provincias tan lejanas como las de Aragón, para ejercer el oficio de serradores de madera, o las de Castilla, con aperos de labor o con castañas, para cambiarlos por trigo o por dinero. Yo hablé con hombres de estos, recién llegados al valle tras de muchos meses de ausencia de él, y no hallé la menor diferencia que los distinguiera en el vestir ni el hablar, ni en la manera de conducirse en todo, de sus otros convecinos; ni tampoco he hallado después, buscándolas de intento, muy notorias señales de que les interese, fuera de sus hogares, más que el asunto que los saca de ellos, como si sólo tuvieran ojos y corazón para ver y sentir el terruño nativo.
La raza es de lo más sano y hermoso que he conocido en España, y yo creo que son partes principalísimas de ello la continua gimnasia del monte, la abundancia de la leche y la honradez de las costumbres públicas y domésticas. Supe con asombro que no había en el lugar más que una taberna, y ésa de la propiedad del Ayuntamiento, que vendía el vino casi con receta y para que cada consumidor lo bebiera en su casa; de donde resultaba, por la fuerza de la costumbre, que era muy mal mirado el hombre que mostraba instintos «taberneros», y mucho peor el que se dejaba arrastrar de ellos, aunque fuera pocas veces. No me asombró tanto la noticia de que allí escaseaba mucho el dinero, por ser un linaje de escasez muy común en todas partes; pero me pareció muy de notarse la de que, en cambio, eran moneda corriente los frutos de la tierra, como en los pueblos primitivos; y así sucede que hay servicios muy importantes que se pagan con media docena de panojas o con un maquilero de castañas. Lo que tampoco hay en aquel valle son patatas; pero, en cambio, se cosechan abundantes en el de Promisiones, el valle de mi abuela paterna y aguas arriba del Nansa, donde no se da el maíz, que es la principal cosecha de Tablanca, por lo cual estos dos valles, separados entre sí por cuatro horas de camino a buen andar, están en frecuente trato para cambiar aquellos importantes frutos de la tierra.
Casi todos los hombres de Tablanca son abarqueros, algunos de los cuales, sin dejar de ser labradores, hacen una industria de aquel oficio. Éstos acampan, durante el verano, en el monte, en cuadrillas de ocho a diez; cortan la madera, preparan en basto las abarcas a pares, y así las bajan al pueblo, donde, después de bien curadas, van concluyéndolas poco a poco. En esta tarea hallé ocupados a algunos de ellos; y me embelesaba viéndolos manejar la azuela de angosto y largo peto cortante, o sacar con la legra rizadas virutas de lo más hondo e intrincado de la almadreña, o «pintar», las ya afinadas, a punta de navaja sobre la pátina artificial del calostro secado al fuego. Otros son más carpinteros, y acopian también y preparan en el monte madera para rodales y «cañas» (pértigas) de carro, o aperos de labranza que luego afinan y rematan abajo.
Otra singularidad de aquellas gentes sepultadas entre montes de los más elevados de la cordillera: llaman «la Montaña» a la tierra llana, a los valles de la costa, y «montañeses» a sus habitantes.
Una de las primeras personas con quienes me puse «al habla» en aquella ocasión, fue un hombre que resultó muy original. Le hallé recogiendo cantos del suelo y cerrando con ellos el boquete de un «morio» que se había desmoronado por allí. Trabajaba con gran parsimonia, y pujaba mucho, sin quitar la pipa de su boca, a cada esfuerzo que hacía, porque ya era viejo. Me saludó muy risueño al verme a su lado, y hasta me llamó por mi nombre, «señor don Marcelo».
Bastaba mi cualidad de «señor» y de forastero para merecer aquellos homenajes de una persona de Tablanca, donde son todos la misma cortesía; pero yo era además sobrino carnal de don Celso, hijo «del difunto don Juan Antonio», sangre de los Ruiz de Bejos, de la enjundia nobiliaria de Tablanca, de la «casona» «de allá arriba...», vamos, de los Faraones de allí; algo indiscutible, prestigioso y respetable per se y como de derecho divino; pero no a la manera autoritaria y despótica de las tradiciones feudales, sino a la patriarcal y llanota de los tiempos bíblicos.
No me extrañó, pues, ni debía extrañarme, vistas las cosas por este lado, el cariñoso acogimiento que me dispensó el hombre del morio.
