Pedro Sánchez/IV

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Capítulo IV[editar]

Pocos días después de esta mi llegada al pueblo, aparecieron en él, en sendos caballos poderosos, desempedrando los callejones y excitando la curiosidad de todo el vecindario, el señor de Calderetas y otro personaje de gran estampa, con los correspondientes espoliques. Uno de éstos se adelantó, corriendo a más no poder, hasta la casa de los Garcías. Llamó recio con dos garrotazos a la puerta del estragal; salió el alcalde, oyó el recado, vistióse apresuradamente la chaqueta que tenía echada sobre los hombros, y siguió a buen andar al emisario; alcanzaron ambos a los caballeros al revolver de una calleja; saludóles muy fino y reverente el alcalde; contestáronle ellos lo menos que pudieron, y todos juntos, después de breves palabras enderezadas al García por el señor de Calderetas, echaron barrio arriba, sin parar hasta la casona solitaria.

Allí permanecieron largo rato, examinándola el desconocido personaje por afuera y por adentro, y el castañar contiguo y la huerta y el prado, desde cuya loma contempló después, con grandes aspavientos, el mar y la playa y cuanto desde aquel observatorio alcanzaba la vista en todas direcciones.

Tras esto y algunas preguntas sueltas dirigidas por el mismo personaje al alcalde, descendieron a la casona los señores, cabalgaron otra vez, y salieron del lugar entre las sombreradas del alcalde y el asombro de los vecinos.

¡Cuánto hubiera dado mi padre, y cuánto hubiera dado yo por estar a la sazón en buenas amistades con los Garcías, para saber inmediatamente de su boca a qué habían venido al lugar aquellos personajes!

Afortunadamente no se pasaron muchas horas sin que lo supieran hasta los sordos; porque a los hombres vanos, como el susodicho García, no se les pudren en el cuerpo las noticias de tal calibre. Piensan que publicándolas crecen ellos muchos codos en la consideración del vulgo; y por eso se supo antes del mediodía que el acompañado del señor de Calderetas era un personaje de Madrid que quería comprar la casona solitaria, para componerla y habitarla después con su familia durante los veranos.

Y el dicho se confirmó, porque, transcurridas dos semanas, vinieron gentes extrañas, y con la del pueblo que a ello se prestó, comenzaron a remendar lo ruinoso, a afirmar lo débil, a revocar por aquí y a tillar por allá, con tal apresuramiento, que antes de mediar julio parecía nueva la casa, y hasta contenía los necesarios muebles para ser habitada inmediatamente.

El efecto que aquella noticia y estos acontecimientos causaron en el lugar, parecería increíble en estos tiempos en que tan acostumbrados están los montañeses de la costa a rozarse en callejas y desfiladeros con gentonas veraniegas, de altísimo y hasta egregio copete. Pero todos mis convecinos echaron la impresión a buena parte: sólo mi padre y yo la recibimos como una pesadumbre, porque, bien examinado el asunto y vista la intervención de los Garcías en él, perdimos las pocas esperanzas que teníamos de arrancarles la administración de los consabidos bienes.

Antes de acabarse el mes de julio, nueva y más honda impresión en todo el lugar, con la llegada de los señores a la casa restaurada, en entoldado carro del país, con otros tres que le seguían cargados, de sirvientes y equipajes.

En los ocho primeros días no se vivió de traza en la aldea, ocupado hasta el más perezoso y esquivo en averiguar lo que se hacía y se guisaba en el remozado palacio, cuyos dueños se dejaban ver muy poco y a lo lejos, y se reducían al personaje ya mencionado, y a una jovenzuela, su hija, algo desmedrada y enclenque, a la cual, según rumores, se le habían prescrito, por la ciencia de curar, los aires de la costa cantábrica, precisamente de la costa cantábrica; mucha aldea, mucho ejercicio, poca sociedad y bastante agua ferruginosa.

Entre tanto, hubo en mi casa largas y calurosas porfías entre mi padre y yo, sobre si debíamos o no debíamos ir a ofrecer nuestros respetos y servicios a aquellos señores. La voluntad, bien sabe Dios que era inmejorable; pero temiéndonos un recibimiento frío y desdeñoso, el condenado puntillo montañés se sublevaba y no sabíamos en qué acertar. Al fin, mi padre, invocando su lema sempiterno de «nobleza obliga», disipóme las no muy arraigadas repugnancias que yo sentía; resolvióse él también, y allá nos fuimos una mañana, muy planchados, eso sí, y con lo mejor del baúl a cuestas; pero harto recelosos, y hasta conmovidos, por no habernos visto jamás en otra.

A la puerta del estragal nos encontramos con el alcalde que salía, como Pedro de su casa, muy orondo y satisfecho; y aun se infló mucho más cuando nos vio llegar bajo la mal disimulada impresión de timidez y recelo ya mencionados. Verdaderamente nos contristó mucho aquel encuentro, no tanto por lo que contribuyó a encrespar la vanidad del García, cuanto por lo que en presencia de éste nos apocaba a nosotros.

Subimos, y un criado con más que ribetes de grosero, nos introdujo en la sala, en la cual se presentó, antes de media hora, el señorón de Madrid, de bata chinesca, gorro por el estilo y pantuflas coloradas. Era hombre de buena edad, frescachón, patilludo, protuberante de estómago y rollizo y blanco de manos y pescuezo. Saludámosle muy reverentes; correspondió fino y suelto a nuestras reverencias y sombreradas; sentóse a nuestro lado, y diose comienzo a la visita en los términos que sabrá cualquiera de corrido, por ser los mismos, los mismísimos que ahora se usan, y se usarán probablemente en todos los casos parecidos a aquél; pues en este particular no han adelantado las gentes un solo paso.

