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Pedro Sánchez/XVII

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Capítulo XVII

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La curiosidad, llevada a la pasión, tiene una fuerza irresistible; y no solamente arrastra a los hombres, sino que los ciega o los enloquece. El afán de registrar los misterios que encierra el fondo de un abismo hace que el temerario estudie solamente los medios de bajar, y baja; pero ya en el fondo y satisfecha la curiosidad, y quizá desvanecido el encanto, hay que pensar en subir... ¿Cómo?... ¿por dónde? Y allí es el temblar de la voz y el crujir de los dientes...

Yo fui uno de estos insensatos, dejándome arrastrar de mis vanidades, que son punto más fuertes que la curiosidad de los sabios indiscretos. Embriagóme el aura de aquellas regiones, que para mí tenían el doble encanto del esplendor y de la novedad, y sólo pensé en el modo de penetrar en ellas. Después, muy poco después, la embriaguez fue disipándose, llegó el momento de despertar... ¡y qué despertar tan amargo! La extenuación de mi bolsillo, comenzada en teatros, librerías, bailes y cafés, y continuada en tertulias de poco más o menos, estaba a punto de consumarse con la última pluma que adquirí para las alas que me subieron adonde no debí haber subido, puesto que maldita la falta hacía allá. Mis reservas para los trances de apuro estaban expirando, consumidas en vanas superfluidades, y yo en Madrid, tan desvalido y desamparado como el día en que llegué; mi padre descansando tranquilo en mi cordura, y muy cercana la hora en que... ¡Dios eterno, qué tempestad se desencadenó de pronto en mi corazón y en mi cabeza, y con qué claridad tan desesperante vi en un momento lo que mucho antes no quise examinar al columbrarlo entre la bruma de mis intemperancias! Era, pues, mi situación de las que no dan respiro ni tregua. Y la culpa de todo, bien examinados los términos del conflicto, la tenía el aparatoso personaje que con reiteradas promesas me había sacado de mi lugar, dejándome luego solo y olvidado en aquel infierno de asechanzas y malas tentaciones. Pues a ese personaje debía yo pedir inmediatamente cuentas de su incomprensible conducta conmigo, aunque para llegar a él tuviera que atropellar al cancerbero que le guardaba la puerta, y todas las puertas y todos los obstáculos del camino de su oficina.

Resuelto a ponerlo por obra, salí de casa apresurado y con fiebre. Llegué; y cual si el adusto guardián me hubiera leído los propósitos en la cara, me dejó libre el paso, libre hallé también, por fortuna, la puerta del encantado aposento que buscaba. Entré. El hombre ostentoso estaba solo y leyendo unos papelotes, como la otra vez. Hícele un saludo, doblando el espinazo, y no reparó en mí, o no me hizo caso maldito. Aguantéme a pie firme y resuelto a todo.

Tosí dos veces, y el hombre leyendo. Al fin me dijo, sin soltar los papeles:

-La impaciencia, señor Sánchez, es el peor enemigo de los necesitados.

¡La impaciencia! ¿No era esta palabra el colmo de la burla que estaba haciendo de mí aquel hombre? a responder comenzaba, no sé qué cosas, de oportunidad, aunque estudiando mucho las palabras antes de emplearlas para elegir las más inofensivas, cuando me atajó con estas otras:

-Todos los pretendientes dicen ustedes lo mismo, como si aquí tuviéramos los bolsillos repletos de credenciales, sin hacerse cargo jamás de los gravísimos que pesan sobre uno, especialmente en días tan azarosos como los que corren.

Verdaderamente había sobrado motivo para descalabrar de un tinterazo a aquel farsante que tales cosas me decía, después de haberme sacado de mi casa brindándome con una protección que jamás había solicitado yo.

-Ruego a Vuecencia -repliqué, tragando a borbotones la saliva-, y se lo ruego por el amor de Dios, que no olvide que Vuecencia mismo fue quien se empeñó en que yo viniera a Madrid para recordarle de palabra la oferta que tuvo a bien hacerme espontánea y generosamente en mi pueblo, Tres meses llevo aquí, llamando casi todos los días a esa puerta, hasta por reciente encargo de Vuecencia, y ésta es la segunda vez que tengo la honra de ser recibido.

