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Peñas arriba/Capítulo X

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Capítulo X

Al volver a ver la casa del Tarumbo, recordé las «cosas» de éste y hablé de ellas al médico.

-Yo no sé -me dijo-, si es un hombre feliz o un desdichado, pasándose la vida, como se la pasa, desviviéndose por los negocios ajenos y abandonando los propios. Desde luego es su manía de lo más original que he conocido. No siempre la extrema hasta el punto que usted ha visto hoy; pero le falta muy poco. Llevar los calzones rotos y predicar al vecino para que le cosan las roturas de los suyos antes que vayan a más, es de todos los días. Tiene la mujer tullida, y la deja desamparada muy a menudo por asistir a un enfermo extraño... y por cierto que es un enfermero admirable. Últimamente anda muy apurado con el desplome que dice haber visto en el morio delantero de la casa del pedáneo, y tiene la suya seis meses hace un boquerón abierto en el jastial del Poniente. Por estas cosas del Tarumbo, cuando su mujer estaba sana le golpeaba casi a diario, y hoy que no puede hacer lo mismo, le dice a cada instante los mayores improperios, los cuales sufre él con igual resignación que los golpes de otras veces; porque, en medio de todo, es un bendito, y por eso no sabe uno si compadecerle o si reírse de sus manías.

Pasando junto a la casita del Cura, inmediata a la iglesia, le llamé desde abajo para saludarle, pues como nos habíamos visto y hablado ya varias veces, me sobraba franqueza con él para decirle que estaba más obligado por las leyes de la cortesía a la visita de don Pedro Nolasco que a la suya, no quedándome tiempo aquella mañana para dejar pagadas las dos; pero en lugar del Cura respondió a mis voces su ama, una vieja muy acartonada y envuelta cuanto de ella asomó por una ventana correspondiente a la cocina, en tocas y pañolones. Díjome que don Sabas había salido de casa después de desayunarse en cuanto había dicho misa, y que probablemente estaría en la casona. Dejéla memorias para él, que fueron recibidas por la intermediaria con un «resguardo» a mi favor de lo más fervoroso y pintoresco que se puede imaginar, y continuamos el médico y yo andando hacia la casa de don Pedro Nolasco, pero hablando mucho de don Sabas Peña, «una de las ruedas más importantes de la consabida máquina», al decir de Neluco Celis.

También él notaba la diferencia que había entre el don Sabas de los altos montes y el don Sabas del valle y de la cocina de don Celso; pero así y todo, en el hombre de abajo había mucho más de lo que yo creía, por no haber tenido aún ocasión de conocerle mejor. No hallaría jamás en él al apóstol de gran elocuencia y mucho saber; pero sí al hombre de buen sentido y grandes virtudes, consistiendo la mayor de ellas en ignorar que las poseía. Teniendo en cuenta lo limitado que es el círculo de ideas entre las gentes rústicas, y que todo cuanto se siembre fuera de él es simiente perdida, un párroco como don Sabas era cuanto podía y debía apetecerse para una parroquia como la de Tablanca.

Hablando de estas cosas, me faltó tiempo para pedir a Neluco algunas noticias sobre el octogenario Marmitón, antes de llegar a su portalada, cuyas dovelas, removidas y desportilladas ya por la acción de las intemperies y de las yedras y jaramagos que las invadían por todas sus junturas, me recordaban un poco la mandíbula superior de su dueño cuando yo soñé que le había visto devorar troncos y peñascales. Por el estilo de la portalada me pareció lo que se veía de la casa desde el corral: muy vieja y muy castigada por el rigor de los temporales y la incuria de sus amos. Tenía también su correspondiente solana que corría de esquina a esquina entre dos mensulones de sillería, y por debajo de ella entramos en el soportal, donde un perrazo pinto que se despertaba sobre una pila de hojarasca, me enseñó todos los dientes y contuvo un ladrido, y acaso algo más, por respeto a mi acompañante, que debía serle más conocido que yo.

Sacudió Neluco dos cachiporrazos sobre la claveteada puerta del estragal; y sin esperar a que le contestaran arriba, entramos en él y comenzamos a subir la escalera. A la puerta en que ésta terminaba, nuevos cachiporrazos del médico. Enseguida levantó éste el pestillo, y nos colamos dentro: un crucero de pasadizos por el arte del de la casona de mi tío Celso. Allí dio el médico dos golpes en el suelo con el regatón del cachiporro, y aparecieron simultáneamente y como evocados por un conjuro, en una puerta de la derecha, la figura descomunal de don Pedro Nolasco, y en otra de la izquierda, la de una jovencita, algo desaliñada de ropa y de peinado, pero limpia como los oros, fresca y rozagante como una rosita de abril...

