Por tierra de Castilla
POR TIERRA DE CASTILLA
Blanqueada con las escarchas de los primeros fríos invernales, la planicie de Castilla parece la sábana con que Dios cubre piadosamente el cadáver de la vieja España. Ni un repliegue la arruga. Toda igual, toda tendida de punta á punta, es una tierra planchada por la Naturaleza. Aquella monotonía tenaz cansa al labrador y á su yunta más que las cuestas y quebradas de la montaña, porque nada fatiga al espíritu tanto como el ver de un golpe todo lo que ha de trabajar. La variedad y la sorpresa lo descansan. Por eso tal vez es seco, estirado y llano como el paisaje el carácter del labriego castellano.
¡Con qué grave pausa va abriendo con la reja del arado los surcos en los terrones endurecidos con la helada! ¡Con qué desesperanza va arrojando la simiente, como quien echa beneficios en pecho ingrato, en aquella tierra árida que ha de regatearle miserablemente el pago de la labor! ¡Cuántos afanes durante la germinación! ¡Cuántas miradas é imploraciones al cielo, que le niega la lluvia fecundante! Y cuando el nublado promete los frutos de su vientre gris, ¡cuántos temores de queaborte el pedrisco violento en lugar del agua mansa! ¡Cuántos cuidados, desvelos y dudas en el largo invierno!
Pero ya llegaron las blanduras primaverales; ya crecieron los trigos; ya la planicie no parece una sábana; parece con sus espigas que se mecen en un mar verde que ondea rizado por la brisa.
El labriego ha dejado la anguarina ó la capa parda, que le sirvieron para la sementera, y aguza la hoz que ha de servirle para la siega. La yunta dejó el arado y se dispone á recibir el trillo. Nunca hay descanso para esos cultivadores. Nunca independencia para esos hijos del terruño, que han de vivir siempre pegados á la madree, si la madre ha de alimentarlos. Ni una tregua para ese ejército campesino; el día que no pelea no vive. Con el primer brillo del alba, cuando no con el de las estrellas, los segadores dejan su casa y se van á su campo. Tardan mucho en llegar. La distancia es engañosa en Castilla. Sus caminos y senderos, rectos y llanos, son como cintas sin in; cuando se los cree acabados renacen de símismo Ser marcha, se marcha y se marcha y siempre queda camino delante, y nunca se llega á aquel sembrado ó á aquel lugarejo que parecían tocarse con la mano. Se les toca, y vuelven á alejarse como nuestra sombra cuando andamos de espalda al sol: creemos pisarla, y la sombra huye y huye siempre delante de nosotros.Ya están los segadores en el haza. La mayor parte son gallegos, gente dura, áspera y sana como los castaños de su tierruca, buena madera para el trabajo, el alma blanca bajo tosca envoltura, como la castaña bajo el erizo. Vienen de sus montañas y valles pintorescos á cortar el pan de Castilla, pero no para comérselo. Sic, vos, non vobis..... Ellos no lo tienen en sus campiñas ni se lo llevan de las castellanas. Gracias si al volver al lugar abandonado pueden llevar un puñado de maíz á las mujeres y á los hijos que allí dejaron. Vienen huyendo del hambre para dar de comerpor sus manos á España.Es el ejército del trabajo: no invade para saquear, sino para beneficiar. Armado de la hoz, el arma de la vida fecunda, que mata las mieses para criar á los hombres, se despliega en larga fila delante del sembrado y empieza su campaña; campaña silenciosa, sin estruendo de cañones ni alaridos de muerte. Ni un ruido en el aire, encalmado con esa quietud abrumadora de los días de verano. Sólo abajo, casi á flor de tierra, se oye el golpe de la hoz y el alentar acompasado de los segadores. No corre la sangre de la crueldad, corre el sudor, sangre del trabajo. Sólo perecen á montones las espigas doradas, que el caer tendidas producen roces cadenciosos, como si gimieran de dolor al ser cercenadas y separadas de su raíz, que queda entre los terrones.
La fatiga rinde á los vencedores antes que á los vencidos.¡Tantos son loshaces tendidos en el suelo!..... Es la hora de la comida y el descanso. Poco descanso y mala comida. Cada cuadrilla forma su rancho alrededor de la pobre pitanza. Los segadores que son castellanos hablan tanto como comen. Están alegres, se sientan sobre su suelo, y tienen cerca cuanto aman. Su pensamiento está donde su cuerpo. Los que son gallegos comen más que hablan. No están alegres; el amor melancólico de la tierra remota les trae cabizbajos y mudos. Se sientan sobre suelo extraño, trabajan en campos ajenos, tienen su cuerpo en Castilla y su pensamiento lejos, en la aldea, donde acaso ayunan á aquella hora los seres queridos, separados de ellos por toda la llanura castellana y todos los montes leoneses. Si hablan, no hablan de la faena present, sino de la alegría pasada, de la familia ausente, de la vaca que dejaron enferma, del maizal amarillento, del valle fresco, del manzano frondoso á cuya sombra sestearían libres del sol inevitable que cae á plomo sobre la desnuda Castilla, tierra sin árboles, tierra sin hijos que abran los brazos para defender á sus madres de los rigores del cielo.
Acabó la comida, acabó la siesta, acabó el descanso, y vuelven las manos á las hoces y las hoces á los trigos. El sol va cayendo, el sudor pesa menos, pero pesan más los brazos, ya rendidos á la faena de todo el día. Parte de la gente regresa al pueblo; en él le espera la familia regocijada, la cena sobria, la cama dura, que ablanda y mulle el cansancio corporal. Otra parte de la gente, la forastera, la que tiene lejos su familia y su cama, se queda en el sembrado. Allí duerme custodiando las mieses tendidas.
Aquéllas son las únicas horas agradables que el verano ofrece al campesino. La brisa de la noche refresca el ambiente, la cigarra no chirria, la luna platea el campo y los espejismos fingen en él dilatada laguna, donde se baña el espíritu en ondas de salud y reposo.
Pero ha de volver el día atareado. El cielo abrirá pronto su párpado inconmensurable, el sol mirará otra vez á la tierra, despertando á los que duermen sobre ella. La hoz enfriada se calentará de nuevo, pasando y repasando sus dientecillos afilados por las espigas resecas. ¡Cuántas hay todavía en pie! Parecen inacabables como los trabajos del mísero segador asalariado.
Al fin, el propietario que labra su heredad recibe una compensación por cada cuidado, un consuelo para cada gota de sudor, como la madre que cría á un hijo recibe un beso y una dicha por las penas y lágrimas que le costó la crianza.
«¡Cuátos trabajos me cuestas!» dice á su campo el propietario encorvándose hacia él con el azadón ó la hoz. «¡Pero cuántas cosechas me darás! ¡Cuántos panes me guardas en tu seno.»
El trabajador mercenario, el que alquila su sangre para beneficiar la tierra ajena, le dicen mirándola con hastío:
«Cuántas labores me costarás todavía! ¡Cuántas fatigas me guardas en tus terrenos ásperos! Ahora entierras mi sudor, después enterrarás mi cuerpo. Te llevas toda mi vida, te doy todo lo mío....y tú, ingrata, nunca serás mía!»
Y ese hombre-máquina, desheredado de la sociedad, es el que mejor y más al pie de la letra cumple lo que fué á lapar condenación y precepto de Dios:
Amasa realmente su pan con el sudor de su rostro.