-Y eso ¿es un cargo que me hace el señor Sánchez? -me preguntó el señor Valenzuela, mirándome a la cara con una sonrisilla burlona.

-Es una razón que me permito exponer a Vuecencia -respondí, insistiendo en el tratamiento, por lo mismo que el hinchado personaje no pensaba en apeármele-, para demostrarle que todo cabe en mí, pobre montañés sin experiencia, menos el propósito de ser molesto a nadie.

-Por cierto -añadió Valenzuela entre severo y sarcástico-, que nadie le creería a usted con esa comezón de empleo, al verle matar los ocios en Madrid tan alegre y descuidado.

Lo decía, sin duda, por las noticias que le habría dado Clara de mis exhibiciones mundanas. Alentóme esta sospecha, por la cola de recuerdos que traía consigo, y respondí con entereza:

-Razón de más, señor don Augusto, para que me aguijonee el deseo de hallar lo que vine buscando. Madrid está lleno de atractivos que yo desconocía; soy joven, tengo libertad completa, me sobra todo el tiempo y no soy un santo... Póngase Vuecencia en mi lugar.

Parecióme que estas mis palabras, dichas, de propio intento, con cierta acentuación quejumbrosa, suavizaban algo las asperezas del rollizo manchego; y no me equivoqué, pues que me dijo, trocando el aire desdeñoso de su fisonomía en otro que tiraba un poco a dolorido y amargo.

-No le extrañen a usted, amigo Sánchez, ciertos desabrimientos que parecen inconveniencias de carácter, en hombres como yo y en determinados momentos de la vida. Todo lo que usted alega es cierto; tan cierto como leal y sincero fue cuanto yo le dije y le prometí poco tiempo hace en la Montaña; pero los acontecimientos son más fuertes que la voluntad y los propósitos de los hombres; lo que es ahora una nubecilla tenue, dos horas más tarde llega a ser tempestad formidable sobre el horizonte; los grandes conflictos absorben la atención y las fuerzas, y borran en uno hasta el recuerdo de las cosas pequeñas, como el destino para usted; los altos intereses de la patria, amenazados por la ambición insensata de un enemigo criminal y alevoso... ¡hasta el instinto de propia conservación!...; en fin, deje usted que pasen estos días de prueba, y yo le prometo que habrá para todos. Entre tanto, y para que usted no se moleste yendo y viniendo, déjeme su nombre y las señas de su casa: yo cuidaré de avisarle tan pronto como tenga algo bueno que decirle.

Que el reluciente manchego se refería en las altisonancias de su discurso a la borrasca que a la sazón reinaba en el mar de la política española, borrasca cuyos bramidos trascendían al público, harto evidente era; que al pedirme mi nombre por escrito y las señas de mi casa se proponía quitarme todo pretexto de volver a molestarle con mis visitas, también me pareció notorio... Pero, en este caso, ¿para qué me sacó de mi lugar el grandísimo...? ¡Oh, qué heroicamente rechacé el tropel de pensamientos que por este lado me asaltaban! Temí que el exceso de razones me arrastrara a cometer allí una imprudencia que echara a perder lo poco que había ganado, y me despedí del personaje con la mayor cortesía que pude, dejándole una tarjeta, en la cual constaban todos los pormenores que él decía necesitar; y con esta tarjeta, la última esperanza de que las puertas de mis apuros se abrieran por donde me lo había hecho creer en mi lugar el repolludo y pomposo don Augusto Valenzuela.

Al llegar a mi posada, después de esta memorable entrevista, halló sobre la mesa de mi cuarto una carta de mi padre.

El cual, entre otras cosas, me decía:

«Hijo del alma: cada día me persuado más de la buena ley del afecto que has logrado arraigar en el corazón del señor don Augusto. La misma lentitud con que camina en el asunto de tu colocación, muestra bien a las claras el deseo que tiene de ofrecerte cosa que te honre a la vez que te aproveche, pues nada le sería más fácil, si sólo de cubrir el expediente se tratara, que despacharte, en un quítame esas pajas, con un destinillo de tres al cuarto, que fuera, como el otro que dice, pan para hoy y hambre para mañana. Persevera, pues, hijo mío, en esos tus buenos propósitos, que a menudo me manifiestas, de no mostrarte impaciente ni desconfiado con ese buen señor y su dignísima familia, a quienes tantas, tan frecuentes y tan señaladas finezas debes desde que estás ahí, según me refieres en casi todas tus cartas; finezas y atenciones que no me sorprenden, pues este mi ojo, tan ducho en el conocimiento de los hombres, no podía engañarme cuando, no bien hubimos saludado aquí a tu excelso protector, le reputé por una gran persona, modelo de caballeros y de corazones sin hiel ni dobleces ni falsías, campechano y noblote; alma privilegiada a quien no desvanece el vértigo de las alturas.