-¡Ay, que es Neluco! -exclamó con un timbre de voz que parecía nota de un salterio, y con su carita de angelote de Rubens, inundada de alegría-. ¡Toma! -añadió enseguida viniendo hacia nosotros y mirándome un tantico ruborizada, como si tratara de enmendar su descortesía conmigo-. ¡Y viene con otro señor muy cabayeru! Vaya, ¡seré yo tochona!... ¡Pues si es el sobrino de don Celso!... ¡Vile yo en misa el domingo! ¡Hija, qué torpe de mí!... Y ¿cómo está usté? Mire, señor don Marcelo, ha de perdonarme si me jaya de este arte, porque he estado amasando en la cocina con la mi madre y las mozas pa la jorná de esta noche, y ahora mismu iba a ponerme un poco más cristiana...

Tal era la vehemencia de su afabilidad, que no me ofreció el más ligero intersticio para colarme con una respuesta a su saludo o una satisfacción galante a sus excusas. Pero ¡qué donosa estaba y qué linda, con su revoltijo de cabellos castaños sombreándole la cara juvenil, tersa y sonrosada, hablando por sus ojos azules, de largas pestañas, tanto como por su boquita de labios rojos sobre los dientes más blancos y apretados que yo he visto en mi vida, mientras se afanaba por cubrir con las antes recogidas mangas de su vestido, y debajo de los flecos y sobrantes del espeso chal con que se envolvía el gracioso busto, sus rollizos brazos, salpicados aún por leves costras, lo mismo que las manos pequeñuelas y rechonchas, de la masa de «pan de trigo» que acababan de «sobar»!

De pronto sonó hacia la puerta frontera, tapiada casi con la mole de don Pedro Nolasco, algo como el estruendo de un cañonazo, que me decía:

-¡Adelante, cabayeritos!

Y por obedecer a don Pedro que nos llamaba, apartámonos de la linda panadera que nos empujaba con los ojos hacia él mientras se despedía de nosotros «hasta luego»; pero de tal modo, que con ello y con algo más que yo había creído notar antes, y un poco de malicia que nunca falta en los pensamientos de los hombres en determinados casos, como aquél, no pude menos de exclamar en mis adentros:

-¿Si serán estos los anteojos con que mira Neluco estos lugares que tan hermosos le parecen?

Visto de cerca don Pedro Nolasco y a la luz del día, me pareció mucho más grande y más feo que en la cocina de mi tío, a la luz de la fogata y del candil: mejor que de un ser racional, la piel de su cara, por su aspereza y por su color agrisado, parecía de coloso paquidermo; sus ojos reventones, resultaban verdes con ramajos encarnados; la cabeza descomunal, apenas le cabía entre los hombros hercúleos, y todo su conjunto, con lo grasiento del vestido que le envolvía, se destacaba brutalmente sobre las blanquísimas paredes del salón en que fuimos recibidos; salón viejo, eso sí, con suelo y viguetería de castaño casi negro, como los muebles que contenía; pero limpio todo y sobado hasta relucir, con algunas chucherías sobre la cómoda y en las paredes, que denunciaban la pulcritud y las delicadezas de una mujer como la que acababa de despedirse de nosotros en el crucero de los pasadizos. De la cual supe en el acto que era nieta de don Pedro Nolasco y que se llamaba Lita (Margarita). Su madre, la hija menor de las que había tenido el gigante, era viuda de un jándalo rico, que se murió a los dos años de casado. Esto me lo contó a cañonazos y muy poco a poco el ochentón de la Castañalera, que con ser tan grande y tan feo, no era desagradable: a mi ver, por el fondo noblote y honrado que se descubría a través de los poros de su corteza silvestre.

