Prim/XXIX

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XXIX

«¿Quién es ese mocetón tan guapo? -preguntó Manolita Pez a su amiga.

-Hame dado en la nariz que es un conde disfrazado. Me lo trajo Chaves... Yo respeto el incógnito de los que vienen a mi casa, y este no se me ha clareado... Siempre comía fuera, pienso que en casa de Lhardy...».

Apartando su mente de lo que no le interesaba, la sutil tramposa reanudó así la cortada hebra de su asunto: «Dios querrá que ahora tenga término el tremendo temporal que vengo corriendo desde que me fui a Tarancón. Yo le pido a Dios y a la Virgen que no me desampare... A la Encarnación o a San Marcos suelo llegar yode madrugada cuando aún no han abierto, y por las noches soy la última que sale de la iglesia... La desgracia y el no tener nada que hacer la van metiendo a una en las devociones, y lo que importa es seguir en ellas hasta que Dios nos depare el remedión que le pedimos... Yo tengo esperanza, Mauricia; yo tengo fe en la decencia de don Enrique... Hoy le he visto entusiasmadísimo... Y dicen que lleva la batuta en el Ministerio de Hacienda; además es rico por su mujer, una cuitada que se pasa los días haciendo vestiditos para el Niño Jesús...».

Por no ser del caso, no se copia lo demás que las dos viudas charlotearon aquel día. Baste decir, para seguir escrupulosamente el proceso histórico, que la pobre Teresita tardó un mes largo en reponerse del cansancio y desorden mental que había traído de la columna. Encamada estuvo largos días; pasó fiebres, erupciones, trastornos graves; rechazaba el trato social; no quería cuentas con las amigas; odiaba los hombres; se declaraba salvaje y con intenciones de irse a un yermo y hacer vida de Magdalena o de Egipciaca, medio desnuda, suelto el cabello, y sin más compañía que la de una monda calavera. Hasta San José no la dio de alta el médico, y en Abril salió por primera vez a la calle. En los apuros de aquella vida, la única persona que daba pecuniarios auxilios a doña Manuela era Chaves, y esto lo hacía por caridad y por parentesco, como primo carnal del difunto coronel Villaescusa. Ninguna mira pertinente al orden erótico llevaba Chaves en sus generosidades, que cada día eran más cortas, y entrañaban el deseo de que un régimen normal les pusiese fin.

El demagogo de la barba bíblica hallábase por Abril en delirante actividad. Su labor era intensa, febril, y en ella ponía todo su espíritu y no pocos dineros, subordinando los negocios al supremo interés de la cosa pública. Como la Junta Revolucionaria no podía ya reunirse sin grandes precauciones, Chaves alquiló un humilde piso en la calle de Jesús del Valle, en casa de aspecto mísero que no tenía porteros. Una o dos veces, a diferentes horas, se juntaron allí Sagasta, Becerra, Ruiz Gómez, Montemar, García Ruiz y el presidente Aguirre. Llegaban uno tras otro, y reunidos en un destartalado cuarto, a la luz de un apestoso quinqué de petróleo, deliberaban sobre la futura suerte de España. No creyéndose seguros allí, variaban de catacumba, y en calles excéntrica y lóbregas, se les veía desfilar de noche, embozados o con extrañas vestimentas.

La conspiración laboraba entonces en los sargentos de Artillería, disgustados por el fracaso del proyecto de ascensos que no pudo sacar adelante el general Córdova. Chaves y otros agentes les iban catequizando uno por uno. Como fuese preciso organizar la acción común, se acordó afiliarlos y ponerlos en contacto con un jefe, que de acuerdo con la Junta había de dar las órdenes para el movimiento. El punto de cita era la casucha de Jesús del Valle. Iban llegando los sargentos por la tarde, antes de la retreta, en grupos de dos o de tres, y Chaves los presentaba a Moriones, el cual poseía como nadie el don orgánico; les hacía ver el principio de reivindicación a que obedecía el acto de indisciplina; les explicaba la imposibilidad de remediar por otros medios el envilecimiento a que había llegado la Patria. Y por último, la Revolución, mejor dicho, la Patria agradecida, les ofrecía dos empleos para el día en que pueblo y ejército asegurasen el triunfo de la Libertad y de la Justicia.

