Pedro Sánchez/V

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Capítulo V[editar]

No se le cocía el pan a mi padre hasta hablar con aquel caballero tan atento y campechano que le había pedido a él, pobre y obscuro fidalguete de lugar, la merced de sus visitas. Así fue que le hicimos la segunda sin cumplirse dos días desde que tan satisfechos salimos de la primera.

Acababan de llegar, padre e hija, de la playa, donde habían pasado lo mejor de la tarde jugueteando con las olas, echando firmas en el arenal y acopiando cascaritas y pedrezuelas. Descansaban ambos de la fatigosa tarea cuando llegamos nosotros; el padre muy repantigado en un sillón, dándose aire con un periódico, y la hija arrimada a una mesa, sobre la cual clasificaba, por especies y tamaños, el pintoresco botín de su campaña.

-¡Muy señores míos! -exclamó al vernos el personaje, sin dejar de abanicarse, con grandes extremos de alegría, de seguro falsa. Pero falsa o verdadera, nos animó muchísimo, lo cual nos hacía buena falta; pues al notar, cuando entramos, la desmadejada actitud del uno, y tan absorta, lacia y taciturna a la otra, entendimos que más ganosos estarían de quietud y de silencio, que de la insulsa conversación de dos extraños impertinentes.

-¡Vean, vean, amigos! -añadió el Excelentísimo, señalando hacia la mesa, después de los obligados cumplimientos de una y otra parte-: ¡vean si esta tarde se ha perdido el tiempo!

Vimos, en efecto, como era nuestro deber, lo señalado; y en cumplimiento de otro no menos ineludible, en nuestro concepto, hartámonos de ponderar la riqueza del acopio; y ya, puestos a ponderar, ponderamos la playa también que lo daba, y hasta lo divertido y lo saludable y aun lo instructivo que era correr por ella y atropar litos y concharras; de modo que llegamos a convenir sin dificultad los cuatro, en que era una ganga tener a las puertas del hogar una playa así, con unas olas tan bonitas, un rumor tan agradable y unas brisas tan higiénicas.

Por remate de estas cosas y otras no menos divertidas, nos dijo el señor de Valenzuela que aquel día era uno de los más agradables que había pasado en la Montaña, puesto que, para que nada le faltara, había tenido carta de Pilita, de la cual no había sabido cosa alguna en toda la semana, a lo que observó tímidamente mi padre:

-Pues creí que no tenía usted más hijos que esta señorita.

-Pilita es mamá -dijo aquí la aludida, tomando parte por vez primera en la conversación.

-Pilita es mi señora -confirmó casi al mismo tiempo el personaje.

-Vamos -se atrevió a añadir mi padre-, se ha quedado en Madrid.

-No, señor -repuso el otro-: está en Vichy con Manolo, nuestro hijo. Tiene esa costumbre hace mucho tiempo, y no puede prescindir de tomar aquellas salutíferas aguas.

-Quiere decir, que nos honrará con su presencia cuando termine su temporada.

-Escasamente -respondió el Excelentísimo-. Desde Vichy irá a Biarritz a pasar el resto del verano con su pariente y amiga la duquesa del Pico... Es su costumbre. Nos reuniremos en Madrid ya bien entrado el otoño... a la apertura de los salones.

Confieso que antes que en lo, para mí, insólito de aquel modo de vivir en familia, me fijé en lo dispendioso que era y en el caudal que necesitaba poseer el personaje, en cuya casa me hallaba, para atender a tantas necesidades con la abundancia que éstas exigían. A mi padre le sucedió lo mismo, según me confesó después.

Poco a poco se fue reduciendo el tema de la conversación; llegóse a la política, manjar muy del gusto de mi padre; y mientras los dos se entretenían en saborearle, afirmando y exponiendo dogmáticamente el uno y asintiendo a puño cerrado el otro, parecióme a mí que debía acercarme a la mesa donde continuaba la joven arreglando su tesoro de pitas, cáscaras y caracolillos, y así lo hice, bien sabe Dios con cuánta desconfianza y cortedad.