»Procura, en fin, hijo de mi corazón, a fuerza de economía (sin que se entienda que quiero que te prives de lo necesario), ajustar tus recursos pecuniarios al rigor de las inevitables dilaciones, que nunca serán tan largas que lleguen más allá que el amparo de aquéllos; porque la Providencia divina no te sacó de esta apacible soledad para abandonarte luego en medio de esas extrañas muchedumbres, que son la más horrible de las soledades...»

¡Ojo ducho en conocer a los hombres...! ¡Santo varón! ¡Modelo de caballeros, campechano y noblote el señor de Valenzuela...!

Esta carta, testimonio vivo de la honrada sencillez del pobre viejo autor de mis días, acabó de indignarme contra el farsante manchego que así jugaba, no ya con mi credulidad, sino con la de mi padre, en quien un desengaño como el que estaba a pique de sufrir, tras de las ilusiones que se había forjado, podía costarle hasta la vida.

Sentí que la comezón febril antes crecía que se me aplacaba, y volvíme a la calle, sin saber por qué ni para qué. En la Carrera de San Jerónimo me fijé en un caballo largo, largo y anguloso que venía de hacia el Prado, dando zancadas con las cuatro estacas que le servían de extremidades, gacho y muy estirado el cuello, empinadas las orejas y tieso, casi horizontal el medio rabo en que terminaba por atrás aquella desgarbada máquina viviente. Desde que llegué a Madrid me llamaron mucho la atención esos cuadrúpedos desmazalados y exóticos con que el extravagante capricho de la moda sustituyó, en calles y paseos, al gallardo potro cordobés. Sobre el penco mencionado se desparrancaba un jinete no más repolludo ni lozano que él, con las zancas encogidas, el estribo engargantado, el cuerpo muy echado hacia adelante, y el cuello y la cabeza en la misma dirección que los del caballo; no cesaba de dar culadas encima de éste, a modo de conatos de brinco, y parecióme en su dejadez y desencuadernamiento, quebrantado y fatigoso del rudo ejercicio que traía el infeliz; el cual resultó ser, cuando le vi más de cerca, el mismísimo Manolo Valenzuela.

Estando próximos a cruzarnos en las Cuatro Calles, una joven, que salió de la del Príncipe para atravesar la Carrera, se vio de pronto casi entre las aspas delanteras del bucéfalo. Aunque hubo los chillidos y sobresaltos de costumbre, y la joven cayó hecha un ovillo a media vara del animal, éste siguió inalterable la recta que llevaba, porque su jinete pareció no reparar siquiera en el percance. Entre tanto, avancé yo de un brinco hasta la joven, y la levanté del suelo. Júzguese de mi sorpresa al reconocer en ella a Carmen, por fortuna ilesa aunque muy asustada. Que se sobrecogió algo al conocerme a mí, no necesito decirlo, ni tampoco que me extrañó grandemente ver a la hija de don Serafín sola, en aquel sitio y a tales horas (empezaba a anochecer).

-¿Y Quica? -le preguntó cuando los curiosos se dispersaron y volvimos a ser Carmen y yo dos simples transeúntes.

-En la cama dos días hace, aunque no de cuidado -me respondió al punto; y aun añadió anticipándose a mis deseos de saber algo más-: y mi padre en su tarea, que no puede dejar hoy hasta las nueve de la noche. Urgía entregar la labor que llevo en este pañuelo, y me arriesgué a hacerlo yo misma. ¡De buena me he librado... gracias a usted!

-Cierto que en peores manos pudo usted haber caído -dije, creo que con doble intención-; pero a nadie más que a su ligereza debe agradecer el haber salido ilesa de tan grave peligro.

-¡Si parece castigo de Dios...!, es decir, no, ¡porque si yo le dijera a usted lo urgente que me era entregar esta misma tarde la obra que llevo aquí...

