Pedagogía social/Educación integral
En una democracia, el problema más grave es el de instruir y de educar a la juventud.
La escuela tiene que formar ciudadanos conscientes de sus derechos y sus deberes; armados para la competencia vital necesariamente ruda allí donde todos pueden aspirar a un puesto entre los que dirigirán los destinos del Estado y de la sociedad.
Esa democracia debe salvaguardarse de un utilitarismo bajo y grosero: El hombre moderno, al lado de su profesión, de su oficio, quiere comprender los fenómenos del mundo, de la historia, de la sociedad; sus relaciones más importantes, en sentido general.
Hoy que nuestros Colegios Nacionales se ven invadidos por alumnos que quieren mejorar rápidamente de condición económica y toleran cada vez con mayor disgusto que en homenaje a lo especulativo se interponga tantos años entre la enseñanza primaria y la universitaria, —que son los únicamente necesarios para la carrera que quieren adoptar— hoy debemos insistir en señalar un peligro: "La decadencia de la escuela elemental produce la ignorancia del pueblo; la decadencia de la escuela secundaria lleva a la barbarie a las clases dirigentes y a su fatal disgregación".
Y si ]a educación del pueblo para el pueblo no lo remedia, convertiráse nuestra democracia en esa mediocracia genialmente esbozada por Ingenieros[1].
El ideal de escuela es una gran familia donde ricos y pobres irán a conquistar la ciencia según sus aptitudes o facultades para el mayor bien de la humanidad.
¿Cómo llegar a realizar ese ideal?
El objeto de toda indagación no es el de encontrar sistemas más o menos lógicos; el estímulo del estudio está subordinado a la vida, de la cual no es más que un instrumento. Toda teoría que no conduzca a la consecución de una mejora real, no sirve.
El pensador observa las manifestaciones sociales, por ejemplo, y se plantea el problema de mejorarlas por medio de la escuela.
Ahora bien, ¿qué importancia puede tener el conocimiento de un método educacional óptimo si es imposible aplicarlo en nuestro medio? ¿Qué provecho dará a la sociedad el estudioso que persiga teorías inaplicables?
Desde luego nigno. Por eso como primer ideal escolar realizable, anotemos la escuela única, la del Estado, la del pueblo y para el pueblo todo, sin distinción de castas y de fortunas; la encargada de instruir solidarizando los vínculos entre las diversas clases sociales, uniformando la orientación educativa.
La coeducación sexual es el segundo ideal escolar realizable.
Si a la escuela única en manos del Estado la atacaran los intereses particulares valiosísimos, hoy al servicio de la enseñanza particular, laica o religiosa, a la coeducación sexual la atacarán los prejuicios religiosos, sociales y sexuales.
Paul Robin[2], fundador de Cempuis, reconoce la divisa clerical "dividir para reinar", en la separación sexual escolar. Fué ese y sigue siéndolo, el mejor medio de asegurar el dominio del error. Doquiera, debido a la diversidad natural y necesaria, existió un matiz, los prejuicios crearon un abismo.
La educación de nuestras clases dirigentes es un ejemplo al caso: los jóvenes bajo el poder de célibes, las niñas en manos de enclaustradas.
Así el mayor peligro intersexual vése: en la soledad, en el aislamiento, bajo el calor del misticismo pseudo-religioso, desarróllase ese misticismo sexual que florece en ilusiones románticas: forjado el falso ideal, sin base en la realidad, en la experiencia, la jovencita lo encarnará en el primer recién venido que conmueva su sobreexcitada y enfermiza sensualidad... Cuando la desilusión llega, seré, tarde: nada se recomienza en la vida; así como nada se crea, nada se pierde.
La separación de los sexos en la vida social, desde la infancia, tiende a hacer brutales y déspotas a los hombres; débiles y astutas a las mujeres.
Cuanto menos artificialmente se les separa, disminuye el misterio con que la imaginación sexual adorna al individuo de sexo opuesto; y con el misterio disminuyen las curiosidades inquietantes y perturbadoras.
Juntos se conocen y se complementan: los jóvenes pierden en brusquedad, en dureza, lo que ganan en delicadeza y en gracia; las niñas ganan en franqueza, en soltura, lo que pierden en ligereza de juicio, en afición a monadas, a trapos y a cintas.
Las diferencias normales, queridas por la naturaleza del ser, consecuencias del temperamento y de las funciones, no necesitan salvaguardia: aun cuando la coeducación sexual tuviera por objeto hacerlas desaparecer, no lo conseguiría: "igualdad" no significa "identidad".
Largos siglos de galantería perversa y frívola pesan sobre las costumbres europeas; nuestro pueblo, sano y vigoroso, debe tener fe en la naturaleza humana y en la libertad.
