Posfación a las Memorias Íntimas, Capítulos IX-XI

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Obras Completas de Eusebio Blasco
Tomo IV, Memorias Íntimas.
Posfación - Capítulos IX - XI
de Nicasio Mariscal

Nota: se ha conservado la ortografía original, excepto en el caso de la preposición á.


IX

Hablábamos cierto día, Blasco y yo, de las manifestaciones que estuvieron en boga hace unos cuantos años y que lanzaban a los cuatro vientos cardinales de la publicidad los redentores ó regeneradores que entonces nos salieron, y en el curso de la conversación hube de hacer a Blasco la siguiente pregunta:—¿Qué opina usted de eso que por ahi dicen, referente a que es necesario, para que volvamos a ser grandes otra vez, cerrar el sepulcro del Cid con tres o cuatro buenas cerraduras inglesas ó candados de abecedario?

—Pues empezaré diciendo a usted, amigo doctor—me contestó Blasco—, que sería lo único que supieran hacer bien cosas inglesas en nuestra pobre España: echar dos vueltas de llave a nuestro antiguo valor, al genio nacional, y seguiré diciéndole que de cuantas tonterías he oído por ahí en estos últimos meses ésa es la que mayor me ha parecido. ¿Qué tiene que ver el pobre Cid con nuestras desgracias y decadencia? Si precisamente hemos caído por olvidar lo que fuimos, por haber, sino perdido, puesto en desuso la bizarría, el vigor de nuestros antepasados. ¡Vaya un modo de regenerarnos! Es lo mismo que si en una familia que empezara a malearse, y a raiz de algún tropezón en que hubieran estado a punto de ir al palo ó a presidio por toda la vida, hubiese uno de ellos que dijera a los demás:—Vaya, señores, es preciso regenerarnos; desde hoy hay que cambiar de vida y de costumbres, y como primera providencia hay que empezar por olvidar que somos descendientes de personas dignas y honradas; hagámonos la cuenta de que no ha habido en nuestra familia nunca más que pillos... ¡Bonita regeneración iba a ser entonces la suya! ¿No está usted conforme conmigo, amigo Mariscal?

—Conforme de toda conformidad. Por algo hay en nuestra rica lengua aquel hermoso refrán que dice: «nobleza obliga.» Si en mi concepto ese es el principal papel de la historia, el ponernos delante el espejo de las glorios is acciones de nuestros antepasados, para que no desmerezcamos de ellos y seamos dignos de llamarnos sus hijos. Y tan es esto cierto que, lo de la nobleza de las razas, no obedece a otra cosa. En una familia oscura, el recuerdo no pasa en sus menguados anales más arriba del abuelo ó el bisabuelo; el espejo es pequeño, el ejemplo tiene que ser, por consiguiente, pequeño también. En una familia ilustre, la historia se apodera de ella, y nos muestra como fueron sus antepasados en una y otra generación, en un siglo y otro siglo; el espejo es, por lo tanto, muy grande; el ejemplo no tiene más remedio que ser mayor. ¿Qué ocurre con las familias reales? ¿No es asombroso que cualesquiera que sean Iosdefectos y hasta los vicios de algunos de sus individuos, cuando llegan críticas circunstanciasó trágicos acontecimientos todos saben estar a la altura de su puesto, de la historia, casi siempre gloriosa, de su linaje, demostrando un ánimo y unas virtudes que jamás hubiéramos sospechado en ellos, tomando un aire de soberana majestad enfrente de los más graves sucesos que contrasta con la abyección en que los veíamos caídos, sabiendo, en fin, morir si es que no supieron reinar, como dice con sublime elocuencia Víctor Hugo?

Creo, por consiguiente, en la bondad de la historia. El hombre que, según Shakespeare, «es un sor que mira para adelante y para atrás», tiene la mitad de su existencia en el pasado y la otra mitad en el porvenir: el presente es un momento tan fugaz que casi puede decirse que no existe. Grande, hermoso es lo moderno; pero hay que pensar en que si al acervo común del progreso en cada uno de los conocimientos humanos se le dejase sólo lo actual, quitándole lo que poco a poco han ido sedimentando en él los siglos, no serían enormes montañas cual son en la actualidad, sino montoncitos parecidos a los que forman las hormigas en derredor de sus viviendas. No seamos, de ningún modo, misoneistas; la ley del progreso es ley de vida; el que no marcha delante de él y a su mismo paso, no tiene ni aun el recurso de quedar estacionado en una sección del camino, es arrollado por la terrible avalancha de la civilización; pero tampoco seamos misarqueistas—y perdóneme usted la novedad del vocablo. Renegar del pasado es como renegar de nuestros padres; de ellos nos vienen la sangre, los nervios, la vida, el ser, en una palabra; sin pasado no existiría el presente, no habría ciencia ni progreso alguno.

