Pedro Sánchez/XVIII

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Capítulo XVIII[editar]

Me abrumaba la carga de tristes presentimientos, y era harto crítica mi situación en aquellos días para no sentir, con la necesidad de un consejo desapasionado, la más apremiante de un desahogo de pesadumbres.

La casualidad me presentó una coyuntura favorable, y la aproveché. Hallándome a solas con Matica le pregunté en crudo:

-¿Qué juicio le merece a usted el señor don Augusto Valenzuela?

-Téngole -me respondió al punto- por un grandísimo bribón.

-¿Así como suena? -repuse.

-Así como suena -insistió.

-Por supuesto -añadí sin maldito el propósito de disculpar al personaje manchego-, usted se refiere al estadista, al político, no al...

-¡Qué estadista ni qué niño muerto! -atajóme Matica con su natural desenfado-; me refiero al hombre: yo no admito esos distingos que han inventado los retóricos al uso para legitimar el socorrido oficio de vivir sobre el país. El que hace una pillada política es un pillo como todos los pillos; quien no es honrado en su vida pública tampoco puede serlo en su vida privada. ¡Ni que fuera la honra prenda de dos caras, o mueble de varios usos! Mas aunque admitiéramos como excusa de buena ley para todos los crímenes oficiales esa peregrina distinción, insisto en el calificativo por lo que respecta al encopetado manchego de que tratamos. El señor de Valenzuela es un caballero que si el Código penal rigiera en España por igual para todos los españoles, estaría años hace arrastrando treinta libras de cadena en un presidio, con otros muchos personajes que también gastan coche a expensas del Estado.

-¿Quitamos de esa pintura siquiera los toques de estilo del pintor?

-Hombre, puede usted borrar el cuadro entero, si tal como ha salido le disgusta por conexiones que pueda haber entre usted y el original...

-Ninguna que valga dos cominos.

-Pues lo dicho, dicho, señor Sánchez... Pero ¿dónde mil demonios ha estado usted metido para que le suenen a nuevas estas cosas que yo le digo ahora de ese famoso personaje?

-No le extrañe a usted esta ignorancia mía -respondí con entera ingenuidad-: la política me interesa muy poco; y es tan frecuente el hablar mal de los gobernantes, que todas las maldiciones me suenan ya lo mismo, y por un oído me entran y por otro me salen. Pero ahora es distinto el caso... Conque siga usted, amigo Mata, y dígame por qué debía estar en presidio el señor de Valenzuela.

-Por muchas razones. En primer lugar, por ladrón.

-¡Ave María Purísima!

-Y lo pruebo. Los gastos visibles de ese personaje, sus trenes, sus fiestas, sus lujosos aposentos, sus palcos en los principales teatros, sus viajes de recreo, su ostentación escandalosa, los vicios de su hijo, los caprichos de su mujer y cuanto de estos dispendios se sigue y se completa, no me comprometería a pagarlos yo con diez mil duros al año... Pues no pasa de sesenta mil reales lo que vale su destino. ¿De dónde sale lo demás?

-Del caudal que habrá ido acumulando -dije por decir algo.

-¡Acumulando! -exclamó Matica imperturbable-. ¿Sobre qué? Desde que es personaje gasta lo mismo, aun ganando menos que hoy: luego no ha habido ahorros; luego hay manos sucias, agios, escamoteos..., porque no hemos de creer que a ese señor, por raro y singular privilegio, todos le sirven y todo se le da de balde.

-Estaría bien por su casa, y vivirá de sus rentas -añadí todavía.

-Conozco al dedillo la historia de Valenzuela desde que salió de la Mancha -replicó Matica-. Su padre era secretario de ayuntamiento en un pueblecillo cercano a Ciudad Real. a su lado aprendió a leer y a escribir, y probablemente los rudimentos del oficio en que después se ha ejercitado con singular disposición y notorio aprovechamiento. Imberbe aún, por manejos de su padre consiguió una plaza de escribiente, dotada con cuatro mil reales, en el gobierno de aquella provincia. Años andando, fue nombrado auxiliar de no sé qué, en una Aduana de Andalucía. Allí se casó con Pilita, que, por entonces, según reza la fama, era un manojito de gracias, aun entre las de su tierra. Supuesta esta verdad, hay que convenir en que ha variado mucho la hija del desbravador Pedro Jigos (que ésta es la alcurnia de la indigesta consorte de nuestro personaje). Otro que lo era ya entonces y ha continuado siéndolo hasta hoy en la política española, aunque con la varia suerte de todos los de su calaña, hombre famoso por sus despilfarros, y más aún por su insaciable afición a las hijas y mujeres del vecino, conoció a Valenzuela recién casado, y se le trajo a Madrid con un morrocotudo empleo. De aquella fecha datan las grandezas y pomposidades del insigne manchego, las lujosas exhibiciones de su mujer en teatros y paseos, sus lejanas excursiones de verano...

