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Peñas arriba/Capítulo XI

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Capítulo XI

Cuando menos lo esperaba, me dijo el Cura al despedirse de mí en el estragal de la casona, cerca ya de la hora de comer:

-Mañana, si Dios quiere, y a caballo los dos. Yo iría mejor a pie, como suelo, y como irá Chisco para acompañarnos y cuidar de las bestias en ocasiones que se presentarán; pero usted es madera de otro robledal más flojo, y hay que tenerlo todo presente. Antes de romper el día, por supuesto.

Entendíle y respondí, haciendo de tripas corazón:

-A caballo, y antes de romper el día.

-Pues que se entere Chisco de ello, y suficit.

Con esto y una risotada se apartó de mí, y echó cambera abajo en demanda de su puchera.

Con los sueños que yo cogía tras de las fatigas que me daba por los montes del contorno, le costó a Chisco Dios y ayuda despertarme al día... ¡qué digo día! a lo más espeso y tenebroso de la noche siguiente. Tona, después de vestirme yo tiritando de frío y sin conciencia cabal de lo que hacía, me sirvió un canjilón de café que acabó de espabilarme; y cuando bajé al portal, vislumbré, a la opaca luz de un farol que tenía Chisco en la mano, la negra silueta de don Sabas, a caballo en su jaquita rucia, que no me era desconocida, así como el espelurciado jamelgo que casi me metió el espolique entre las piernas para abreviarme la operación de montar en él.

Rompimos los tres la marcha por el mismo camino que había traído yo la noche de mi llegada a Tablanca, tan a oscuras como entonces, aunque mejor acompañado y menos dolorido de riñones. Por respeto a mí, pues a mis dos acompañantes igual les daba el día que las tinieblas para caminar a pie seguro por aquellas escabrosidades, conservaba Chisco, que nos precedía, el farol encendido en la mano; pero hubiera jurado yo que más que la luz del farol del espolique, me alumbraban las chispas que sacaban de los pedernales del suelo las herraduras del tordillo de don Sabas; el cual don Sabas hacía los imposibles por entretenerme y hasta divertirme durante el paso de aquella negra, áspera e interminable senda; pero ¡ay! sin conseguir su noble y generoso empeño. Porque en aquellas «bajuras» y envuelto en tan espesa oscuridad, don Sabas era todavía el Cura soso de la cocina de mi tío, y todas sus observaciones en romance y todos sus salmos en latín, le resultaban a destiempo y fuera de toda oportunidad.

Anda que te anda, resbalando aquí, y allá pujando y suspirando mi cabalgadura, al cabo de una hora empezaron a dibujarse los perfiles de los montes sobre el cielo confusamente iluminado por la tenue claridad del crepúsculo. En la garganta por donde caminábamos era de noche todavía para nosotros; y, en rigor de verdad, no nos amaneció hasta que coronamos el repecho escabroso y llegamos al santuario de la Virgen que me era bien conocido. El Cura, que parecía tener esa condición de los pájaros del monte, a medida que se elevaba y veía surgir la luz por encima de las barreras tenebrosas del horizonte, se volvía más locuaz y empezaba a soltar poco a poco las ocultas armonías de sus cánticos; no muchos, pero agradables, y, sobre todo, al caso. A los primeros fulgores del crepúsculo, alabó a Dios en una salutación fervorosa, y aunque no de su caletre, bien sentida en su corazón. Un poco más arriba, en lo que pudiera, sin mucho agravio de la verdad, denominarse llano, y antes de llegar a la ermita, todavía en la penumbra que nos haría invisibles a no muy larga distancia, atracó su rocín al mío; y deteniéndole por las riendas que casi me arrancó de las manos, después de detener el suyo, me dijo apuntando con su diestra ociosa a un altísimo y lejano picacho, en cuya cúspide se estrellaba el primer rayo de sol que penetraba en aquellas montaraces regiones.

-¡Mira, hombre! -acostumbraba a tutearme o a hablarme en impersonal en cuanto nos elevábamos un poco sobre el nivel de Tablanca-. ¡Mira, Marcelo! ¿No jurarías que aquello que resplandece y flamea allá arriba, allá arriba, en aquel picacho, es la última de las luminarias con que el mundo festeja a su Creador mientras el sol anda apagado por los abismos de la noche? ¡Cosa buena! ¡Cosa grande! Laudate Dominum omnes gentes... Magnificentia opus ejus, manet in aeternum.