—Muy bien, muy bien, querido Doctor; sus palabras son el eco de lo que yo pienso; estamos tan compenetrados en este asunto que oyéndole no sé si es usted el que habla ó yo el que sigo traduciendo en voz alta lo que mi alma siente...; más dígame, a su vez, ¿qué juicio le merecen todos esos catalanistas, bizcaitarras et ejusdem furfuris?

—¿Que qué juicio me merecen? Pues se lo diré a usted en dos palabras y con franqueza y laconismo esencialmente aragoneses: que «á tal cabeza tal montera.»

—No comprendo bien... ¿Qué quiere usted decir con eso?

—Pues que todas esas gentes, a qyienes les parece grande todavía una nación como la nuestra, y que se empeñan en dividirla y subdividirla, deben de ser tan infinitamente pequeños que a su lado serían unos titanes los habitantes de Lilliput. No hay que darle vueltas: a grandes pueblos grandes hombres, a hombres pequeños corresponden pueblos pequeños; principios que, para mayor claridad, podemos resumir todavía, en la fórmula siguiente: tal pueblo, tal hombre. Qué juicio quiere usted que forme de los que desearían que Cataluña fuera una nación y Vizcaya otra, yo que me parece pequeña, muy pequeña esta noble patria que la suerte nos ha deparado; yo que, ya que no nos es posible volver a los tiempos en que España era una provincia, nada más que una provincia de la República ó el Imperio romanos, dasearía que todas las naciones latinas, España, Francia, Italia... formasen una confederación, un imperio poderoso, en el que, además de las grandes ventajas económicas que obtendríamos con la supresión de aduanas, aranceles, tratados de comercio, etc., tendríamos el porvenir, la salvación de nuestra raza que, sino se une, será absorbida tarde ó temprano por las del Norte, donde, sin duda, como hace más frío, tienden a unirse más, a estar más juntitos y apretados: digánlo sino los Estados Unidos y el Imperio Británico, de la raza anglo-sajona; el alemán, de la germánica; el ruso, de la eslava... ¿Cuántos reinos y reinecitos, repúblicas y republiquitas no hubieran formado esos ilusos de la raza hispana con tan vastas nacionalidades?

—Hermoso, magnífico ideal el de esa confederación, el de ese imperio...; pero, por supuesto, con nuestro D. Alfonso por emperador—se apresuró a añadir Blasco.—Y dígame usted ¿de Portugal y de las repúblicas hispano-americanas, qué haríamos?

—De Portugal, de Portugal... yo no he reconocido todavía la independencia de Portugal; para mí continúa siendo España. Su mismo Camoens lo dice mil veces en su inmortal poema, y allá va un trozo de Os Lusindas para demostrarlo:

«Ouvido tinha aos fados, que viria
¿Huma gente fortissima de Hespanha
»Pelo mar alto, a qual sujeitaria
»Da India tudo quanto Doris banha:
»E con novas victorias vencería
»A fama antigua, ou sua, ou fosse estranha». [1]

Ya ve usted si dice bien claramente que los portugueses son españoles, que Portugal es una parte de nuestra querida patria. Y con respecto a los hispano-americanos tengo, también, mis ideas, que no sé si encontrará usted aceptables: no me entusiasman mucho esos nuestros descendientes; siempre están pensando en guerras civiles, en formar nuevos estados y estaditos, algunos de los cuales deben de ser una reproducción de los microscópicos reinos de Lilliput y Blefuscu. Luego, me hace mucha gracia eso de su amor a la madre España, de la que se llaman hijos. Hijos, hijos... por el estilo delos alacranes que, según la vulgar conseja, para formarse ellos devoran a la madre. Pobre España con tales hijos: por poco dan fin de ella.