-Pues ahí tiene usted explicado el misterio -dije interrumpiendo a Matica-. Tales pueden ser las larguezas de ese protector, que ellas solas basten a satisfacer las necesidades de la casa de Valenzuela.

-No hay tal protección, pues ésta concluyó mucho antes que empezaran a marchitarse las gracias de la andaluza, y se notaba la falta del filón en las cesantías de Valenzuela, no obstante los grandes ascensos que había tenido en su carrera; lo cual prueba que el verdadero platal de ese hombre está en la entraña del destino que desempeña. Luego de los diez o doce mil duros en que yo presupongo el gasto anual de esa familia cuando está en candelero, siete o nueve mil son mal adquiridos; es decir, estafados a la Hacienda pública, o a los particulares que se dejan robar por ignorancia... o por malicia.

-Suponiendo -repuse- que esas conclusiones de usted sean el puro Evangelio, sabemos de dónde sale el dinero que gasta y malgasta nuestro hombre; pero ¿y su importancia?... porque ésta no se roba ni se presta.

-Cierto -dijo Matica-; pero este caso le probará a usted que se puede ser hombre importante sin chispa de entendimiento. Basta con ser mal inclinado y tener poca vergüenza; añada usted, si quiere, cierta travesura., buena fachada, mucho énfasis, algo de abnegación, criminal, por supuesto, y hete a Valenzuela. El único talento que posee este hombre es el de saber para qué sirve, sin querer pasar de allí. Sabe que nació para raposo, y prefiere serio de verdad a representar falsos papeles de lobo. Trabajando a la sombra en segunda o tercera fila, la misma obscuridad ampara sus asechanzas y estimula su escaso valor. Si le miraran los ojos de las gentes, era hombre perdido. Como no repara en medios, las arma pronto y muy gordas; y una vez armadas y con el jugo ya entre los dientes, le importa un bledo que el mundo se le venga encima. «Échenme a mí la culpa», dice al ministro. Y he aquí por qué, apenas se descubre un gatuperio gordo en las regiones gubernamentales, Valenzuela es el yunque sobre el cual descargan los golpes de sus iras las oposiciones del Congreso, la prensa de todos los matices y los maldicientes de todos los corrillos. El ministro del ramo no le defiende, aunque remeda intentarlo, y los periódicos ministeriales le abandonan, como si dijéramos, en medio de la vía pública... Y Valenzuela impávido y calladito, porque contaba con ello; y además, sabe que en España no hay escándalo que interese más de ocho días, ni criminal de copete que no se imponga «al país» que se lo llama, con una salida a tiempo, humos de gran señor y cara sin rastro de vergüenza. Hombres de tal temple y de tal abnegación no tienen precio para los gobernantes en estos gloriosos días en que el poder es un campo de batalla donde no hay hora de reposo ni instante seguro para la vida... Pero (y usted perdone la pregunta si la juzga impertinente) ¿de dónde nace su repentino deseo de conocer la casta de ese pajarraco?

Aquí, vencido el último de mis pueriles escrúpulos, se lo conté todo a Matica. Me miró con cara de lástima, y me dijo, después de oírme:

-Pero, hombre, ¿es posible que, con su buen entendimiento, no haya conocido usted hasta ahora que fiar su porvenir de un hombre como ése es punto peor que tirarse al estanque del Retiro con un canto al pescuezo? ¿En dónde está la proverbial malicia montañesa?

Por aquí siguió Matica despachándose a su gusto; y entre ponerme a mí de inocente y majadero, y al otro de pillo y de ladrón, se pasé un buen rato, hasta que le dije:

-¿Y qué hago yo en este conflicto?