-¿Va usted muy lejos? -preguntéla sin querer saber más.

-Ahí enfrente -me respondió-. A ese piso donde dice, en letras doradas, Utrilla.

-Pues suba usted -repliqué-, que aquí le aguardo para acompañarla de vuelta a su casa.

Fuese, y volvió muy pronto. Yo la esperaba en el portal del famoso sastre.

Mientras caminábamos por la calle del Príncipe, me dijo Carmen, con los mismos escalofríos de gusto con que lo manifiesta el que se arrima al calor de la lumbre después de atravesar un páramo cubierto de nieve:

-¡Qué bien se va así...

-¿Qué entiende usted por «así»? -le pregunté, acentuando lo mismo que ella el adverbio.

-Acompañada como voy ahora -respondió volviendo a estremecerse un poquitín-. ¡Si viera usted qué miedo da andar sola por estas calles, cuando no hay costumbre de eso...! Pensaba yo que tanto daba llegar hasta aquí como hasta los ultramarinos de enfrente de mi casa, o al pasamanero de la esquina... ¡Cada vez que pienso lo que pudo haberme sucedido si doy dos pasos más!

-¿Sabe usted, Carmencita, lo que reflexionaba yo mientras la esperaba en el portal de Utrilla? -díjela de pronto.

-¿A ver? -exclamó la joven, picada de la más viva curiosidad.

-Pues reflexionaba, yo que pudo usted muy bien, cuando menos, haberse descalabrado entre las patas de aquel animalazo; y que si tal hubiera acontecido...

-¡Qué horror!

-Pues no, señora; y acaso, acaso me hubiera alegrado de ello.

-Muchas gracias.

-Déjeme usted concluir. Si usted se hubiera hecho tanto así de daño -y señalé la punta de la uña del dedo meñique-, hubiera tenido yo derecho para lanzarme sobre el cuadrúpedo; apear al jinete de un bastonazo, y solfearle después la cara a bofetones...

-¡Justo! -exclamó Carmen estremecida de espanto-, y enseguida el corro de gentes desocupadas, y los guardias municipales, y yo a la botica entre brazos, y usted a la prevención; y mi padre notando mi falta en casa, corriendo en mi busca por esas calles de Dios... y los periódicos dando al otro día cuenta del suceso; y mi nombre... y el de usted, sabe Dios en dónde... y de qué modo. ¡Virgen María...! Pero ¿está usted loco...?

-Creo que tiene usted razón -respondí con la mayor formalidad-. Pero como no todos los días se parecen entre sí, y el condenado temperamento suele también contagiarse de los trastornos meteorológicos, en ocasiones se siente uno más batallador, pongo por caso, que lo de costumbre.

-Vamos -dijo Carmen sonriéndose-, a usted le ha pasado hoy algo grave.

-¿Por qué lo cree usted?

-Porque, o yo me engaño mucho, o se halla usted sobreexcitado y caviloso..., digo, si desde que yo no le veo le han hecho cambiar de temperamento los aires de Madrid.

-Ni lo uno ni lo otro, Carmencita, sino que somos así los hombres, créame usted... y hágame el favor de no correr tanto por el amor de Dios... ¿o es que ni conmigo se cree usted segura ya?

-Lo que hay es que tengo muchas ganas de llegar a mi casa.

-Justo, porque le molesta a usted la compañía... Muchas gracias, Carmen.

-Lo dicho, hoy no está usted en sus cabales.

-Ni usted tampoco, si a juzgar vamos por las apariencias.

-¿Qué apariencias?

-Ese sobresalto y esa...

-Me parece que después de lo que me ha sucedido, y, sobre todo, de lo que pudo sucederme...

-Pero ahora va usted conmigo, y no hay razón para que tema usted cosa alguna: ¡pues le caía el premio gordo al que se permitiera...! ¿Ve usted...?, ya corremos otra vez... Es que parece mentira que con esos piececines se pueda andar tan de prisa... ¡Caramba si son menudos y primorosos...! ¡No, pues las manos...!

-¿Lo ve usted, señor Sánchez?

-Pues porque lo veo lo digo.

-No es eso lo que yo quiero que usted vea, sino que con razón le decía yo que, o no está usted hoy bueno, o ha variado mucho en pocos días. Antes no era usted así tan reparón y tan... ¿me deja usted que se lo llame?