—Pero, en fin, si en adelante son juiciosos y buenos chicos ¿qué haremos con ellos?—me preguntó Blasco.

—Pues admitirlos en la confederación; sino están perdidos; antes, quizá, ellos, que nosotros.


X

Ya dejo dicho en páginas anteriores que uno -de los argumentos de más fuerza que mi amigo Blasco empleó para que no pudiera excusarme -de asistir a sus reuniones iué que tenía que curarles a él y a su amable esposa.

De las dolencias de esta excelente señora no hay para qué hablar, pues esto no es un tratado de clínica médica y, de serlo, no había de llevar mi indiscreción hasta el punto de sacar a plaza, como caso notable, dama tan distinguida.

De la enlermedad de Blasco sí debo decir algo, aunque no sea más que para que se aprecie todo el mérito y el sacrificio que encierra su labor de publicista en estos últimos años.

Desde luego inferí que me las había con un neurasténico de forma cerebral, principalmente; pero en quien la obra inmensa de tantos años, siempre en el palenque, había determinado un agotamiento general en todas las fuentes de la vida, del que había que temer cualquiera catástrofe en el momento que menos se esperara y con el motivo morboso más fútil.

El estado de su privilegiado cerebro por aquella época era tan lastimoso que en cuánto se despertaba su atención por cualquiera causa, le parecía que dentro de él, dos mazos, movidos por misteriosa fuerza, golpeaban las paredes interiores de su cráneo con tal ímpetu, que temía no llegase un momento en que cada trozo se fuera por su lado.

Esto, que no era otra cosa que la exacerbación en grado máximo de los ruidos que sienten los neurasténicos en la parte más íntima de sus oídos, y que tan pronto consisten en latidos más ó menos fuertes como en zumbidos, silbidos, ruidos de soplo, de sierra, de batán, etc., le producía una molestia tan grande durante los períodos de trabajo mental que, cuando se sentaba en su mesa a escribir el artículo literario más sencillo, si con una mano cogía la pluma con la otra se veía obligado a sujetarse y oprimirse la cabeza, para mitigar algún tanto aquellos golpes secos y rudos que en ella sentía; y cuántos de esos artículos que han regocijado a la actual generación, fueron escritos en estas circunstancias tan poco a propósito para inspirar a nadie.

Otras veces era tan intenso el malestar que, intus et extra, sentía en todo su cráneo y se acompañaba de tal falta de fuerzas en el organismo entero que, si en esos instantes obligábale la dura necesidad a componer lo que a la vez reclamaban los treinta ó más periódicos y revistas de distintos países en que colaboraba, deseoso de cumplir los compromisos adquiridos se ponía a trabajar, pero siéndole imposible tener la pluma en la mano, se arrojaba desanimado en una butaca, y, desde allí, sujeta con ambas manos la hermosa y dolorida cabeza, dictaba a su buen hijo Wenceslao ó a alguna de sus cuatro angelicales hijas lo que ya estaban esperando las veloces rotativas, sin cuidarse para nada del desgraciado que así tenía que elaborar las concepciones de su espíritu. Cuando, privado del sentido de la vista, dictaba a sus hijas, Milton, las sublimes estrofas del Paraíso perdido, no debía de sufrir tanto como nuestro infortunado escritor, sintiendo el desgarrón que en su cerebro producía cada nuevo pensamiento que brotaba de él. Al fin la ceguera era un medio para Milton de abstraerse mejor en sus meditaciones; pero tenía el cerebro sano y no daba a luz lo por éste concebido como si también a lo» alumbramientos mentales hubiera extendido Jehová su terrible maldición paradisíaca.

Otro síntoma de la neurastenia que influía mucho en sus hábitos de escritor era el pertinaz insomnio que le aquejaba, insomnio que no le permitía conciliar el sueño hasta bien entrada la mañana. Como consecuencia de esto tomó la costumbre de trabajar mientras los demás dormían, y cuando en las primeras horas de la madrugada abandonaban sus contertulios la modesta casa de la calle de Cervantes, era cuando Blasco, en vez de retirarse a descansar, poníase a escribir, demandando al silencio y misterio de la noche la inspiración que su cerebro no encontraba facilmente a otras horas más regulares.