-Una de dos cosas -respondió Matica inmediatamente-: buscárselas por otra parte o volverse a su lugar.

Aquí me fue necesaria otra declaración aún más penosa que la anterior. No tenía en el mundo otro valedor que Valenzuela; y para adquirirlos por mi propia virtud necesitaba continuar viviendo en Madrid; para vivir en Madrid era indispensable el dinero, y mis reservas estaban a punto de acabarse, porque las había malgastado en la confianza de que el farsante manchego me libraría de apuros dándome lo prometido.

Matica se atusaba la barba mientras iba yo desembuchando con grandes repugnancias estas cosas, y me dijo, tomando el discurso donde yo le dejé:

-Además, ya no estamos en los tiempos de Gil Blas de Santillana, ni los humos de usted le permitirían acomodarse a todos los servicios por donde fue pasando aquel famoso semicoterráneo suyo para hacer carrera, ni daría usted al remate de ella con un caballero que te regalara fincas en Valencia. Ya no se estila eso. Ahora, con buenos asideros, se toman per saltum las grandes prebendas, o se muere uno de hambre...; lo probable es morirse de hambre, porque hay, hablando mal y pronto, quinientos burros para cada pesebre. a veces suele soplar la fortuna por donde menos se espera, y sin contar, con los casamientos ventajosos con que tanto sueñan los galanes pobres (y no aludo a ningún montañés en particular), hay huracanes de sucesos que arrollan al más descuidado, y de la noche a la mañana, me lo plantan en lo más alto de la rueda. Bien pudiera usted ser uno de estos venturosos mortales...

-Dejemos la broma, amigo Mata -le dije, interrumpiéndole-, y hablemos en serio, que bien lo merece mi apurada situación.

-Pues qué, ¿piensa usted -me replicó el cáustico extremeño- que no es serio lo que le digo porque no lo hago en el tono campanudo y pomposo de su amigo Valenzuela, prototipo y cuño de los hombres serios de día? Este error en que usted vive es otro resabio aldeano de que debe usted corregirse, si no está resuelto a volverse a su pueblo a esperar sosegadamente a que, andando los años, le den la administración de las fincas del Infantado y la secretaría del ayuntamiento... ¿Qué tal?... ¡Mala cara pone el amigo Sánchez!... ¿Se cree usted todavía con virtud bastante para conformarse con eso solo después de haber conocido lo grande que es el mundo y el ruido que hacen las gentes en él?

-¡No! -respondí sin titubear, por las razones que se le ocurrían a Matica y por otras muchas que me carcomían tanto como ellas, por lo mismo que eran miseriucas del amor propio.

-Pues he ahí por qué no le he aconsejado a usted en serio y en seco que se volviera a la Montaña; consejo que, de seguro, le hubieran dado, después de oírle a usted como yo le he oído, todos los letrados que nunca se sonríen. Pero yo veo en usted algo más que un pobre secretario de ayuntamiento de aldea; y mientras no le crea repleto otra vez de esa vieja y patriarcal vocación, me guardaré muy bien de decirle «por ahí se va», aunque ése sea uno de los caminos que le mostré para huir del apremiante conflicto que me expuso.

-¿Y si el señor de Valenzuela llegara a cumplirme su palabra? -me atreví a apuntar.

-¡Inocente de Dios! -exclamó Matica mirandome con lástima-. ¡Todavía tiene usted esperanzas!... Pero, aunque éstas se realizaran, ¿de qué le serviría a usted?... ¿Usted no sabe que los días de Valenzuela están contados, porque los gobernantes, a cuyo amparo vive y medra, se tambalean ya? ¿No tiene usted ojos ni oídos? ¿No lee usted periódicos? ¿No oye a las gentes? ¿No siente usted, por dondequiera que va, un rumor extraño y persistente, y no sabe que eso es el estertor de los gobiernos impopulares y aborrecidos? Y cuando Valenzuela caiga, ¿de qué le serviría a usted la credencial que deba a su munificencia, si caerá usted al mismo tiempo que él, como una de sus hechuras?

-Pues no hablemos más del asunto -dije viéndome sin salida entre aquellas reflexiones, cuya fuerza consistía, precisamente, en ser idénticas a las que yo me había hecho más de una vez, por lo mismo que no era tan sordo ni tan ciego como Matica me juzgaba.

Y no se habló más.