Estaba «amañandu aqueyu» porque le daba en cara verlo «en abertal». No eran hacienda suya, «como podía comprender yo», ni aquella tierra ni aquel cercado; pero había visto un día removido el primer canto de los de en medio; después otros dos de los «apareaos» con él, y luego «otros de los arrimaus a eyus», y por último, se había dicho, «a las primeras celleriscas que vengan, o a la primera res que jocique una miaja pa lamberse estus verdinis, se esborrega el moriu por aquí». Y así había sucedido. Tres días estuvo el boquete abierto sin que lo viera el dueño de la finca; otros cuatro «pedricándole» él sin fruto para que le echara arriba antes que se picaran las bestias a aquel portillo y acabaran con la «pobreza» del cercado... hasta que pasando el «moriu» semanas enteras en aquel estado «bichornosu», se había resuelto él a cerrar el boquete. Porque era de ese «aquel», y no lo podía remediar. No en todas las ocasiones llegaba a tanto el interés que se tomaba por lo ajeno; pero siempre le daban en cara y le metían en grandes cuidados los descuidos de los demás. Ya sabía él cuándo había llegado yo a Tablanca y la vida que había hecho desde entonces. Le gustaba mucho verme apegado a la tierra y a la casa de mis abuelos. Chisco era buen compañero para andar por donde yo andaba con él; también Pito Salces, pero no tan «amañau» como el otro «pa el autu de rozasi con señores finus». Si Chisco fuera de Tablanca como era de Robacío, no habría nada que pedirle. Así y con todo, fiel, honrado y trabajador como era y sirviendo donde servía, ningún padre de aquel lugar debía, en «josticia de ley», cerrarle la puerta de su casa. Pues había quien, si no la cerraba propiamente, tampoco se la abría de buena voluntad. Temas de los hombres. La moza era maja, y algunos bienes tenía que heredar en su día; pero no se encontraba «al regolver de cada calleju» un hombre de bien, que era un caudal «de por sí mesmo». Bien lo conocía ella, y por eso miraba a Chisco con buenos ojos; pero era muy otro el mirar de su padre, y él se entendería. La madre iba por caminos diferentes que su marido, y se arrimaba más a los de la hija... En suma y finiquito, ya lo arreglaría don Celso, si la cosa era conveniente para todos. Pero ¡qué «amejao» a mi padre resultaba yo! Le había conocido él poco más que de «mozucu», porque el señor don Juan Antonio le llevaría, si viviera, al pie de diez años. Se había marchado del lugar sin tener pelo de barba todavía; después volvió, «jechu un mozallón arroganti»; pero «entrar por aquí y salir por ayá, como el otru que diz». «Le jalaban muchu jacia lo mundanu los dinerales que había apañau por esas tierras de Dios», y la mujer que le aguardaba para casarse con él. Había vuelto a quedarse solo «el mayoralgu» que nunca quiso raer de Tablanca. «Aunque no era mujeriegu de por suyu», la soledad y otras penas le habían obligado a casarse también. ¡Bien casado, eso sí, «por vida del Peñón de Bejo»! con lo mejor de Caórnica, de la casa de los Pinares: doña Cándida Sánchez del Pinar. Le parecía que estaba viéndola, tan arrogantona y tan... y luego con su blandura de entraña... Pero Dios no había querido que las cosas pasaran de allí; y hoy un hijo y mañana otro, le había llevado los tres que había ido teniendo, y por último a ella, que valía un Potosí de oro puro, y con ella, la luz y la alegría de la casona, que fenecería «mañana u el otru» con el pobre don Celso, que ya había estado a punto de morir. Y en feneciendo este último Ruiz de Bejos, y en cerrándose la casona o pasando a dueños desconocidos, ¿qué sería de Tablanca ni qué vivir el suyo, sin aquel arrimo, tan viejo en el valle como el mismo río que le atravesaba? Por eso se alegraba él tanto de mi venida. Bien podía ser permisión de Dios. Porque si yo tomara apego a aquella tierra, ¿qué mejor dueño para la casona, ni más pomposo señor para el valle entero, cuando don Celso faltara? ¡Ah, cuánto se alegraría él de que yo fuera animándome! Por lo pronto, allí le tenía para servirme en lo que quisiera mandarle... Nardo Cucón, el «Tarumbo», si lo quería más llano y conocido, porque así le llamaban de mote, no sabía por qué, pero era la pura verdad que no le ofendía... En fin, ya estaba cerrado el boquete...
Entonces fue cuando el Tarumbo se incorporó del todo, aunque algo encorvado de riñones todavía y bastante esparrancado, y se encaró conmigo. Su charla había durado tanto como su labor, y yo no había hecho más que mirarle y oírle. Se quitó la pipa de la boca después de restregarse ambas manos contra el pantalón; golpeóla boca abajo sobre la uña del pulgar de la izquierda, y me enseñó en una sonrisa toda la caja desportillada de sus dientes. Era un vejete de rostro plácido y greñas muy canas, algo atiplado de voz y muy duro de «bisagras»; es decir, torpe de todos sus movimientos. Para un hombre tan cuidadoso como él de la hacienda de los demás, no me pareció muy bien cuidada la propia que tenía a la vista. Dígolo por el desaliño y desaseo de toda su persona, que eran muy considerables... Así y todo, resultaba interesante y muy simpático el vejete.