En un dos por tres nos dijo el personaje:

-El país me encanta. Jamás le había visto hasta que vine a Santander con Su Majestad. (Estas palabras las recalcó mucho.) Necesitaba yo un rincón tranquilo, de aires puros e inmediato al mar; hablóme mi amigo el señor de Calderetas de este pueblo y de esta casa; la vimos, compréla al punto... y aquí me tienen ustedes a su disposición. (Aquí nos descoyuntamos a reverencias mi padre y yo.) Pero, amigos, no quiero ocultarles que si lo de los aires puros y los campos risueños y los bosques frondosos y el mar sin límites me enamora, como a buen manchego que soy, lo de la soledad y el reposo ha resultado mucho más de lo imaginado, y hasta de lo que se puede resistir. Verdaderamente es esto insoportable para un hombre que lleva veinte, años metido en el hervor de la vida madrileña, entre los combates de la política y las agitaciones del gran mundo. Así es que devoro los periódicos que recibo cada tres días, y los libros que conmigo traje; cuento desde el balcón los árboles del monte, y de noche las estrellitas del cielo, y aún me sobran horas que no sé en qué invertir.

Compadecimos de veras al ostentoso y contrariado manchego, y le deseamos días más llevaderos, hasta por la honrilla del lugar, único alivio que podíamos ofrecerle, y con poco más que esto y menos de otro tanto que él nos dijo, nos levantamos para despedirnos.

Levantóse también el personaje, y apretando una mano de mi padre, y otra mía con lar, suyas, nos rogó que le visitáramos a menudo, porque en ello recibiría gran merced.

A lo cual mi padre, como si le hubieran pisado el dedo malo, respondió sin poder contenerse:

-Gran honor sería para nosotros esa merced que usted recibiera con nuestra humilde presencia en esta casa; pero como ya hay quien se nos ha anticipado, y no nos gusta molestar...

-¡Anticipado! -exclamó el señorón algo sorprendido-. Como no sea el alcalde, única persona del pueblo que nos ha visitado antes que ustedes... Por cierto que, sin ofensa de su señoría, paréceme un tantico entrometido, y un si es no es impertinente.

Miróme aquí mi padre, cargada su faz de mal disimulado júbilo, y replicó al instante:

-Ya ve usted... la falta de cuna, de educación...

Y sin considerar que acaso dijera de nosotros cosa semejante al otro día, prometímosle acompañarle a menudo, y nos retiramos sospechando yo, y en ello no me equivocaba, que el personaje de Madrid había pescado en el dicho de mi padre la mala ley que éste y el alcalde se tenían.

A todo esto no habíamos visto a la joven delicada de salud, aunque oportunamente preguntamos muy finos por ella a su padre, el cual se limitó a respondernos que se encontraba mejor desde que había llegado a la Montaña, y bastante menos aburrida que él; pero al salir del estragal a la corralada, la vimos que llegaba envuelta en una bata blanca, con el pelo negro y abundante, desmadejado sobre los hombros y la espalda, y defendiendo del sol la cabeza con una sombrilla, blanca también, de largo y torneado palo. Descubrímonos al pasar junto a ella; respondiónos, creo que sin mirarnos, con una ligera inflexión de pescuezo, y entró en su casa mientras nosotros salíamos a la calle.

Parecióme esbelta y de no vulgar continente; descolorida en extremo, dura de faz y más que medianamente descarnada. En nada de esto te fijó mi padre, puesto que lo que me dijo, tan pronto como pusimos los pies en la calleja, revelaba que no había pensado en otra cosa desde que se despidió del personaje; y lo que me dijo fue:

-Ya lo has oído, Pedro: vino «con Su Majestad»; vive hace veinte años en Madrid «entre las batallas de la política y las agitaciones del gran mundo»; le ha gustado la Montaña; necesitaba aires puros y proximidad al mar, y ha comprado esta casa, ¡la que nos parecía invendible!... ¡la del Infantado!... ¡y sin regatearla! y en ella nos ofrece sus servicios, y solicita nuestro trato, y, por añadidura, le desagrada el del alcalde...

-Bien, ¿y qué? -respondí yo.

-Pues nada, si te parece -repuso mi padre dando un fuerte golpe en un canto del suelo con el regatón de su vieja caña de Indias con puño de plata y borlas de seda negra-: un personaje de tales requilorios, que se hace servir, casi de espolique, por un señor como el que le acompañó a este pueblo el primer día que vino a él... ¡digo si será pájaro de cuenta!

-Por tal le tuve desde que le conocimos; y por eso no me sorprende ahora, como le sorprende a usted...

-Hombre, tanto como sorprenderme, tampoco a mí, si bien se apura el caso; pero, vistas las condiciones extraordinarias del caballero, eso de no tragar al alcalde, al paso que a ti y a mí nos ruega que le visitemos a menudo, me parece, Pedro, me parece...

-Es verdad -dije, adivinando la intención de mi padre-. Pero, a todo esto -añadí, mientras caminábamos muy ufanos hacia nuestra casa-, ¿quién será?

-Por lo que rezan los sobres de la correspondencia, que llega a montones para él a la cartería, el «Excelentísimo Señor Don Augusto Valenzuela».

-Ya lo sé -añadí-. Pero quiero yo decir qué pito tocará ese hombre en el mundo.

-Hijo -respondióme mi padre humillando la cabeza-, sobre ese particular nada puedo yo decirte en este momento; pero -añadió, irguiéndose con la fuerza de un profundísimo convencimiento-, ¡pito muy principal debe de ser!