Posada se pregunta ¿por qué, si niños y niñas, hombres y mujeres, viven juntos en el comercio diario material, no han de poder vivir juntos la misma vida espiritual, ya que la vida es una universal y constante convivencia de los sexos? La escuela de la instrucción específica que prepara para esa vida y es la escuela el lugar único donde se condena la relación social de los sexos.
"El principio y fin de toda educación es civilizar las relaciones humanas. Y bien, ningún género de relaciones humanas está tan necesitado de civilización como la relación del hombre y de la mujer"[3].
¿Cómo ensayar la coeducación? ¿Comenzaremos a la vez implantándola en la enseñanza primaria, secundaria y universitaria? ¿La aprobaremos en la primera y en la última, sin atrevernos en la secundaria, a consecuencia de los malos resultados que entre nosotros mismos ha dado? ¿Comenzaremos lentamente, haciendo que el alumno que no la haya experimentado desde el Jardín de Infantes no se someta a ella en los años sucesivos?
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Pero a quien salvará la "escuela-hogar", dignificándola ante, ella misma al hacerle cumplir su deber social de ser "madre", es a la mujer. Ahí, en ese hogar de niños, está su regeneración. Ante los resultados prácticos, individuales y colectivos, las jóvenes llenas de amor y de respeto por la maternidad desvalida, exigirán del Estado un servicio femenino obligatorio que haga de cada alumna de las escuelas públicas la hermana mayor y la madrecita del hijo del obrero.
Comprenderá que —aunque hasta hoy, por razones de herencia sexual, de medio ambiente y de educación, que serán fácil pero lentamente descartadas en adelante, el hombre ha llegado a un desarrollo intelectual incuestionablemente superior— "mujer" y "hombre" son, en esencia, dos seres diferentes, inversos, complementarios, equivalentes; que hay progreso sexual cuanto más se ahonden los caracteres específicos de cada sexo y que el carácter específico de la mujer es la maternidad.
Si la "escuela-hogar", vivificada por la educación sexual llegará a ser un hecho, ¿no evolucionará el hombre hacia la ley de amor que solidariza, hacia la comprensión del dolor ajeno, que hace imposible la injusticia, hacia la paz que le permitirá progresar superándose a sí mismo al crear?
Antes de esbozar el ideal futuro de educación e instrucción sexual, detengámonos en el triple aspecto fíaico, intelectual y moral de la educación integral.
El hermosísimo ensayo de Cempuis[4] que el prejuicio religioso mató en flor, puede aún hoy servir de modelo.
La escuela erigirá la salud en "moral física", tendiendo al desarrollo normal, al hermoso equilibrio orgánico y funcional. Entre nosotros débese al Dr. Enrique Romero Brest el reconocimiento de la importancia esencial de la educación física y al Dr. Francisco Súnico la preocupación de dotar al alumno de todo el aire, luz, espacio y sol que su desarrollo reclama.
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Utilícese la biografía de los grandes hombres como cátedra de voluntad: que aprendan a amar con Jesús, a pensar con Pascal y a querer con Sarmiento.
La educación estética cultivará el sentimiento de la belleza, una de las bases de la moral, según la hermosa fórmula de Platón: lo bello es la expresión de lo bueno y de lo verdadero.
El dibujo, gracias al malogrado Malharro, tiene ya un puesto importante en nuestra escuela primaria. Él lo introdujo como elemento de actividad intelectual y de placer, al mismo tiempo que como instrumento de trabajo sobre el punto de vista utilitario.
Sin olvidar la lectura artística y el recitado, un arte compite en importancia con el dibujo en la escuela: es la música, "esa pacificadora de las almas", de influencia sedante y halagadora, vínculo de solidaridad.
Por su parte, el trabajo manual adiestra, educa, perfecciona la mano; coopera como medio de desarrollo físico, intelectual y moral.
Entendida así, la escuela permitirá al niño elegir con pleno conocimiento de causa, una ocupación en armonía con sus gustos, con sus aptitudes y conservará en él la tendencia integral, el espíritu de generalización que lo preservará de especializarse excesiva, estrecha, retardadamente; con esa especialización maquinal, desorganizadora, cuyas consecuencias fatales deplora la actual generación obrera.
La base científica de la enseñanza engendrará en el niño el concepto de ley, de necesidad; la noción de equilibrio y de desarrollo individual; la de justicia y reciprocidad social; la idea de progreso, de evolución, de ascensión.