Hablé con él un buen rato todavía, porque me entretenía mucho su conversación pintoresca, y acabé por preguntarle por la casa del médico.
-Vela ahí -me respondió dando media vuelta hacia la derecha, y apuntando con la mano hacia un edificio algo más aseñorado que los del tipo corriente en el pueblo-. De dos zancajás está en ella.
-¿Y la de don Pedro Nolasco? -preguntéle después.
-Vela a esta otra manu -respondióme apuntando con la suya al lado opuesto-. Por encima del tejau de esa primera que tien frutales en el güertu, asoma el aleru vencíu y el jastialón detraseru de eya, con su balconaje de fierru.
En esto venía hacia nosotros de la parte alta del lugar, cuyas casas, como las de todos los lugares montañeses, no guardan orden ni concierto entre sí, una moza de buena estampa, con un calderón de cobre muy bruñido sobre la cabeza, y un cántaro de barro en cada mano. El Tarumbo, después de conocerla, me guiñó un ojo, la volvió la espalda y me dijo mientras cargaba de tabaco su pipa:
-Esa es Tanasia.
-¿Y quién es Tanasia? -le pregunté yo.
-La hija mayor del Toperu -respondióme.
-¿Y quién es el Toperu? -volví a preguntarle.
-Pos es el padre de Tanasia... Vamos, de la mozona que corteja Chiscu.
-¡Ajá! -exclamé mirándola con mucha atención, porque precisamente pasaba entonces por delante de nosotros.
La mozona, que debió presumir algo de lo que tratábamos el Tarumbo y yo, se puso muy colorada y se sonrió, bajando los ojos al darnos los buenos días. Alabé de corazón el buen gusto de Chisco, y no me expliqué bien el del Topero.
-Pues ¿qué demonios quiere para su hija? -pregunté al Tarumbo.
-A un tal Pepazus -me respondió éste-. Un mozallón como un cajigu, que remueve dos hazas de una cavá, come por cuatru cavones, y descurre menos que este moriu que tenemus delante. Dícese que tien el Toperu esta manía: no es porque yo sea capaz de juralu, que como usté, señor don Marcelu, pué cavilar, a mí ya ¿qué me va ni qué me vien en estas cantimploras?
Poniéndome en marcha hacia la casa del médico, a quien deseaba pagar su visita aquel día, despedíme del Tarumbo; pero éste, atajándome a la mitad de la despedida, díjome que «payá» iba él también, porque cabalmente estaban las dos casas, la suya y la del médico, frente por frente, y echó a andar a mi lado. Pasamos una calleja con muchos bardales, y al desembocar en una plazoleta de suelo verde y contorneada en su mayor parte de morios con yedras y saúcos, dijo mi acompañante, apuntando hacia la izquierda y al fondo de un saco que se formaba allí por dos cercados, uno de «busquizal» (zarzal espeso) y otro de pared medio derruida entre malezas:
-Esta es la mi casa.
Y volviéndose al lado opuesto, añadió, mientras apuntaba hacia otra que cerraba la plazoleta por allí:
-Y ésta es la del méicu.
La casa del Tarumbo arrimaba por un costado al muro ruinoso, y allá se andaba con él en achaques y quebrantos y con los atalajes de su dueño. Con estos pensamientos en la cabeza, miré al Tarumbo sin decirle nada; pero debió de leérmelos él en la cara que le puse, porque me dijo enseguida:
-No se espanti de eyu, porque es de nesecidá. Quedamos yo y la mujer, que no sal ya de la cama; los hijus, entre casaus y ausentis, lo mesmu que si no los tuviera; y a mí no me alcanza el tiempu pa ná con el quehacer que me dan los cuidaos ajenus... Porque, créame usté, señor don Marcelu, lo que pasó con el moriu que me ha vistu usté levantar, pasa aquí con las mil y quinientas a ca hora del día y de la nochi; y si no juera por el Tarumbu, créame usté don Marcelu, créame usté y no lo tomi a emponderancia: si no juera por el Tarumbu, la metá del vecindariu de Tablanca andaría por estus callejonis devorá por la jambre y en cuerus vivus.
Guardéme bien de ponérselo en duda siquiera; me despedí de él muy afable, y me dirigí a la casa del médico, que estaba a dos pasos.