Por uno de esos caprichos tan frecuentes en el estómago de los neurasténicos, era ésta, también, la hora en que sentía más despierto su apetito y en la que, por consiguiente, hacía su comida mejor y más copiosa, a cuyo fin quedaba siempre una criada en vela y, en el momento que placía a Blasco, cosa que solía ocurrir entre dos y tres de la mañana, daba de mano un rato a sus cuartillas y se preparaba a yantar fuerte y abundantemente, mano a mano con los manjares y, parodiando a Lúculo, con Blasco sólo como único invitado.

Aunque no todas, conseguí que observara algunas de mis capitales prescripciones, especialmente las referentes a más higiene en su método de vida y en las labores mentales a que, por su profesión, tenía forzosamente que entregarse; y, ayudado por la lectura del libro mío que había provocado nuestra aproximación, libro al que llamaba Blasco enfáticamente «la medicina de mi cabeza» y el que llegó a ser para él una especie de breviario del que todos los días leía algunas páginas, alcanzó alivio tan notable en sus achaques de neuropático que agradecido a lo que él creía un milagro, ó poco menos, me colmaba de elogios, en gran parte inmerecidos, delante de sus contertulios y en cierta ocasión al presentarme a un personaje extranjero que había ido a visitarle lo hizo en los términos siguientes: «Le docteur Mariscal, l'illustre médecin de ma tete» a cuyo cumplido contesté diciéndole que era para mi una fortuna y una desgracia el ser médico de órgano tan noble, lo primero por el honor de estar encargado de la parte principal de su organismo, lo segundo porque no podría titularme especialista en tales cabezas y allí acabaría mi clientela, pues dónde encontrar otra cabeza parecida.

Y ya que incidentalmente he hablado de la lectura de esa obra mía en que Blasco se manifestaba tan asiduo, creo pertinente añadir que, escaseándome mucho los ejemplares el editor que la publicó, tuve que dar a Blasco, cuando me pidió que se la remitiese, uno que yo había mandado encuadernar con una hoja en blanco entre cada dos impresas, a fin de poder escribir en dichas hojas las enmiendas y adiciones que se me fueran ocurriendo hasta que se publicara otra edición, si es que la buena acogida del público la hacía necesaria. Encontró Blasco excelente la idea y, a los pocos días, me dijo que iba a llenar él las hojas agregadas con las muchas observaciones que la lectura de mi libro le sugería, y que cuando lo hubiera hecho me entregaría el ejemplar para que viera yo si, entre lo por él escrito, había algo que debiera aprovechar.


Algunos meses después de muerto mi ilustre amigo, y huroneando con sus hijos en su magnífica biblioteca, tropecé con mi obra, que continuaba ocupando un lugar en la pequeña librería que tenía junto a su mesa de trabajo y en la que colocaba sus autores favoritos para tenerlos más a mano. Cogí el libro al instante y abrílo— lo confieso—con honda emoción: las hojas añadidas continuaban luciendo su inmaculada blancura; ni una sóla de las reflexiones que le asaltaran, había sido escrita en ellas. Cómo lo deploré y cuanto partido se hubiera podido sacar de sus observaciones.


XI

Y vamos llegando, poco a poco, a la última parte de este trabajo, con harta complacencia mía, que bien ó mal voy dando cima a esta empresa, superior a mis fuerzas, que manos amigas echaron sobre mis hombros, y seguramente con no menor júbilo del lector, suponiendo que éste haya sido tan piadoso que no me haya abandonado hasta aquí.

Estando, si mal no recuerdo, ausente de Madrid, leí en no sé qué periódico que mi querido amigo y paisano D. Eusebio Blasco—el cual había ido a Aran juez a rusticarse un poco y hacer algún reparo en los estragos que una vida, intelectual con exceso, hacía incesantemente en su ya débil organismo—había caido gravemente enfermo. Juzgando que en un caso así todos serían pocos para atenderle y escaso su tiempo para ello, no quise embargarles ni un momento de tan preciosos instantes en la contestación de cartas ó telegramas míos, y me limité a seguir con afán el curso de su dolencia en la prensa política que, diariamente, le consagraba buena parte de sus columnas. Mejorado algo su estado y trasladado a Madrid, me apresuré a ir a ofrecerme como amigo a la familia, pero no quise ni aun penetrar, por entonces, en la alcoba de Blasco, porque estando encargado de él un práctico distinguido de esta Corte juzgué poco oportuno y hasta inconveniente correr el riesgo con mi oficiosa visita de ser interrogado e inquirido por enfermo y familia acerca de su padecimiento, pues el médico, aunque entre como amigo en la habitación de un paciente, no puede dejar a la puerta de la alcoba su personalidad científica y, por otra parte, es tan humano y natural el deseo del que sufre de conocer nuevos pareceres, que es punto menos que imposible excusarse, en circunstancias tales, de emitir el suyo.

