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Pedro Sánchez/VII

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Capítulo VII

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Hubo algunos días después un solemne consejo de familia, convocado por mi padre, al cual consejo asistieron mis tres hermanas con los correspondientes maridos. El punto sometido a examen en aquella patriarcal asamblea abarcaba dos extremos principales: 1º Ventajas y desventajas de que saliera yo a correr las aventuras por esos mundos de Dios. 2º Recursos indispensables y modo de adquirirlos para mi equipo, viaje y fondo de reserva, por lo que pudiera acontecer. El primer extremo, ya ventilado y resuelto en lo más substancial, dio poco que hacer y menos que discurrir al consejo; pero, en cambio, el segundo a pique nos puso a todos de que acabara aquello como el rosario de la aurora. Pedir dinero al jándalo y al arbitrista era sacarles una tira de pellejo; así es que, lejos de ofrecérmelo, me echaron en cara la sopa boba que estaba dándome mi padre, con perjuicio grande de los intereses de sus hijas. Indignóme la grosería, terció el procurador en el lance mientras mi padre se contenía a duras penas en obsequio a la necesidad; y como la del dinero que solicitábamos era imperiosísima, aviniéronse a darme hasta tres mil reales mis dos avarientos cuñados, merced a un compromiso que les firmé de pagarles en el día de mañana con mi legítima, si antes no lo adquiría por otra parte.

Ofrecióse el procurador a darme graciosamente hasta dos mil reales; y con éstos y los otros, más lo que aprontó mi padre, y un viaje que hice con la procuradora a la villa antes de acabarse septiembre, me hallé con un equipo como jamás le soñé, y un billete de interior de las diligencias Peninsulares, para la que debía pasar por la villa, desde Santander, el día 5 de octubre.

Entre tanto, los huéspedes de la casona iban disponiendo su marcha; la cual emprendieron acompañándolos el cura, mi padre y yo hasta la villa, nosotros a caballo y ellos en carro del país, ocho días antes del en que había de salir yo de la Montaña.

De ella iban muy contentos padre e hija; y en verdad que con muchísima razón, porque si alguna vez los aires han hecho milagros, fue aquélla en la enfermiza, pálida y angulosa Clara. ¡Qué otra volvía de la que había venido dos meses antes a mi lugar! Don Augusto no se cansaba de mirarla y de decirnos:

-Vean ustedes, vean ustedes, y enorgullézcanse de ser hijos de tan benéfico país. ¡Cómo la apuntan los colores, y se nutre y redondea!... ¿eh?... Pero si ha dado en comer como un sabañón: ¡ella que comía menos que una calandria cuando vino de Madrid! ¡Los aires, amigos, los aires... y el ejercicio; y, sobre todo, la libertad y las aguas!... ¡Prodigioso, prodigioso!... Otro veranito aquí, y revientas el corsé, hija mía... ¡jajajá!... Te aseguro que no te va a conocer tu madre.

Y en esto, y mientras se reía a carcajadas, el Excelentísimo señor daba golpecitos en la espalda de Clara, cuya sonrisa había ganado bien poco con las ganancias evidentes del rostro en que brillaba, sin duda porque los achaques del espíritu piden otra terapéutica que los del cuerpo.

Poco o nada nos dijo la joven en todo el camino; y verdaderamente parecía ser ella, a juzgarla por su continente, la que menos importancia daba a lo que había ganado durante el verano en encantos y salud.

Cerca de la villa ya, nos salió al encuentro el señor de Calderetas, en cuya casa habían de pernoctar los madrileños para tomar la diligencia al otro día muy temprano; y media hora después, a las puertas de la morada de aquel personaje, despedímonos todos muy afectuosos, y volvímonos a mi lugar el señor cura, mi padre y yo, haciéndonos lenguas del señor de Valenzuela, sin haber logrado averiguar todavía qué pito tocaba en la cosa pública este caballero; pero sin asomo de duda de que bajo su amparo había de lograr yo, en menos de tres tirones, encaramarme sobre los mismos cuernos de la luna.

