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Pelechar

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Pelechar

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A medida que el pasto ralea y se acorta, el pelo de los animales crece, se abulta y se tupe. Imprevisor, el gaucho no ha sabido juntar provisiones, para proteger a sus animales contra la penuria invernal; y tampoco se acordó que las noches de helada son largas, para pasarlas a campo raso, con la barriga vacía.

«Son sufridos», dice. ¡Oh! Sí, son; y tienen que serlo de veras, para llegar a la primavera sin haberse resbalado en alguno de los hoyos que tan bien les han preparado el hambre, el frío y la dejadez.

La naturaleza no lo puede hacer todo, y no le alcanzan los galpones para tanta familia, pero cuando llega el mal tiempo, les proporciona a todos una cobija, que va aumentando de espesor, con los rigores de la estación. No es traje de lujo, por cierto, pero tapa algo los huesos a los pobres animales hambrientos y flacos, y les ataja un poco el frío. No los mantiene, pero siquiera los calienta y sirve de forro a su miseria.

De lejos, casi puede dar la ilusión de la gordura el caballo que eriza, esponja el pelo, para resistir mejor a la intemperie; pero pronto se conoce que sólo es apariencia, y que el cuero es ancho para lo que queda en él.

Poco a poco, las heladas aflojan y se vuelven menos seguidas; los días, más largos, dejan crecer el pastito verde; ya pueden pellizcar mejor los dientes alargados por el hambre; y el hueco de las panzas se va rellenando a vista de ojo.

Los animales, por su aspecto, todavía no podrían inspirar sino el cincel de algún escultor de estética singular, que fuera entusiasta de seres cabezones y barrigudos; pero, siquiera, ya dan señal de vida. No hablemos de corcovear, que ya es mucho el conservarse parado, pero está cercana la hora del renacimiento.

Una mañana, el sol radiante ha sacudido sobre la Pampa rejuvenecida como una gloria de luz y de calor; y el jinete, al llegar a su casa, ha tenido que cepillar el poncho, todo lleno de peluza.

Está pelechando el tordillo, y cuando empezó uno, pronto seguirán los demás. Ahuyentada la muerte, se va para otros pagos; aquí ya no tiene nada que hacer; y la rasqueta y el cepillo voltean a jirones los andrajos de poncho usado.

Ahora sí, relumbran los lomos y redondean las grupas, reflejando la luz alegre, lisas y brillantes, intranquilas y briosas, ávidas de lejanos horizontes y de galopes sin fin.

¡Fuera buey! ¡a correr! A menear esos huesos, ese cuerpo escuálido, para criar pronto carne y gordura. ¡A sudar! Haragán, para soltar de una vez ese pelo largo, sucio y descolorido, tapaflacura repugnante, ropa vieja de invierno.

El peleche no es privilegio exclusivo de los animales; también se produce en la humanidad, aunque no del mismo modo y por los mismos medios. Basta, para producirlo en el hombre, el calor artificial de alguna herencia, o de una suerte en la lotería, o sólo, algunas veces, el resultado feliz del trabajo.

En el hombre, el peleche no consiste en perder el pelo; no faltaría más. No; sus signos exteriores son, entre otros, la redondez y el color rosado de mejillas anteriormente chupadas, un aire general de prosperidad en el traje y en el modo de llevarlo; la amplitud naciente de la barriga, en sujetos que, hasta entonces, habían parecido tener apenas los medios de impedir su completo achatamiento. Algunos, al pelechar, sienten la necesidad de caminar erguidos, de inflar la voz para hablar, de mirar a la humanidad ambiente con aire protector, como si pensaran que fuera preciso hacer saber a todos que, no siempre, han sido tan vistosos.

Según la clase de animales, es el peleche.

La serpiente, por ejemplo, como no tiene pelo, no lo puede perder; pero, en la primavera, se deshace de su ropa de invierno, y aparece como joya esmaltada, entre las plantas floridas de la pradera. ¡Qué linda está! ¡qué brillantes colores! ¡el topacio, el rubí y la esmeralda, con ribetes de azabache, embellecen su cuerpo gentil!...

¡Puf! Serpiente era antes, y serpiente quedó.

...«¡Pero, miren, quien baja del tren! ¡Policarpio!

-¿Él es? -¡Él es! ¡Qué buen mozo nos ha venido!

¡Tan pelechado, amigo! Salió de aquí cuidando un vagón de hacienda, con una mantita de mala muerte, toda rota; un sombrero que daba lástima y un chiripá que daba miedo; ¡quién lo ve ahora!, de pantalón a cuadros, como un inglés, de fular de seda, de saco de casimir, de sombrero iguelife. ¡Qué Policarpio este! ¿Habrá comprado estancia?»

Y Policarpio se erguía...

-«También los burros suelen pelechar», dijo un envidioso.