Pedro Sánchez/VIII

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Capítulo VIII[editar]

Cuando la tuve delante, arrastrada por diez o doce briosas mulas, con su postillón en la izquierda de las dos primeras, entendí que era una casa ambulante con gentes asomadas a sus balcones, incluso el de la buhardilla, que tal me pareció el altísimo cupé. Mostró mi billete al mayoral, subieron mi baúl con e auxilio de una escalera de pinos al desván de la casa, alzando por un costado el tejadillo de cuero, y embutiéronme a mí en el departamento central, técnicamente interior, en el que había ya cinco personas, las cuales me recibieron como debía recibir el atormentado la cuña destinada a apretar la prensa de sus huesos. Cedióseme una esquina que me pertenecía de las cuatro del local, como lo rezaba el billete, acomodéme del mejor modo posible en la parte de cojín que me correspondía en aquel banco, y por entonces no me pareció muy duro que digamos, ni tampoco me lo parecieron las paredes del coche, revestidas, como el almohadón, de bayeta encarnada, con un poco de mullida, Dios sabe de qué.

En esto se oyeron hacia el pescante cuatro gritos, diez interjecciones de cuadra, el restallar del látigo y mucho cascabeleo, viniéronse los tres que iban de espaldas a las mulas sobre los otros tres que las llevábamos de frente, como si un huracán los empujara, y comenzó a rodar el coche camino de Madrid, con un ruido de cristales, de muelles envejecidos y de portezuelas mal ajustadas, que verdaderamente ensordecía y atolondraba.

Poco a poco me acostumbré a él, y hasta fuimos, a fuerza de sacudidas y cerneduras, entrando en caja los seis pasajeros que poco antes íbamos casi en vilo de puro apretados, y con este relativo bienestar, pude enterarme de las cataduras que me acompañaban en aquel departamento de la diligencia. El pasajero de mi derecha era un medio señor gordo y poroso, tipo de lo que era, como andando las horas se supo allí: traficante en caldos; bufaba muy a menudo, y chupaba de vez en cuando una punta de cigarro puro de infame calidad, que llevaba ordinariamente entre el índice y pulgar de su mano izquierda, apoyada ésta ligeramente sobre el muslo del mismo lado. Además de bufar se bamboleaba mucho, y cada vez que se me venía encima parecía un brasero por el calor que despedía. Ocupaba más de asiento y medio, y no nos reventó a los dos colaterales, porque el que le seguía por la derecha era un estudiantillo enclenque que cabía sin apreturas en la media plaza, no cabal, que le quedaba libre. Enfrente de mí iba una joven poco notable a primera vista, por la misma corrección y armonía de sus facciones y contornos: verdaderamente no había una tacha que poner en ella. Vestía con mucha modestia, y bajaba los ojos, negros y dulces, en cuanto yo fijaba la vista en ellos. Cambiaba a menudo algunas palabras y sonrisas con una mujer, ya cincuentona, pequeñita y fea, que iba a su izquierda, inmóvil, casi rígida, pero curioseándolo todo sin cesar, dentro y fuera del coche, con sus ojillos de rámila. Por último, ocupaba el cuarto rincón un hombrecillo inquieto, limpio y muy impresionable, enjuto y moreno de faz, de crespo y entrecano bigote, cadena de similor y gorro de terciopelo. Este personaje llamativo y simpático, era, según luego supe, padre de la joven, y la mujer pequeñita, su ama de llaves y servidora única desde muchos años atrás.