Al acabarse estas salvas del vozarrón de don Pedro Nolasco, entró en escena su hija, la viuda del jándalo, una mujer como de cuarenta años, sana y frescachona todavía, más corpulenta que Lita, pero muy parecida a ella en el color y en el corte de la cara, y, sobre todo, en la afabilidad expansiva. Me dio mil excusas por no haber venido antes a conocerme y a saludarme, fundándolas en las mismas razones que su hija; y sin hacer caso de los cumplidos con que yo la respondía, echó sobre mí todo el cuestionario de rúbrica, a que tan acostumbrado estaba en aquel pueblo: si me gustaba la tierra aquélla; que cómo había tardado tanto en ir a conocerla y tomarla buena ley, porque era mucha la falta que yo hacía allí en muriéndose mi tío; que mejor sería París de Francia desde luego, pero que ella (la viuda) no cambiaría a Tablanca por nada de este mundo, aunque jamás había pasado, hacia abajo, de San Vicente, y hacia arriba, de Reinosa; si por los retratos que había visto en la casona, era yo más parecido a mi padre que a mi madre; que por dónde andaba mi hermana y qué sabía de ella... hasta que en éstas y otra tales, oí pisar menudito y fuerte en el carrejo inmediato, y apareció en el salón, llenándole de frescura y regocijo, Lita recién peinada, sin el pañolón de antes y con una chaqueta en su lugar, que aunque no se ajustaba al cuerpo, ponía bien a las claras la elegancia y la riqueza de sus curvas. Con dos deditos más de altura, creía yo que no habría la menor tacha que poner, como estampa hechicera, a la nieta de don Pedro Nolasco. Pero ¿de dónde sacaba aquel diablejo, que no había conocido más mundo que el contenido en las riberas de la mitad del Nansa, es decir, una rendijilla de pocas leguas entre dos taludes montañosos, aquellas delicadezas de tocado y de vestido, y aquellas travesuras y zalamerías que tanto la separaban del tipo común de las mozonas del valle, que, de seguro, habían corrido tanto mundo como ella?

Sentóse entre su madre y Neluco y casi enfrente de mí. Yo no la quitaba ojo, y puedo jurar que me registró con los suyos, parleros y escrutadores, desde los pies hasta la cabeza, mientras me acosaba a preguntas por el estilo de las que aún no había cesado de hacerme la jándala viuda. Me daba gusto oírla y mirarla. Pocas veces había visto yo en mujer alguna concierto más cabal y más donoso entre la palabra y el gesto, entre la idea y el movimiento expresivo. Hasta las puntas de los pies, calzados en menudas zapatillas de abrigo y que apenas alcanzaban al suelo, cantaban, a su modo, en aquella música que parecía un gorjeo. En dos ocasiones habían intentado la madre y la hija ir a visitarme; pero como yo nunca paraba en casa... Porque esa visita la creían ellas muy puesta en razón: sin contar con lo que pedía la buena crianza, éramos parientes; ¡vaya si lo érarnos! Por los Ruiz de Bejos un poco, y por los Castañaleras, más de otro tanto. En demostración de ello, fue sacando entronques la viuda; y cuando ya comenzaba yo a enterarme, por su labor, del parentesco, metió en ella nuevos hilos don Pedro Nolasco, y toda la madeja se me hizo una maraña; pero me guardé muy bien de declararlo así: antes al contrario, me di por convencido y hasta me felicité de ello.

-Como que resultamos primos -concluyó la viuda-, aunque un poco lejanos; pero no tanto, si bien se mira, que pudiéramos casarnos los dos sin dispensa...

Y se echó a reír con toda su alma.

-¡Hija de Dios! -exclamó entonces la rapazuela con un estirón de faldas hacia la rodilla, mientras se llevaba hasta la boquita risueña la otra mano a medio cerrar-. ¡Y yo que estuve a pique de tuteále, cuando ahora, por la cuenta, me sale tío!