Ante todo esa educación integral no le hará daño: Serán descartadas las ideas falsas, los prejuicios falaces, desmoralizadores; las impresiones deprimentes; todo lo que lleva a la imaginación fuera del campo de la verdad, lo que la turba o la desordena; las sugestiones malsanas, las excitaciones de la vanidad, de la falsa rivalidad o de los celos, todo lo que no sea calma, orden, verdad natural; vida sencilla, ocupada, variada, animada por el ejercicio de la libertad que los hará sentirse responsables y solidarios.
Recién será la escuela un hogar social. El elemento moralizador por excelencia, que imprimirá un empuje ascendente a la evolución humana, será la coeducación sexual.
La futura encarnación del ideal escolar no se limitará a hacer integral el ciclo, partiendo de la base "Escuela del Estado", única obligatoria para todos sin excepción; laica, bajo el régimen coeducativo que la transformará en hogar social, engendrador a su vez de la educación e instrucción sexual; no se detendrá en cerrar el ciclo integral haciendo que los alumnos universitarios apliquen lo aprendido elevando al pueblo, al instruirlo por medio de conferencias sistematizadas: ni se conformará con dictar la "cátedra de la humanidad" en forma de instituto de puericultura, estirpicultura y maternología anexos a los colegios secundarios; o con el instalar al niño y al obrero de acuerdo con las necesidades vitales —aire, luz, espacio, sol,— egoísmo bien entendido, única y real virtud. No. La educación integral no se detendrá allí: como para todo lo dotado de vida, el progresar será su ley.
Entonces comenzará a preocupar a la escuela, científica y humanamente, el problema de los sexos basado en un ideal religioso: "la religiosidad humana" cultivada en el hogar.
Sin esa "religiosidad humana", al dar hoy la instrucción sexual a todos sin excepción, correríase el mismo peligro que si se enseñara el manejo de las armas a todos sin excepción, incluso al loco y a los criminales natos.
La humanidad ha sido nutrida durante siglos y siglos por un ideal religioso hoy contrario a la vida. Debemos impedir que esos prejuicios y más supersticiones —esfuerzos impotentes de la razón por guiar inducciones extraviadas, que la ciencia abandonará definitivamente cuando llegue en su conquista de la realidad a ser la síntesis integral de las necesidades y de las aspiraciones humanas— constituyan el principal alimento de la débil razón infantil.
"Religión" y "ciencia" son antagónicas siempre que la religión dé ilusiones por verdades, siempre que afirme como infalible más allá de lo demostrable y, sobre todo, contra lo demostrado. Las concesiones hechas de absurdo suelen ser necesarias en las cosas humanas, pero no son más que transitoriamente necesarias. La verdad evoluciona, la verdad se hace, como se hace la vida, de la que la verdad es el alma.
El progreso de la religión es un progreso del sentimiento que fusiona la causa interna con la causa externa, y el progreso de la ciencia es un progreso del conocimiento de esas causas.
Por eso nuestra educación integral fomentará toda idea religiosa, todo sentimiento religioso que expanda la conciencia de la fuerza individual; que facilite la comunión de la energía interna con la energía externa; que eleve, que exalte la personalidad haciéndola más digna ante ella misma; que guíe hacia ese amor que nos procura el sentimiento más elevado de potencia; que acreciente la confianza en nosotros mismos; que al individualizarnos cada vez más, nos haga más y más universales; que despierte y avive el orgullo de vivir dignamente la vida, el orgullo de castigarnos y de recompensamos a nosotros mismos por la sola aprobación o reprobación interna; el orgullo de sentirnos causa activa en busca del ideal social o cósmico —ahora que es moda el hacer gala de profesar esa reviviscencia del fatalismo encarnado en el incompleto determinismo actual.
Se acrecentará así la admiración por el cosmos ante la potencia infinita en él desplegada, núcleo de la religiosidad.
Y esa religiosidad se humanizará cuando cada ser acepte como verdad que la naturaleza, al producir un nuevo individuo, está orientada hacia un fin superior al de la conservación de la especie. Ese fin es la ascensión, el modo de hacer que la criatura supere al creador: Verdad, núcleo de la educación sexual.
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El núcleo del mal que tratamos de poner en evidencia está en el prejuicio religioso del pecado; en esa absurda denominación de órganos y funciones vergonzosas; en esa reacción cristiana —útil dique en sus comienzos que detuvo la ola corrompida de la civilización pagana en decadencia,— pero que llevada a exageraciones perjudiciales, nutrió el error funesto de creer que el pudor consiste en la ignorancia.
El remedio está en nuestras manos: es la educación integral.
Y lo que fecundará esta enseñanza, desarraigando definitivamente el pseudo sentimiento religioso actual, será el sentimiento hondo, intenso, sagrado, de la vida, tanto más expansivo, tanto más universal, cuanto más profunda, cuanto más humanamente individual sea.