¡Qué días los ocho que siguieron a éste! ¡Cuánta ansiedad! ¡Qué insomnios! ¡Qué incesante tensión la de mi espíritu! Veinticinco años, los primeros de mi vida, corridos en el apartamiento, en el sosiego, en la obscuridad, sin deseos, sin ambiciones, al dulce calor del hogar paterno; avezado a abarcar con la mirada, desde la solana de mi casa, todo el escenario en que bahía de desenvolverse la insulsa comedia de mi vida, por larga que ella hubiera sido... De pronto, el mundo entero ante mis ojos; el mundo, con sus estruendos, sus confusiones, sus azares, sus halagos, sus inclemencias, sus risas, sus dolores, sus grandezas, sus miserias... Póngase cualquiera en mi lugar, y dígame si el trance no era para andar caviloso, inapetente y desvelado, como andaba yo... Pero mucho más desvelado, inapetente y caviloso andaba mi padre, aunque hacía heroicos esfuerzos para ocultármelo.

Acabóse septiembre, comenzó octubre, y llegó la hora tremenda. Era ésta la del amanecer. El bien provisto baúl de mi equipaje estaba en la villa desde la tarde anterior, el viejo cuartago me esperaba en el corral con todos los arreos encima, la cabeza gacha, el belfo lacio, las riendas sobre la enmarañada crin, y a su lado el mozo que había de servirme de espolique.

Acercóseme mi padre, que no había dormido en toda la noche; y, sin decirme una palabra, deslizó en mi diestra dos roñosas onzas de oro, que quizá eran las economías de toda su vida. Pasaba de dos mil quinientos reales lo que yo tenía ya en el bolsillo, y me pareció una escandalosa y hasta inhumana gollería recibir aquella nueva suma que tanta falta podía hacer a mi padre a la hora menos pensada.

-Para ti las tenía guardadas: tuyas habían de ser de todos modos -me dijo para vencer mis reiteradas resistencias-. Vas a un mundo desconocido; pueden fallar los cálculos que hemos hecho; puedes enfermar, ¡quién sabe!... y ¿qué sería de ti, solo, desconocido y sin dinero?

Enseguida nos abrazamos descoloridos, convulsos, como si nos despidiéramos para la eternidad; y bajé al corral precipitadamente, huyendo de los pensamientos que me asaltaban, a la vista del honrado y amoroso anciano, que se quedaba solo y triste, cuando más necesitaba el amparo y el calor de la familia.

Salí del pueblo sin atreverme a volver los ojos hacia él. ¡Nunca me parecieron más hermosas sus campiñas, ni sus aires más fragantes, ni sus celajes más pintorescos!... Envidiaba al pobre campesino y a la mansa bestia que conducía a la sierra, y al árbol solitario, destinados a morir sobre el misino terruño que los nutría. Refrenaba con ímpetu al achacoso bruto en que cabalgaba yo, pareciéndome que era la rapidez del viento su derrengado trote... y, en fin, hasta le pedí a Dios que me enviara de pronto aunque no fuera más que un dolor de tripas para tener un pretexto racional de volverme a casa y no salir jamás de mi pueblo. ¡Tanto me abrumaba el recuerdo de mi padre y me consumía el fuego del amor a la tierra nativa, en el instante de abandonarla, quizá para siempre, después de haber pasado lo mejor de la juventud soñando vivir y morir en ella!

Pero llevaba yo tres mil reales mal contados en el bolsillo, para mis necesidades y recreos, cantidad fabulosa en un mozo de mis condiciones; un baúl atestado de ropa nueva, fina y a la moda; ancho mundo por delante y libertad omnímoda para gozarla; la protección de un personaje de gran cuantía; veinticinco arios apenas, y una salud de bronce, con las cuales ventajas no es obra del otro jueves descargar el corazón de penas y melancolías.

Muy llevaderas eran ya las que sobre el mío pesaban, tan pronto como traspuse la primera cumbre, y con ingenuidad declaro que al llegar a la villa podían más las risueñas imaginaciones que habían vuelto a bullir en mi cabeza, que el sentimiento de abandonar los patrios lares, y los recelos temerosos a lo desconocido.

Recogí el baúl donde se hallaba depositado desde la víspera, convidé y gratifiqué rumbosamente al espolique, y hasta le di un abrazo de despedida para que se lo transmitiera a mi padre, cuyo recuerdo volvió a conmoverme, y quedéme solo, cerca del camino real, esperando la diligencia que debía llegar de un momento a otro.