Al llegar al santuario nos descubrimos y rezó don Sabas en alta voz, y en voz alta le contestarnos nosotros lo que nos correspondía. El rezo fue breve, y en latín la mitad de él. Después se acercó Chisco al enverjado, y por entre dos de sus barrotes metió el farol, que ya no necesitábamos, y le dejó en el suelo muy arrimado a la paredilla, para recogerle a la vuelta; mas no sin santiguarse antes de meter la mano y después de sacarla, ni sin contemplar la imagen con una veneración que tenía algo de recelosa, como si la pidiera, a la vez que seguridad para la prenda que dejaba allí depositada, perdón por lo que pudiera haber de irreverente en su atrevimiento.

Pasada la vadera, no tomarnos, como esperaba yo, el camino que conduce directamente al Puerto, sino otro por el estilo a la derecha; y montes y colladas van, tajos y barrancas vienen; aquí siguiendo la cuenca del río, allá perdiéndola de vista, y siempre subiendo o bajando de risco en risco, de pueblo en pueblo, vi a lo lejos el principal del valle de Promisiones en que radicaba el solar de mi abuela paterna, y llegamos, al cabo de dos horas de caminata, a un ancho desfiladero entre dos montañas que parecían, por su grandeza, no caber en el mundo.

Por ser la más accesible para mí «por entonces», según dictamen de don Sabas, comenzamos a faldear la de la izquierda; y sube que te sube, dimos al fin en un entrellano donde ya escaseaba la vegetación y se me iba haciendo insoportable la brisa matinal por su frescura. Allí se apeó don Sabas, y me ordenó que hiciera yo lo mismo. Hícelo y de muy buena gana, porque me sentía entumecido sobre la dura silla de mi rocín, amén de que me conceptuaba más seguro a pie que a caballo en aquella cornisa, sobre el rápido declive de la montaña.

-Lo que falta, hay que subirlo a pie -me dijo el Cura-, porque no es camino de caballos, sino de hombres y, todo lo más, de cabras. Con que ¡ánimo y arriba!

Y sin esperar mi respuesta, comenzó a trepar con pies y manos entre peñas y raigones. ¡Cómo envidié yo a Chisco que se quedaba en la explanadita de abajo con las cabalgaduras! Don Sabas tenía la práctica de aquellas ascensiones, y además la pasión de las alturas; pero yo, que carecía de ambas cosas, ¿para qué me aventuraba en la subida de tan tremebundos despeñaderos?

Al fin llegamos arriba, yo por milagro de Dios, siguiendo gateo a gateo los de don Sabas; pero muerto de cansancio y empapado en sudor.

-Reposa unos momentos -me dijo el Cura allí-; pero con los ojos cerrados, ¡y cuidado con abrirlos hasta que yo lo mande!

Más por necesidad que por obediencia, cumplí al pie de la letra el mandato de don Sabas. Estuve un largo rato tumbado en el suelo, boca arriba y con ambas manos sobre los ojos, porque sólo así encontraba el absoluto descanso que me era indispensable entonces. Sentía fuertes latidos en el corazón que repercutían en las sienes, y al vivo compás de este golpeteo funcionaban mis pulmones.

Cuando el uno y los otros volvieron a su ritmo sosegado y normal, llamé a don Sabas y me puse a sus órdenes. Estaba muy cerca de mí, encaramado en una peña en la actitud de costumbre y empezando a embriagarse por los ojos, y no sin motivo ciertamente.

-Arrímate un poco acá -me dijo desde su pedestal calizo con manchones de musgo y poco más alto que yo-. Arrímate, contempla... ¡y pásmate, Marcelo!