Para entonces había tenido yo ocasión de observarla detenidamente, muy de cerca; y por venir ella de su expedición harto desencajada y porosa, en las mejores condiciones para no equivocarme en mi juicio. Así, pues, afirmo que, más que delgada, era flaca, bastante angulosa por ende; obra, si vale la comparación, más de azuela, y garlopa que de torno. Era, no obstante, armónico y agradable el conjunto de todas sus partes. Su rostro, en el cual brillaban como dos centellas los ojos negros rasgados, bajo unas cejas negrísimas también, de las cuales parecían la sombra unas ojeras cárdenas, y casi relucían, por lo limpio del esmalte, dos filas de menudos dientes entre unos labios finos con un ligerísimo matiz de rosa pálida, hubiera sido hasta hermoso, algo más lleno y menos descolorido; pero de los que se imponen, no de los que atraen y enamoran. Faltaba a sus ojos la dulzura, que es el mayor encanto de la belleza; antes eran de mirar duro y osado, y muy poco codicioso de lo que tenían delante, y a menudo se reflejaba en ellos un espíritu desabrido e indómito. Echábase de menos también en aquella cara seca el ambiente de la sonrisa, compañera inseparable de la dulzura de los ojos. La sonrisa de Clara (así se llamaba la joven) era un acto mecánico de su voluntad, una mueca, una simple contracción de los músculos faciales. Acompañábala ordinariamente una palabra dura, en un timbre de voz áspero y varonil, y esta condición hacía doblemente desagradable la sonrisa, las pocas veces que ésta se dejaba ver en la faz de Clara.

En fin, que me pareció la hija del Excelentísimo señor don Augusto Valenzuela, considerada en conjunto y en detalle, una mujer desenfadada, imperiosa y tesonuda, especie de alma de acero encerrada en un estuche de alambre, condición siempre temible, aun cuando en ese temple excepcional tengan mucha parte los golpes de la experiencia en las batallas de una larga vida mundana; pero de incalculable poder cuando le da formado ya la naturaleza en una joven casi niña. Quizá era éste el verdadero atractivo de Clara, no para mí, bien lo sabe Dios, sino para los hombres que pudieran tratarla con la experiencia que yo también adquirí después en las borrascas de la vida.

Por entonces, si se me hubiera obligado a hacer su retrato, hubiérame limitado a decir que la hija del personaje de Madrid no me gustaba, sintiendo instintivamente lo que hoy trato de explicar en este breve análisis de su carácter.

Digo que me aproximé a Clara desconfiado y corto, y he de añadir que hasta trémulo, pues no se me ocultaba a mí, aunque inexperto, que cuando un galán se acerca a una señorita está obligado a decirle algo que la distraiga y entretenga, siquiera para que el acto de cortesía no resulte pesada cruz para quien es objeto de él; y daba la maldita casualidad de que yo ni entonces fui, ni después de rodar por el mundo he sido gran repentista en esto de sutilezas y perfiles galantes. Siempre pequé de soso al acercarme a una dama, y jamás se me venían a los labios las buenas ocurrencias hasta apartarme de ella, es decir, cuando ya no las necesitaba. ¡Cómo envidiaba yo en aquel apurado trance las donosuras y bizarrías de ciertos diálogos que había leído en las novelas de mi casa! Hasta recordaba algunas de ellas que podían aplicarse al caso que me apuraba tanto, y aun tentado me vi en los primeros trasudores a encajarlas allí de corrido; pero felizmente (y no se tome esto a vanidosa jactancia), a faltas de las apuntadas condiciones de travesura, he tenido siempre cierto buen sentido, del cual me he amparado para salir de apuros de este jaez, ya que no triunfante ni muy airoso, tampoco abochornado ni corrido; es decir, que me he limitado a seguir mi canto llano y no meterme en contrapuntos «que suelen quebrar de sotiles», como diría el buen maese Pedro; lo cual se consigue hablando poco y a tiempo y de aquello que se le alcance a uno algo; y eso es lo que hice entonces, tomar pie del interés con que la joven continuaba escogiendo y agrupando en montoncitos lo atropado en el arenal, y decirla cuál de aquellas chapucerías se llamaba almeja, cuál peregrina, cuál burión, cuál era un chinarro que no merecía la honra de ser recogido por tales manos; en qué sitios y en qué épocas del año se pescaban vivos los animalejos correspondientes a aquéllos y otros despojos que también abundaban en la playa; cómo se guisaban y a qué sabían. Jamás historia curiosa ni cuento peregrino fueron escuchados de oídos infantiles con la atención y el interés que prestó la hija del señor de Valenzuela a aquellas mis prosaicas observaciones; merced a lo cual, tornéme sereno y animoso, como dueño que era de mí mismo, y no fue esto poco adelantar.