Después de muchas alternativas y de mejorías y alivios más ó menos aparentes, recibí un día la visita de su excelente hijo Wenceslao, quien, con lágrimas en los ojos, me dijo que el estado de su padre distaba mucho todavía de ser satisfactorio, que por la prensa me habría enterado de la venida de un médico que, espontáneamente, se había ofrecido a curarle con ciertos tratamientos exóticos [2] que él sabía, y que, efectivamente, había empleado en nuestro querido enfermo con resultado favorable; que este médico no podía seguir en Madrid porque su salud ó sus ocupaciones le llamaban a otra parte y que invocaban mi tierna amistad hacia el pobre doliente para que me encargara de continuar el método curativo del colega forastero hasta la completa curación de Blasco, cosa que, según aquél, estaba ya muy próxima.

Por falta de tiempo y no gustarme emplear el poco libre de que dispongo en la lectura de la prensa, que me robaría el que pudiera consagrar a otros estudios y lecturas más provechosos, no leo casi desde que tengo uso de razón sino un periódico al día, que no nombro, aunque es el mismo desde entonces, para que no se tome esta digresión por un reclamo de mejor ó peor modo traído, y ya añadiré—aunque a nadie interese el conocerlo—que leo este periódico pura saber en el mundo en que vivo é ir poco a poco instruyéndome en la historia de la generación a que pertenezco, aunque en esto de tomar por historia contemporánea al periodismo haya sus más y sus menos, pues a pesar de tener tan a mano las mejores fuentes de información, suelen padecer errores muy crasos los encargados de escribirla. Este periódico, que llamaré mío, nada había dicho de la intervención de ese médico, que de tan luengos países venía, en la enfermedad de mi buen amigo Blasco; así es que desconocía todo lo sucedido y le creía aún en las hábiles manos del distinguido médico a quien aludía al principio de este capítulo.

Tardé, pues, bastante en entender por completo lo ocurrido, y vi en ello—lo diré con franqueza—una incorrección disculpable en el enfermo y su familia, un entremetimiento anómalo e inexcusable de un profesor extraño a médico y enfermo, y una justa protesta y digna retirada del médico de cabecera, a quien justifiqué en su noble conducta, primero, ante mi joven interlocutor y, después, ante su señora madre y hermanas.

Pero el mal estaba ya hecho, el digno médico de esta Corte hacía ya tiempo que se había despedido con carácter irrevocable, y yo encontraba al enfermo tratado por otro médico que, al parecer, no rehuía una consulta conmigo, cosa que propuse en seguida al hijo de Blasco, señalando una hora de la tarde para que nos viéramos en casa del paciente y advirtiéndole que si se trataba de asistirle allí me tenían, como siempre, a su disposición, pero que si era tan sólo para continuar el plan ideado por el trashumante compañero, aunque yo era un médico muy modesto y sumamente sencillo, no lo era lo suficiente para servir de ayudante a un profesor completamente desconocido para mí, y cuya conducta con el médico de cabecera encontraba, cuando menos, algo irregular.

Tras esta explicación y confesando mi joven amigo que por lo menos durante seis ú ocho días habría que continuar con el tratamiento terapéutico a que estaba sometido su pobre padre, me presenté a la hora indicada en el domicilio del enfermo, acompañado de mi auxiliar y amigo el Dr. Mendizábal quien, a ruego mío, no tenía inconveniente en poner en práctica lo por el otro dispuesto durante el plazo indicado.