-¡Pues no he de dejarla!

-Tan atrevido.

-¿Atrevido... porque pondero su pie... y su mano?

-Por eso mismo... Antes no se fijaba usted en esas pequeñeces o, por lo menos, no lo decía.

-¿Y usted prefiere lo de antes?

-Le sentaba a usted mucho mejor. Eso que usted me dice ahora se le ocurre a cualquier estudiantillo desatento.

-Dura es la lección por ser de usted, Carmen; pero sepa usted que la acepto, aun cuando puedo jurar que no la merezco si me la dio por descortés y atrevido a sabiendas; y a lo mío me vuelvo con muchísimo gusto; sobre todo, si así le inspiro a usted más confianza.

-Con ello y sin ello me la inspira usted siempre; sólo que como en materia de gustos es permitido escoger, yo le prefiero a usted tal y como le conocí viniendo de la Montaña... y algunos días después.

-Pues ése soy, y pelillos a la mar; ese mismo con su insipidez...

-No hay nada insípido ni sabroso: todo depende del paladar.

-Con tal que al de usted le supiera yo a mieles...

-¿Otra vez, señor Sánchez?

-¿También por aquí peco, hija mía? Pues esto no es hablar de los pies ni de las manos de usted.

-Pero al fin son chicoleos de mal gusto, tan impropios de usted como de la ocasión.

Y en esto apretaba más el paso, y yo no sabía ya si dejarla sola o si acompañarla; si hablarla o callarme la boca; en fin, cómo la servía mejor. Pero ¿por qué se mostraba Carmen tan escrupulosa en materia de tenias de conversación, y tan rigurosa conmigo? La verdad es que meterse uno a protector de una desvalida y comenzar por galantearla no concordaba gran cosa que digamos. De todas estas y otras incongruencias tenía la culpa el fachendoso Valenzuela, cuyo recuerdo me crispaba los nervios; pero de este asunto no debía hablar con Carmen; y cabalmente era el único de que a la sazón me era posible hablar con oportunidad, abundancia y hasta brillantez. Tan repleto de él estaba.

Sin nuevas discrepancias, llegamos al fin de nuestra breve jornada. En el portal de la casa se detuvo Carmen; volvióse hacia mí, que no había pasado de los umbrales de la puerta, y me dijo:

-Muchas gracias; mil perdones por las reprimendas que le he echado a usted en el camino, y que no sirvan éstas de excusa para dejar de visitarnos a menudo: ¡cuidado si se vende usted caro de un tiempo acá! ¡Ah!, no cuente usted el suceso a mi padre.

Respondí lo que podrá verse en cualquier tratado de urbanidad y buenas costumbres, y, en señal de despedida, me tendió Carmen la mano. Tal se la apreté con la mía, que si la hija de don Serafín Balduque no vio en aquel momento las estrellas, no debió de faltarle el canto de una peseta.

Mientras caminaba hacia mi casa se me agarraron al pensamiento el encuentro con Carmen, su soledad, su azoramiento mientras yo la acompañaba, sus remilgos en los temas de mi conversación con ella, su encargo de que no supiera su padre que había salido sola...

-Y si todo esto fuera una comedia -díjeme de pronto-, ¿qué papel ha sido el mío?

Pero como el asunto no me llegaba muy adentro, volví a llenar la memoria con el señor de Valenzuela, y así llegue a casa.

Después de comer poco y de hacer la oposición más tenaz en cuantas conversaciones se apuntaron en la mesa, volvíme a la calle solo y resuelto a pasar la noche a mi gusto. No había que pensar en las dulces y ordenadas emociones del arte escénico: me faltaba hasta la paciencia necesaria para estar sentado media hora seguida entre gentes de buena educación. Aun el salón de Capellanes que, en su género, era de lo más ordenado y bien regido, me pareció insoportable; por lo cual me fui a Paúl, donde me pasé cuatro horas largas bailando como una bestia, y dando codazos y pisotones a diestro y siniestro.

Acostéme rendido a la una, y me dormí soñando que desde la peña más saliente de la costa vecina a mi lugar arrojaba de un puntapié a los abismos del mar al señor de Valenzuela y a toda su distinguida familia.