Como no podía estarse callado, y el estudiante dormitaba, y el caldista solamente le respondía por monosílabos... cuando le respondía, y lo de casa no le llenaba mayormente, encaróse conmigo, y en un dos por tres supo quién era yo, de dónde venía y adónde iba, y cuando nada de esto le quedó por saber, comenzó a hablarme de las mieses entre las cuales corría la diligencia, del maíz, de las calabazas, del fresco y aterciopelado retoño, del rústico caserío, del ganado vacuno... en fin, de cuanto veía, y él se lo hablaba y se lo aplaudía; y tan pronto entonaba himnos de admiración a la belleza de la Montaña, como tristes lamentos al escaso valer de sus productos en relación con el penoso trabajo que exigían al labrador. Empeñábase mucho en interesar con sus observaciones a todos los viajeros que le acompañábamos, y por eso su vista saltaba rápida y bullidora de semblante en semblante. Siguiéndola yo en sus vertiginosas exploraciones con infantil curiosidad, más de dos veces se encontraron tope a tope mis ojos con los de la joven, que me pagaba con una sonrisa cada gesto con que yo demostraba mí aquiescencia a los pareceres de su padre. El cual hablaba tanto como con la lengua, con las manos, con los ojos, con las piernas, y hasta con el gorro de terciopelo. No he visto jamás hombre que más dueño fuera de todos los músculos de su cuerpo, ni que mejor supiera armonizar el menor de sus movimientos con las inflexiones de su voz. Lo del gorro, especialmente, me tenía cautivo. ¡Con qué facilidad le bamboleaba sobre su cabeza sin tocarle con las manos! ¡Cómo lo echaba sobre la frente en cuanto apuntaba una sospecha maliciosa, o lo arrojaba hacia el cogote al confundirnos con una conclusión irrefutable, o lo derribaba sobre una oreja mientras exponía un antecedente o soltaba un chiste!... Porque era también chistoso el hombrecillo aquél, y agudo hasta no poder más; sobre todo, pintoresco y entretenido.

Se fue estrechando el valle poco a poco, hasta que nos vimos en las angosturas de las Hoces de Bárcena, cuyo paso duró hasta media tarde. Llegamos a Reinosa, y allí nos apeamos para comer en un parador, del cual salirnos casi de noche y tiritando de frío; por lo que, bien comidos y al calorcillo consolador que producíamos los seis viajeros apretados en el interior de la diligencia, a pesar de la incesante charla del hombre del gorro, no tardamos en arrimar la cabeza a las paredes del coche y en dormirnos profundamente.

Cuando me despertó el sol del nuevo día estábamos rodando sobre las llanuras de Castilla la Vieja. Nunca olvidaré la aflictiva impresión que me produjo en el ánimo la contemplación de aquel paisaje negro y esponjoso, como rimero de escorias: ni un ser viviente, ni un sonido, ni un árbol, ni un pájaro, ni un arroyo en cuanto alcanzaba la vista. Cediendo a un impulso de mi corazón tendí la mía sacando el busto por la ventanilla, hacia lo que quedaba atrás; y allá lejos, muy lejos, formando la barrera del horizonte, columbré una cordillera de montes plomizos que parecían nubes, y una faja de nubes que parecían montes. Entre los picachos muy altos observé una mancha tenue y azulada, recortada en línea horizontal por el cielo; y al fijarme en ella, a punto estuve de lanzar un grito desde lo más hondo de mi pecho. La fuerza del deseo, el amor a la tierra nativa, el profundo aunque acallado dolor de abandonarla, me hicieron ver en aquel instante los perfiles de sus montañas, y el mar cuyos estruendos habían arrullado los mejores sueños de mi vida. Contemplé con los ojos de la imaginación la apacible y pintoresca aldea, y en ella el hogar querido, y en el hogar a mi padre triste y errabundo y solo. Pronto me convencí de que todo ello era una alucinación de mis sentidos; la nostalgia de la patria se apoderó nuevamente de mí, y a pique estuve de que publicaran mis ojos la negra pesadumbre que me abrumaba el ánimo. Quizás no comprendieran bien este exceso de sentimiento todos los lectores y lo achacaran muchos de ellos a un vicio de mi educación patriarcal, cuando no tomaran mis palabras por un pueril alarde romántico. Algo puede haber de lo primero; lo segundo no tendría disculpa hoy en mi pluma. De cualquier manera, no serían montañeses los que se asombraran de lo que refiero; porque un montañés de pura raza es capaz de todo, menos de contemplar sin pesadumbre un suelo tapizado de secos rastrojos, sin árboles que le asombren, sin arroyos que le refresquen, sin verdes colinas que le limiten y sin pájaros que le alegren.

De esto hablé un poquillo con mi linda compañera de viaje, no tanto por desahogar mi corazón, cuanto por dar a mis ojos, cansados de la aridez del paisaje que me rodeaba, el regalo de su belleza.