Presumo yo que al llegar aquí quien estos apuntes acertara a leer, había de asombrarse de que pretenda yo, en estos tiempos en que la curiosidad necesita, para ser excitada, muchísima sal y pimienta, entretenerle con inocentadas que desdeñan los precoces galanes al uso, que se levantan la tapa de los sesos antes de apuntarles el bozo; y aunque pudiera disculparme con el ejemplo de tal cual relato novelesco contemporáneo, no mucho más interesante, reconozco humildemente la increpada delincuencia, y digo que incurro en ella arrastrado por mi inquebrantable propósito de apuntar aquí cuantos acontecimientos dejaron alguna impresión en el fondo de mi alma, como éste que voy refiriendo, no seguramente por su magnitud absoluta, sino por mi pequeñez y blandura en aquella edad y en medio de las condiciones apacibles y sosegadas de mi existencia... Y ahora añado que si muy satisfecho quedó yo por haber vencido tan fácilmente los pasos del temido atolladero, mucho, pero muchísimo más quedó mi padre de su conversación con el señor de Valenzuela.

-¡Éstos son hombres, Pedro! -me decía mientras tornábamos a nuestra casa- ¡Qué afabilidad, qué penetración, qué tino, qué experiencia... qué palabra! ¡Si vieras lo que me ha dicho, lo que me ha confiado! ¡Cómo me ha puesto delante de los ojos el cuadro en esqueleto de la gobernación del Estado, con sus gobernantes de ayer, sus gobernantes de hoy y los que trabajan para serlo en el día de mañana! ¡Qué pericia, Pedro, y qué ojo! ¡Es un asombro cómo desde la altura de su importancia atendía y consideraba la menor de mis observaciones! Para todas tenía fácil y pronta respuesta, y a cada momento me decía: «porque usted, con su buen juicio e ilustrado criterio, no podrá desconocer esto y aquello... porque a su penetración no puede ocultarse lo otro y lo de más allá». Te digo, Pedro, que después de oír a estos personajes que tantos motivos tienen para ser altaneros y desdeñosos con obscuros aldeanos como nosotros, asco, verdadero aseo da el acordarse, no más que acordarse, de los humos de un chapucero pelagatos como los Garcías.

Convine en ello sin dificultad; y el resultado final de aquella visita y de los subsiguientes comentarios fue decirme mi padre, al acabar de cenar y estando cada uno de los dos palmatoria en mano, con el correspondiente cabo de vela de sebo comenzando a correrse y a oler mal:

-Si esto sigue como empieza, dentro de un par de días se podrá ir preparando el terreno.

-¿Para qué? -respondí.

-Para tantear el vado.

-¿Qué vado?

-El de la administración... En mi juicio, va a ser, Pedro, coser y cantar. Con este hombre no se conciben imposibles. Nada te digo de la secretaría, porque en cuanto le haga una seña con el dedo al señor de Calderetas, ya está el alcalde boca abajo.

Repliqué a esto, aunque me halagaba muchísimo, que, en mi opinión, convenía dejarlo para más adelante, porque no creyera el Excelentísimo señor que el interés de la ganga era lo que nos movía a ser tan atentos y obsequiosos con él. Túvose por bueno mi reparo; y sin otros particulares que dignos de narrar sean, nos fuimos a la cama.