Habíamos subido por el Oeste de la montaña, que es el lado por donde las hay mayores que ella, y el panorama con que me brindaba el Cura se veía por las otras vertientes; es decir, que era cosa nueva para mí y recién aparecida ante mis ojos. Particularmente hacia el Este y hacia el Norte, parecía no tener límites a mi vista, poco avezada a estimar espectáculos de la magnitud de aquél; y era de una originalidad tan sorprendente y extraña, que no acertaba a darme cuenta cabal ni de su naturaleza ni de su «argumento». Por el Sur se dominaba el hermoso valle de Campóo, ya en otra ocasión visto y admirado por mí; en la misma dirección y más lejos, los tonos pardos de la tierra castellana; más cerca, el Puerto de marras con sus monolitos descarnados y su soledad desconsoladora. Al Oeste y asombrándolo todo con sus moles, Peña Sagra y los Picos de Europa separados por el Deva, cuya profunda y maravillosa garganta se distinguía fácilmente en muchos de sus caprichosos escarceos entre los peñascos inaccesibles y fantásticos de una y otra ribera; y más allá del Deva, en sus valles bajos, según iba informándome don Sabas, con el laconismo y el modo con que señala el maestro de escuela con una caña en un cartel las sílabas a sus educandos, una buena parte de la provincia de Asturias.

Pero lo verdaderamente admirable y maravilloso de aquel inmenso panorama era cuanto abarcaban los ojos por el Norte y por el Este. En lo más lejano de él, pero muy lejano, y como si fuera el comienzo de lo infinito, una faja azul recortando el horizonte: aquella faja era el mar, el mar Cantábrico; hacia su último tercio, por la derecha y unida a él como una rama al tronco de que se nutre, otra mancha menos azul, algo blanquecina, que se internaba en la tierra y formaba en ella como un lago: la bahía de Santander. Pero es el caso (y aquí estaba la verdadera originalidad del cuadro, lo que más me desorientaba en él y me sorprendía) que la faja azul se presentaba a mis ojos mucho más elevada que el perfil de la costa, y que con ella se fundían otras mucho más blancas que iban extendiéndose y prolongándose hacia nosotros, quedando entre la mayor parte de ellas islotes de las más extrañas formas; picos y hasta cordilleras que parecían surgir de una repentina inundación.

A todo esto, el sol, hiriéndolo con sus rayos, sacaba de las superficies de aquellos golfos, rías y ensenadas, haces de chispas, como si vertiera su luz sobre llanuras empedradas de diamantes.

-Es la niebla baja de los valles, me advirtió el cura; y fue señalándolos y nombrándolos todos uno a uno.

Ya me lo había imaginado yo; pero aun así, no podía ni deseaba deshacer aquella ilusión de óptica que me presentaba el panorama como un fantástico archipiélago cuyas islas venían creciendo en rigurosa gradación desde las más bajas sierras, primer peldaño de la enorme escalera que comenzaba en la costa y terminaba, detrás de nosotros, en el mismo cielo cuya bóveda parecía descansar por aquel lado sobre los picos de Bulnes y Peñavieja.

-Según vaya subiendo el sol -me decía don Sabas desde su plinto calcáreo-, y arreciando el remusgo allá abajo, irá la niebla esparciéndose y dejándose ver lo que está tapado ahora... ¡Pues también es cosa de verse desde aquí la salida del sol!... Y algún día hemos de verlo, si Dios quiere... y mejor desde más arriba... desde allá...

Y me apuntaba, vuelto un poco a la derecha, hacia una loma altísima en que, según me advirtió también, convergían tres cordilleras.

Entre tanto, yo no podía apartar los ojos del archipiélago en el cual me iba forjando la fantasía todo cuanto puede concebirse en materia de líneas y de formas: el templo ojival, el castillo roquero, la pirámide egipcia, el coloso tebano, el paquidermo gigante... No había antojo que no satisficiera la imaginación a todo su gusto en aquellas sorprendentes lejanías.

La predicción de don Sabas no tardó en cumplirse. Poco a poco fueron las nieblas encrespándose y difundiéndose, y con ello alterándose y modificándose los contornos de los islotes, muchos de los cuales llegaron a desaparecer bajo la ficticia inundación. Después, para que la ilusión fuera más completa, vi las negras manchas de sus moles sumergidas, transparentadas en el fondo hasta que, enrarecida más y más la niebla, fue desgarrándose y elevándose en retazos que, después de mecerse indecisos en el aire, iban acumulándose en las faldas de los más altos montes de la cordillera.