De tarde en tarde hallábamos un pueblo derramado sobre la llanura, como las fichas en un tablero de damas, sin una mata, ni un ribazo, ni un muro, ni una huerta, ni una desigualdad que rompiera antes, al fin o alrededor de él, la triste monotonía de su forma escueta y de su color negro terroso, como el suelo que le sustentaba, y los pocos seres humanos que perezosamente discurrían entre sus moradas, y el rebaño de ovejas que herbajeaba en la era, y el cabizbajo, taciturno y embrutecido pastor que cuidaba de ellas.

En uno de estos pueblos, después de habernos desayunado en Palencia con los famosos bollos del parador de Pampín, nos detuvimos a comer, a las dos de la tarde. Entramos en el parador por la cuadra, con las mulas del tiro que se reanudaba allí, y pasamos a un comedor de adobes, como todo el edificio, donde nos sirvieron en larga mesa, regularmente limpia, tras de los clásicos garbanzos, pollos y palominos en varios condimentos, queso ovejuno, dulce de membrillo y una infusión de salvia que allí denominan té. ¡Con qué minuciosa exactitud recuerdo todas estas cosas al cabo de tantos años, y con qué placer las revuelvo en la memoria! Bien sabe Dios el trabajo que me cuesta cerrar la válvula para que no salten sobre el papel otras infinitas de la misma casta; y con qué recelos apunto las pocas que se me escapan en el relato, temiéndome que ni aun por su interés histórico y arqueológico las aceptarían de buen grado, si llegaran a verlas, los jóvenes que hoy van en diez y ocho horas de Santander a Madrid, en cómodos vagones de ferrocarril, y tienen la fortuna de no haber rodado nunca en diligencia sobre aquel interminable camino, verdadero río de polvo zurcido en un mar de paño pardo.

Que, entre tanto, el señor del gorro no cerraba boca, no necesito decirlo; pero he de declarar que, aunque continuaba entreteniéndome mucho su expresiva y pintoresca conversación, me entretenía mucho más la de su hija, que para entonces me había perdido el miedo y hablaba conmigo a ratos sin cortedad alguna. Me encantaba por ingenua, por sencilla... y por todas y cada una de las cualidades y prendas que iba descubriendo en ella. Era la más acabada antítesis de Clara; y no sé si esta observación que se me impuso súbitamente, influyó algo en el juicio que de ella formé entonces. Si esto no, el ser la segunda mujer de aquel pelaje que yo había tratado en mi vida, y la intimidad que se establece entre los compañeros de un largo y nada cómodo viaje, bien pudieron ser parte a que mi imaginación la viera sobre más alto pedestal que el que en buena justicia le pertenecía.

Por ella supe que su padre era un empleado del Gobierno, declarado cesante en Santander cuatro meses antes. Iban a Madrid, donde ella había nacido, porque su padre había logrado en empleíllo particular allí, al amparo del cual pensaba vivir mientras trabajaba para que le repusiera el Gobierno en su destino. El cesante se llamaba don Serafín Balduque; su hija, Carmen, y la mujercilla fea, criada antiquísima de la familia y casi aya de la joven, como ya queda dicho, Quica.

En otro poblachón como en el que habíamos, comido, cenamos a deshora de la noche los mismos pollos, los mismos palominos, el propio queso con membrillo en dulce, y la mismísima salvia por remate... Y vuelta a dormir y a rodar en llano, hasta que amaneció el nuevo día entre polvo del camino real y campos de desolación. Sobre ellos, como sobre los que iban quedando atrás, descollaban acá y allá muy de tarde en tarde, tal cual tumor, plomizo y rapado, encima de alguno de los cuales se erguía un castillete coronado de unos barrotes, entre los que subía y bajaba una cosa negra, a modo de caldero. Eran los telégrafos ópticos, que, lejos de alegrar el paisaje, le entristecían todavía más; pues a la contemplación del insulso detalle iba unida la consideración de que dentro de aquella jaula de sólidas paredes, había seres humanos incomunicados con el resto del mundo; y para mayor burla de la desgracia, ellos, los encargados de conducir maquinalmente la palabra de los demás a través de la tierra, estaban condenados a no hablar con nadie, fuera de lo que hablaran entre sí.

No sé por qué comparaba yo aquellos destellos de luz, relativamente al sitio en que brillaban, con la mocosa candileja que se deja ver en el fondo negro de un vasto subterráneo.

