Perlas negras/XXII
En rica estancia de aristocrática
mansión, en lecho de pompa asiática,
donde el dorado blasón que expresa
antiguas glorias, luce su brillo,
duerme a sus anchas un falderillo:
el falderillo de la condesa.
En la magnífica chimenea
un blando fuego chisporrotea;
afuera el cierzo sus alas mueve,
y cual vellones desaparramados
van descendiendo por los tejados
innumerables copos de nieve.
La tarde muere, la luz fenece,
la estancia en honda quietud, parece
cripta en que el ruido mundano cesa;
sólo se escuchan, en ocasiones,
las compasadas respiraciones
del falderillo de la condesa.
Un rapazuelo, de cuerpo escuálido,
de tristes ojos, de rostro pálido,
rasca las cuerdas de su violín
frente a los muros de aquella casa:
¡música inútil! la gente pasa
sin dar socorros al serafín.
En tanto el cierzo silba y se queja;
el pobre niño de tocar deja:
llora y a nadie su llanto mueve;
en vano empuja con mano incierta
de la morada condal la puerta,
¡y se desploma sobre la nieve!
Cuando despunta la luz primera,
desciende un rayo sobre la acera,
al niño muerto besa en la frente,
presta matices a sus cabellos
y luego forma por cima de ellos
una corona resplandeciente.
Otro rayito de la mañana
entra riendo por la ventana
del rico alcázar, y con traviesa
luz, que cascada de oro remeda,
baña los rizos de la blanca seda
del falderillo de la condesa...