Grande fué nuestra sorpresa al encontrarnos en el portal de la casa del enfermo al hijo de éste y oír de su boca que, teniendo que partir el otro colega al poco rato, me rogaba en su nombro pasásemos, sin subir por entonces al cuarto del paciente, al domicilio de aquél, que estaba en una calle próxima, y que luego tendríamos tiempo sobrado de ver y reconocer al enfermo. Contrariado por esta nueva irregularidad, pues aquella entrevista ya no podía ser una consulta desde el momento en que yo no iba a hacer más que escuchar lo que el otro me dijese, nos personamos en la fonda donde aquél paraba y, después de las presentaciones de rigor, nos dijo en tono familiar que dejaba a Blasco en plena convalecencia y que todo se reducía a que estuviese yo a la mira por si alguna nueva complicación se presentaba, y a que el amigo que me acompañaba siguiera durante seis ú ocho días practicando las inyecciones que él dejaba dispuestas, con lo que sin otros remedios se pondría completamente bien.

Deseando que el estado del pobre Eusebio fuera el que su último médico indicaba, me despedí de éste y marché, acompañado de Wenceslao Blasco y del doctor Mendizábal, en dirección de la calle de Cervantes. En ésta ya y en la casa a donde nos dirigíamos, subí de dos en dos los escalones, pues tenía verdadera impaciencia por ver a mi amigo, después de tantos meses de no haber tenido esta satisfacción. Crucé las dos habitaciones que separaban la puerta de entrada de su alcoba, penetré en ésta y, en efecto, allí, en mullido lecho, donde se desvanecía la sombra, nada más que la sombra de mi pobre amigo, yacía—no se puede decir que descansaba—éste, ó mejor dicho el esqueleto, el cadáver de lo que había sido Eusebio Blasco, porque en aquella cama no estaba Blasco ya, lo que en ella quedaba no era sino el despojo fúnebre de una noble organización, los restos, vivos aún por un prodigio de resistencia vital, de un gran hombre.

Entonces comprendí todo: la marcha precipitada del médico que, momentos antes, aseguraba que lo había curado, que lo dejaba en plena convalecencia; sus prisas, astucias y estratagemas para que yo no viera antes de que él partiese a mi infortunado amigo... todo lo comprendí entonces, todo lo comprendí.

Con voz que parecía venir ya del otro mundo quiso contarme el pobre mártir de la vida intelectual sus cuitas, sus dolores, su agonía de tantos meses...; ni él pudo articular sino débiles gemidos, más bien que palabras, ni yo se lo consentí. Piadosamente le engañé; le dije que aquello había pasado ya, que poco a poco iría recobrando las fuerzas perdidas, que después me lo referiría todo, todo, despacio, muy despacio, pues tendríamos tiempo de sobra para ello, y recordando, más vivamente aún por el doloroso contraste, los inolvidables coloquios sostenidos en aquel mismo gabinete, trasformado ahora en alcoba de enfermo, ó mejor dicho, en mortuoria habitación, le añadí, que volveríamos a hablar otra vez de todo, de lo humano y de lo divino, de lo temporal y de lo eterno.

Como el náufrago que se ase a frágil tabla confiándole su salvación, así el pobre Eusebio Blasco se había entregado al médico exótico, viendo en él una esperanza, débil sí, pero esperanza al fin, de conseguir mejores días. La ida de éste, anunciada discretamente para de allí a poco tiempo, le preocupaba hondamente. Leyó en el fondo de mi alma el purísimo y desinteresado afecto que le profesaba, y a esto, sin duda, no a la confianza que mis conocimientos científicos pudieran inspirarle, debiéronse las palabras que seguidamente dirigió a su afligida esposa, manifestándole que si me encargaba de asistirle podía irse aquél ya cuando tuviera por conveniente. Respondímosle a la par su esposa y yo, que sí, que me encargaría de él, y que no le abandonaría hasta su completo restablecimiento, y el infeliz me manifestó su gratitud con un débil apretón de manos y con una triste sonrisa que se dibujó un momento en su demacrado semblante; y, fatigado por la emoción que mi visita le produjo, cerró los ojos, en tanto que yo me retiraba silenciosamente de la habitación, conteniendo a duras penas el llanto que pugnaba por asomarse a los míos.