Nos explicó don Serafín cuanto se le alcanzaba del modo de funcionar de aquellos aparatos; y llegando a decirnos la miserable retribución con que pagaba el Gobierno el suplicio moral de los empleados que los manejaban, puso a todos los gobiernos españoles como no digan dueñas; y una vez enzarzado con ellos por aquel motivo, despellejólos vivos por todos los imaginables, y especialmente por los que a él le atañían.

Entonces nos refirió su historia con todos sus pormenores el bueno de don Serafín Balduque, historia que me puso a mí los pelos de punta, y no era para menos.

Según su relato, el tal don Serafín había comenzado a servir al Estado, bajo la protección de un personaje influyente, a la edad de diez y siete años y con cuatro mil reales de gratificación. Desde entonces hasta la fecha en que nos lo decía, cuarenta y siete años justos, con una hoja de servicios limpia como una patena, había sido cesante veintitrés veces, que representan veintitrés larguísimas temporadas de angustiosas privaciones, y otras tantas batallas rudísimas para conseguir la reposición. Como la necesidad le obligaba a aceptar lo que le ofrecían, cada vez que le empleaban, vuelta a tejer el pobre hombre casi de nuevo la destejida tela de su oficio en otro ramo diferente de la Administración del Estado. Así saltaron sobre él todos sus contemporáneos, y jamás pudo llegar a la categoría que le pertenecía de derecho, para jubilarse con un sueldecillo mediocre, y descansar de una vez. Había sido empleado en casi todas las poblaciones de España en que hay oficinas del Estado, y pasaban de tres las ocasiones en que al ir a tomar posesión de su nuevo destino, atravesando para ello toda la península, antes de presentar sus credenciales al fin de la jornada, ya era cesante otra vez.

-Es cosa sabida -concluyó-, y hasta proverbial entre las gentes del oficio: ¿hay que hacer un hueco para colocar a un intruso recién llegado? Pues Serafín Balduque cesante. ¿Ambiciona alguien el puesto mío en una capital determinada? Al día siguiente ya está Serafín Balduque trasladado a los quintos infiernos. ¿Se habla de crisis? Balduque al agua. ¿Se arma un tiberio político en cualquiera parte del mundo? Don Serafín sin empleo.

-Eso es ya mucho exagerar -apuntó aquí el caldista con voz de sochantre.

-¡Exagerar! -exclamó don Serafín mirándole con ojos de lástima, después de haber echado con un rápido movimiento de cabeza el gorro sobre el entrecejo-. ¿Y por qué?

-Porque no tiene nada que ver el destino que usted desempeña con lo que suceda por esos mundos.

-¿Y cree usted -volvió a preguntar el cesante echando el gorro hacia la oreja derecha- que tiene algo que ver mi empleo con la venida del rey a Santander?

-Maldita la cosa -respondió el caldista.

-Pues bueno -continuó don Serafín-: en cuanto supe yo que S. M. venía a inaugurar el ferrocarril, y vi la ciudad en movimiento y la gente alborotada, me di por muerto.

-¡Vaya una aprensión!

-Aprensión, ¿eh?... En mayo estuvo el rey en Santander, ¡bien sabe Dios lo que yo le aclamé, y las visitas que hice al jefe de mi negociado que le acompañaba, y lo puntual y asiduo que estuve siempre y para todo!... pues a mediados de junio ya me habían limpiado el comedero.

-Casualidad.

-Enhorabuena; pero, como la capa del otro, tan llena está mi vida de esas casualidades, que han llegado a ser la ley por que me rijo.

No perdía yo ripio en esta conversación, puesto que el asunto de ella tenía bastante más concomitancia con mis proyectos que las crisis europeas con el destino de don Serafín. Metí mi baza en la porfía, y dije al sempiterno cesante:

-Carecerá usted de valedores.

-¡Calabaza, careceré! -respondióme al punto echando el gorro hacia la nuca-. Los tengo como todo hijo de vecino.

-Pues no lo comprendo.

-Lo que hay es, que así como en fuerza de aburrirlos, no dejándolos a sol ni a sombra, me ayudan algo para colocarme, es decir, para verse libres de mí, después, si te he visto no me acuerdo.

-Corriente -dije yo-; pero esa serie de casualidades que le persiguen a usted, aunque para usted han llegado a ser una ley ineludible, no lo serán para todos los empleados del Gobierno.