Podría no ser todo esto rigurosamente «correcto»; pero a mí me resultaba muy entretenido. Enseguida, vuelta a repetirme la hija lo que ya me había dicho, y también la madre, y también el Cura y don Pedro Nolasco y cuantas personas habían hecho en Tablanca conversación conmigo: que «aqueyu» no era Madrid; que se me vendrían los montes encima, y que avezado a tratar con señorones mundanos, y puede que con marqueses y con príncipes, los aldeanos de Tablanca habían de parecerme «jabatus», pero que si miraba bien por las dos caras uno y otro... ¡ay, y cómo se alegrarían ellas y todos los allí presentes y los vecinos del valle de punta a cabo, y hasta las estrellitas del cielo, de que viera yo las cosas como podían y debían de verse! Porque el pobre don Celso estaba ya para poco, y en acabándose él... En fin, lo de costumbre... Por aquí se coló don Pedro Nolasco con un himno «cañoneado» a la madre Naturaleza, y un juicio comparativo sobre la paz de la aldea y los laberintos de la ciudad. Porque había de saber yo que también él había corrido el mundo en sus mocedaes... Le llamó entonces a Madrid un pariente que tenía por allá, y como se veía robusto y fuerte, acudió a la llamada. Cogiéronle en la corte tiempos azarosos y de peligro por las agonías de la «francesada»; y habiéndole salido en Valencia una colocación que pareció a su tío muy de aprovecharse, aceptóla de buena gana. Estaba ella en las afueras de la ciudad, y en un lavadero de lanas de los señores Botifora y Compañía, los mismos que rezaban en el bando que me había relatado de memoria el zumbón de su pariente Celso. Si en Madrid no se había «jallau, por la secura y el anchor del territoriu» en Valencia se «jalló» menos, con un sol que le «ajogaba» en verano y un hablar de gentes que no parecía de cristianos. Soñaba día y noche con las praderas y las montañas de su tierra; y antes de enfermarse de un «cordial» que le matara, volvióse a ella más que de paso, a los dos años no cumplidos de haberla dejado por tentaciones del enemigo malo. Hallóse en Tablanca como rey en sus palacios, y se había guardado muy bien, desde entonces hasta la fecha, «de sacar una pata» medio jeme fuera de su término municipal... Ochenta y cuatro años contaba a la sazón, sin saber lo que era un mal dolor de tripas. Había tenido dos mujeres, diez hijos y veintidós nietos. Una gran parte de ellos andaba años hacía por el otro mundo; rodaba por éste, y no muy lejos, la mayor de los vivos, y a la vista tenía yo lo único que le quedaba en Tablanca: poco, pero bueno, eso sí, para recreo de su vejez. Había qué comer en su casa, y salud y buen apetito para comerlo. En recta justicia, ¿qué más había de pedirle a Dios, si no era la merced de una buena muerte?

Con esto y poco más se acabó la visita, durante la cual no desplegó los labios Neluco, ni miró a Lita con la intención que yo esperaba, ni Lita le miró a él más que cuando le dirigía la palabra con una llaneza que tenía más de fraternal que de otra cosa. Recomendáronme mucho los tres de casa que no me olvidara del camino de ella, y hasta me convidaron a comer, «un día de mi agrado», juntamente con Neluco, para que no pesara sobre mí solo «la penitencia».

Todo esto me pareció bien y muy en su lugar; pero ¿por qué una aldeanuca como la nieta del Marmitón tenía aquellos aires y aquellas travesuras de señorita de ciudad? ¿Por qué se tuteaba con Neluco y había entre los dos una intimidad tan sospechosa?

Me atreví a hablar de ambos particulares al mediquillo apenas salimos del caserón de don Pedro Nolasco. Por cierto que hubiera jurado yo que en el apretón de manos y en la mirada con que despidió Lita a Neluco en la penumbra del pasadizo, en el cual iba el médico el último de todos, había mucho del picante de mis sospechas.

Sobre el primer punto, me dijo Neluco que Lita, nacida y criada en Tablanca, no había tenido más escuelas que la del maestro del lugar y la de su propia madre, ni había corrido más tierras que las comprendidas en tres o cuatro leguas a la redonda. Ocho días en casa de unos parientes de acá por celebrarse durante ellos la romería del pueblo; una quincena con los de Robacío por una causa parecida, y muy poco más por este arte. El resto era obra del instinto y de la fuerza de visión que tienen las mujeres tan perspicaces y tan guapas como Lita, para taladrar montañas con los ojos, ver hasta lo invisible al otro lado, y saber guardar su puesto donde quiera que habitan, por aislado y obscuro que el lugar sea.

El otro punto aún era más fácil de explicar. Tablanca y Robacío eran dos pueblos que se «trataban» mucho; y las familias de Lita y de Neluco, muy amigas desde tiempo inmemorial: hasta había algo de parentesco entre ellas. Lita había pasado, de niña y de moza, buenas temporadas en casa de los Celis; y Neluco, mientras vivió en Robacío, a cada instante se llegaba a Tablanca y casi siempre comía y se hospedaba en casa de don Pedro Nolasco. Se explicaba, en efecto, de este modo y muy sencillamente, el tuteo y la familiaridad entre el médico y la nieta del Marmitón; pero lejos de oponerse, ¿no ayudaba esto a lo otro que yo sospechaba? Apunté, como en chanza, unas indagaciones en este sentido. Igual que si hubiera dado con los nudillos en una peña del monte. Hasta dudé si Neluco se había enterado de ellas. Lo cierto es que si no eran fundadas mis sospechas, debían de serlo.