Como pude, con frases entrecortadas, informé a la entrañable esposa de mi amigo y su» hijos acerca del verdadero estado de éste, llevando la desolación con mis palabras a aquellos oprimidos corazones fundidos, pudiérase decir, en uno, con el del egregio y malogrado escritor que en tan críticas circunstancias se hallaba, desolación que se extendió rápidamente a cuantos tuvieron noticia de lo que ocurría: a parientes, amigos, conocidos, lectores... a todo el mundo, en una palabra. ¿A todo el mundo, he dicho? No, a todo el mundo no. Hubo una persona—trabajo me cuesta honrarla con este calificativo—; hubo una persona que gozó con mi fatídico pronóstico, que saboreó con placer la noticia de la próxima muerte del gran escritor zaragozano, que aquel día, nefasto para todos, lo señaló ella con piedra blanca en los negros anales de su existencia. Esta persona, ó mejor dicho, este monstruo, venía desde el principio de la enfermedad dirigiendo anónimos al ilustre valetudinario, en que, unas veces, le manifestaba cuánto se alegraba de su estado; otras, le auguraba un fin próximo; otras, y cuando coincidían aquéllos con algún alivio en la dolencia, le advertía con crueldad implacable que desconfiara de aquella mejoría, pues sus días estaban contados y no saldría de tal enfermedad. Y esto hoy y mañana y pasado mañana, dirigiéndoselos a Aranjuez, a Alhama, a Madrid, a todas las partes donde el infeliz iba en busca de un poco de alivio a sus males.

Blasco, que no tenía enemigos, achacaba estos anónimos a un compañero ó compañera de profesión—el sexo no hace al caso—que no habría salido muy bien librado de su pluma en ocasión que él suponía memorable en los fastos de su vida de escritor, y cuya inquina y malevolencia había ya tenido ocasión de experimentar. Si era hombre, hay que creer que se trataba de un sor tan cobarde y miserable que, no habiendo sabido arrostrar, cuando Blasco podía ofender y defenderse, ni las gallardías de su pluma, ni las bizarrías de su espada, había esperado la ocasión de encontrarlo enfermo, débil y afligido para a traición y a mansalva, como el que tras una esquina acecha a inerme y descuidada víctima, hundir el puñal en el generoso corazón del que aun en aquellas circunstancias no se atrevía a combatir de frente; y si mujer, habría que pensar en que la raza execrable de las Locustas, Lucrecias Borgias y marquesas de Brinvilliers no había desaparecido, por desgracia, de nuestro planeta todavía.


Chasco se llevaba, sin embargo, quien procedía de tan perversa manera. Blasco no hacía caso de tales anónimos, los despreciaba del modo más soberano, y cuando su afligida familia no podía interceptarlos y llegaba a sus manos cualquiera de estos papeluchos, siempre tenía alguna feliz ocurrencia con que contestar a los criminales conceptos que en ellos vertía el sospechado autor de correspondencia tan infame Una de las últimas veces que pudo abandonar la cama, cosa que coincidiendo con cierta débil mejoría dió motivo a que la prensa anunciase su pronto restablecimiento, le entregó la sirviente una tarjeta postal en que su encarnizado y misterioso enemigo le anunciaba, valiéndose de una sentencia latina, que iba a morir pronto. Sonrióse al leerla el acabado Blasco y dijo a su esposa é hijos jovialmente: «Vaya una noticia tan fresca que me da ese esperpento: Moñr tenemos — Ya lo sabemos, he oído muchas veces a los amables hermanos de la Trapa».

Si, cuando me ocupaba en cierto libro mío de los efectos de los celos y la envidia en la vida de los intelectuales, hubiera conocido este hecho inconcebible que acabo de referir, no halaría citado como ejemplo de hasta donde pueda llegar el encono de tan abominables pasiones los asesinatos de Pérdix, Ilegiomontano y Domenico de Venecia, cometidos por émulos 6 compañeros suyos, pues mil veces peor que quitar a uno la vida airadamente es amargar por esos medios inicuos los últimos días de un desgraciado. [3]

  1. Os Lusiadas; canto I; XXXI.
  2. Estos, después de todo, se reducían a procedimientos terapéuticos y agentes farmacológicos conocidos de todo el mundo.
  3. Contrastando con esta infame conducta y cuando la extrema debilidad del gran Eusebio Blasco hizo pensar en la transfusión de la sangre para prolongar sus dias, hubo un espíritu generoso, diré Bu nombre en honra y gloria suya, D. Joaquín Laorga, que se ofreció a dejarse abrir las venas y prestar al ilustre escritor cuanta sangre necesitase.