-Hombre -replicó don Serafín con nerviosa viveza-, no diré que a cada cuarenta y siete años de servicio correspondan en España, irremisiblemente, mis veintitrés cesantías; pero lo que es veinte, docena y media siquiera, no se las quita a nadie el lucero del alba... salvo, se entiende, los niños mimados de la suerte, que comienzan por donde uno acaba y llegan a la cumbre en un dos por tres. Pues si no fuera así, la carrera de empleado era una canonjía para los hombres como yo, de pocas necesidades.

-Gran consuelo es todo eso que usted dice para los aspirantes a esa carrera -expuse yo aquí con la ingenuidad que puede presumirse.

-Le aseguro a usted, señor don Pedro -me dijo Balduque con toda la solemnidad que cabía en él-, que no tiene vergüenza el hombre que, con salud y mediano entendimiento, se echa hoy en España por ese camino. Cuando vuelvo los ojos atrás y cuento los años que llevo sirviendo al Estado; la burla que sus gobernantes han hecho de mí; los apuros, los ahogos en que estas burlas me han puesto tantas veces; las privaciones a que me he sometido; la fe... hasta el entusiasmo con que he trabajado en los múltiples cargos que se me han cometido; la edad que tengo, lo atrasado que estoy en la carrera; lo que será de esa infeliz (y miraba conmovido a su hija, no muy serena), si Dios me quita la vida a la hora menos pensada, me asombro del buen humor que tengo, de no deber un céntimo a nadie... y de lo honrado que soy... De lo honrado que soy, sí; porque conmigo se ha hecho todo lo posible para que no lo fuera. ¡Cuantas veces mi pobre mujer... (de resultas de un forzado viaje penoso por el puerto de Pajares, en el corazón del invierno, la perdí), cuántas veces me aconsejó que abandonara la carrera, sólo en desdichas fecunda para la familia, por cualquiera de las ocupaciones que, a Dios gracias, he tenido siempre en Madrid durante mis cesantías...! La verdad es que a remendón de portal que me hubiera dedicado cuando tuve el mal acierto de aceptar el primer destino que me ofrecieron, tendría a la presente fecha mejor pelaje del que tengo, y, sobre todo, hogar y reposo... Dicen que reina cierto malestar en el mundo político y que se temen acontecimientos graves... Bien sabe Dios que no soy hombre de matices ni de pasiones de ese género; pero les aseguro a ustedes que, hoy por hoy, me creo capaz de echarme a la calle con el moro Muza, si el moro Muza lo fuera de exterminar a garrotazo seco la pillería que medra con todos los partidos, y manda y dispone y es causa de mis desventuras, y de otras mucho mayores, que también me duelen porque las llora la patria.

¡Pobre don Serafín! ¡Qué lástima me daba de él en estos casos, y cuando, quizá por no tener con qué pagar las comidas y las cenas, le veía yo, mientras los demás pasajeros de todos los departamentos de la diligencia nos regodeábamos con los vulgares, pero abundantes y calientes condumios de la mesa de los paradores, comprar, medio a escondidas, un poco de pan para volver a comerlo en la diligencia, en compañía de Carmen y de Quica, con los míseros fiambres que éstas sacaban cuidadosamente de un saquito de alfombra que llevaban sujeto entre las correas del techo! ¡A qué tristes consideraciones me arrastraba el ejemplo de aquella desdichada familia, cada vez que pensaba yo con alguna serenidad en los propósitos que me habían sacado de mi lugar!

En una ocasión, y no sé a cuento de qué, cité yo el nombre de don Augusto Valenzuela. Preguntóme don Serafín si le conocía; respondíle muy hueco que tenía la honra de ser gran amigo suyo por haberle tratado mucho aquel verano en mi lugar; díjome si pensaba visitarle en Madrid; contesté que tan pronto como llegara, aunque me guardé mucho de decirle el porqué de la visita; y desde aquel instante don Serafín, Carmen y hasta la misma Quica, no supieron ya dónde ponerme, ni cómo contemplarme; y al oír a don Serafín ponderar el influjo del orondo manchego en la política dominante, y el valor de una amistad como la suya, verdaderamente me acusaba la conciencia de haberme dejado arrastrar con exceso del demonio de la vanidad al hablar de mis intimidades con el personaje; pero sirva como atenuación de mi pecado el cordial propósito que hice de emplear en beneficio de don Serafín, tanto como en el mío propio, cuanta estimación hubiera conquistado yo hasta aquella fecha, y pudiera conquistar en adelante, en el corazón del influyente manchego. No se lo oculté a don Serafín, y esto acabó de darme una importancia colosal a los ojos de aquella apreciable familia, con la cual departía yo a todas horas con la más patriarcal franqueza, especialmente desde que, habiéndose quedado el gordo caldista en Olmedo, y no estorbándonos para nada el imberbe estudiantillo, vivíamos los cinco en el interior de la diligencia como en el propio hogar. A los demás viajeros sólo los veíamos a las horas de comer. Conocíamonos todos de vista, y nos tratábamos con la cortesía de vecinos de una misma escalera, pero nada más. Y no es de tachar la comparación, pues los mismos puntillos de etiqueta que entre las familias de una misma vecindad, se observaban entre nosotros: quiero decir, que los pasajeros de la berlina nos miraban con cierto desdén a los del interior, al paso que éstos, es decir, nosotros, nos creíamos un tantico más entonados que los de la rotonda, y mucho más que los del cupé.