Roto, despedazado y recogido así el velo que me había ocultado la realidad del panorama, se destacó limpia y bien determinada la línea de la costa sobre la faja azul de la mar, y aparecieron las notas difusas de cada paisaje en el ambiente de las lejanías y en los valles más cercanos: las manchas verdosas de las praderas, los puntos blancos de sus barriadas, los toques negros de las arboledas, el azul carminoso de los montes, las líneas plateadas de los caminos reales, las tiras relucientes de los ríos culebreando por el llano a sus desembocaduras, las sombrías cuencas de sus cauces entre los repliegues de la montaña... Todos estos detalles, y otros y otros mil, ordenados y compuestos con arte sobrehumano en medio de un derroche de luz, tenían por complemento de su grandiosidad y hermosura el silencio imponente y la augusta soledad de las salvajes alturas de mi observatorio.

Jamás había visto yo porción tan grande de mundo a mis pies, ni me había hallado tan cerca de su Creador, ni la contemplación de su obra me había causado tan hondas y placenteras impresiones. Atribuíalas al nuevo punto de vista, y no sin racional y juicioso fundamento. Hasta entonces sólo había observado yo la Naturaleza a la sombra de sus moles, en las angosturas de sus desfiladeros, entre el vaho de sus cañadas y en la penumbra de sus bosques; todo lo cual pesaba, hasta el extremo de anonadarle, sobre mi espíritu formado entre la refinada molicie de las grandes capitales, en cuyas maravillas se ve más el ingenio y la mano de los hombres que la omnipotencia de Dios; pero en aquel caso podía yo saborear el espectáculo en más vastas proporciones, en plena luz y sin estorbos; y sin dejar por eso de conceptuarme gusano por la fuerza del contraste de mi pequeñez con aquella magnitudes, lo era, al cabo, de las alturas del espacio y no de los suelos cenagosos de la tierra. Hasta entonces había necesitado el contagio de los fervores de don Sabas para leer algo en el gran libro de la Naturaleza, y en aquella ocasión le leía yo solo, de corrido y muy a gusto.

Y leyéndole embelesado, llegué a sumirme en un cúmulo de reflexiones que, empalmándose por un extremo en la monótona insulsez de toda mi vida mundana y embebiéndose enseguida en el espectáculo en que se recreaban mis ojos, se remontaban después sobre las cumbres altísimas que limitaban el horizonte a mi espalda, y aún seguían elevándose a través del éter purísimo por donde suben las plegarias de los desdichados y los suspiros de las almas anhelosas del Sumo Bien.

Volviendo, al fin, los ojos hacia don Sabas, de quien me había olvidado un buen rato, porque el mismo tiempo hacía que no se cuidaba él de mí, le hallé, por las trazas, leyendo el gran libro en la misma página que yo. Estaba en pleno hartazgo de Naturaleza, según declaraban sus ojos resplandecientes, su boca entreabierta y como ávida de aire serrano, y aquella su especial inquietud de músculos y hasta de ropa.

-¿Se ha visto todo bien? -me preguntó volviendo en sí de repente.

-A todo mi sabor -le respondí.

-Pues hacerse cuenta de que ya se ha visto algo de las grandes obras de Dios que tenemos por acá.

-¡Grande es, en efecto, y hermoso y admirable este espectáculo! -repliqué.

-¿Grande? -repitió el Cura; y volvió a contemplarle en todas direcciones con los brazos extendidos, como si quisiera darme de aquel modo la medida de su magnitud.

Después se descubrió la cabeza, cuyos cabellos grises flotaron en el aire; elevó al cielo la mirada y la mano con sombrero y todo, y exclamó con voz solemne y varonil que vibraba con extraño son en el silencio imponente de aquellas alturas majestuosas:

-Excelsus super omnes gentes, Dominus, et super coelos... gloria ejus.

Sería por el estado excepcional de mi espíritu o por obra de un agente externo cualquiera; pero es lo cierto que a mí me pareció que aquella nota final estampada en el cuadro por el Cura de Tablanca, rayaba en lo sublime.