Y andando andando, es decir, rodando rodando, concluyéronse las llanuras, y comenzó la subida del áspero y largo Guadarrama. A la bajada de él me dijo don Serafín, echándome una mano sobre el hombro derecho y señalando con la izquierda hacia el horizonte del Sur:

-¡Allí le tiene usted...! La cúpula de San Francisco el Grande, la torre de Santa Cruz, la mole de Palacio...

Miré con ansiedad hacia donde me señalaba el dedo de don Serafín, y, en efecto, vi cuanto el cesante me iba nombrando, alzándose sobre un cerro amarillento y pelado, y recortándose sus perfiles en el azul purísimo de un cielo incomparable.

-Aquello es Madrid -añadió mirando hacia allá asido con las dos manos al marco de la ventanilla, y bamboleando el encorvado cuerpecillo, según lo pedían los tumbos y vaivenes que daba la diligencia en su rápido y estruendoso descenso -¡Ah! ¡si yo tuviera poder para tanto...! Un recadito secreto a las gentes honradas para que escurrieran el bulto; luego una lluvia espesa de pólvora fina; enseguida otra lluvia de rescoldo... y como en la gloria todos los españoles.

Hízome reír y diome que pensar esta ocurrencia, y ya no se habló más que de Madrid en todo lo restante de la jornada. El estudiantillo metió la cuchara en la conversación muchas veces, Y aun se me antojó más versado en las cosas de Madrid que en los códigos de Justiniano. Oyóme decir que me gustaría vivir en la corte entre paisanos, y me recomendó cierta posada de estudiantes montañeses, mozos de buen humor, en la calle del Caballero de Gracia. Tomé nota de ello en mi cartera, y tomóla también don Serafín, porque pensaba visitarme a menudo, tanto como se lo permitieran sus ocupaciones en la corte, entre cuyos laberintos y encrucijadas quería servirme de piloto. Diome en justa correspondencia las señas de la casa donde él iba a parar (Olmo, 42 duplicado, cuarto 4º interior de la derecha); y en éstas y otras tales, al rayar el mediodía, sin un árbol, ni un sembrado, ni un detalle de los mil que anuncian en toda tierra de cristianos la proximidad a una gran población, llegamos a la puerta de San Vicente, y veinte minutos después, a la calle de Alcalá, parador de las Peninsulares, en cuyo patio nos apeamos entumecidos, polvorientos y desgreñados. Hubo allí, tras el registro de ordenanza, las acostumbradas despedidas entre los viajeros de cada departamento: me dolió de veras la que hice de la hermosa Carmen, en cuyos ojos leí un vivísimo deseo de que volviéramos a vernos pronto; prometíselo con otra mirada no menos elocuente, mientras estrechaba en mi diestra la suya blanquísima, suave y menuda; y encomendando mi baúl a las espaldas de un forzudo mozo de cordel, seguíle a la posada, cuyas señas le di, tropezando con el espeso oleaje de transeúntes de la calle de la Montera, ensordecido con el estruendo que producía el rodar de los coches y el hablar de tantas gentes, y deslumbrado y borracho por la novedad del sitio, del movimiento y de los colores; extraño mar en que yo me zambullía de repente, desde el fondo de un cajón con ruedas, venido de las agrestes soledades de mi lugar atravesando interminables arideces, tristes como las estepas de Rusia.