La Historia, que no cuenta las conspiraciones, sino sus efectos, tampoco dice nada del pacto amistoso que al fin celebraron don Enrique Oliván y Teresa Villaescusa, con intervención diplomática de la más fina zurcidora que vieron los siglos, doña Manuela Pez. Entró por el aro Teresita, venciendo su repugnancia de aquel sujeto, porque las exigencias de la vida material con imperioso mandato así lo pedían. Era ya cuestión de vida o muerte. O el pan o la miseria. Fue la crisis del hambre, que era por cierto de las atrasadas que no admiten espera... Cuentan que a la semana de celebrado el diabólico pacto, Teresa se hizo dueña del ánimo de don Enrique, y le trataba como a un negro, esgrimiendo el arma terrible de la publicidad. Y como el burocrático se había colado y encendido más de la cuenta, cayó en dura esclavitud, de la que difícilmente podía zafarse, porque con Manolita no había bromas. Si era un águila para hilvanar voluntades, toda pico y uñas toda se revolvía ferozmente contra el intento de descoserlas fuera de su jurisdicción y autoridad.

Conllevaba Teresa con resignación aquella vida de forzado ayuntamiento sin amor, esperando una imprevista solución o nueva crisis que de tal suplicio la librase. Aburrida buscaba su consuelo y solaz en fugas de la imaginación a esferas distantes, a ilusiones que fácilmente construía con materiales de otras que fueron y pasaron. En tal estado, abandonándose a los audaces vuelos de su fantasía, era tan revolucionaria como el primero, porque ella también odiaba lo existente, deseaba volcar el régimen, y armarlo de nuevo con otras ideas y otros hombres. A su tío (en segundo grado) don José Chaves le acosaba con preguntas, le ofrecía su cooperación, le incitaba con vehementes razones a persistir en la sañuda porfía contra los obstáculos. Ya no ponía la salvedad de respetar la corona de Isabel y la unidad católica... Todo, todo debía caer.

Renovaba la memoria de Teresa con vivos colores la odisea desde Fuentidueña a Portugal, dividida en etapas, a las que correspondían sensaciones diferentes. Las primeras fueron trágicas; siguieron días tristes, precursores de la pacificación de su espíritu; el día luminoso de Villarrubia; la noche dulce y melancólica de Urda, que dejó en su alma una inquietud indefinible, querencia de ideales nuevos, y la percepción de un mundo hermoso y lejano, indeciso entre el sueño y la realidad. Si mil años viviera, no olvidaría el fiero instante en que, apenas despierta, encontró sobre su seno los tomillos de Santiago. El presentimiento que en su alma levantaron aquellas silvestres y olorosas matas, fue confirmado por una voz áspera que le dijo: «Se ha ido... Le han mandado a Madrid». El desconsuelo de aquel día la desconsoló para todo lo restante de la expedición. Desde Urda hasta Encinasola, el viaje fue para ella un martirio, la columna una procesión fúnebre. Su displicencia constante y los disgustos a que daba lugar, la indispusieron con Clavería. Para mayor desgracia de este, Monteverde y Milans del Bosch, no sólo le daban bromas molestas, sino que cortejaban a su conquista con el mayor descaro. Cerca ya de Portugal, la situación se hizo insostenible. Plantose Teresa diciendo a su captador: «Yo seré todo lo que se quiera menos emigrada. En España nací, y en España he de vivir siempre. Hecha pedazos podrán llevarme a Lisboa; entera no me llevan, ni usted, Clavería, ni don Juan, ni San Juan Prim». A esta declaración añadió la amenaza de un fuerte escándalo si no la soltaban.

Largo y penoso fue su regreso a la Corte, a donde llegó en Febrero, en el estado miserable descrito por Manolita. En cuanto pudo salir a la calle, vencida la indisposición, trató de indagar el paradero del salvaje que voló dejando en el pecho de ella unos tomillos. Nadie le daba razón de persona tan insignificante. Por desdicha, no se le ocurrió preguntar a su amiga Mauricia Pando: verdad que a casa de esta no iba nunca, porque la presencia del pobre Santiuste le causaba intensa lástima y aflicción. Pero un día, hallándose de visita en casa de Chaves, subió al entresuelo a saludar a su tío. Allí encontró a este con Moriones y un muchacho que parecía sargento. En algo que hablaron delante de ella, sorprendió el nombre de Ibero. Fue una chispa, un relámpago. Preguntó Teresa... La verdad le fue revelada en esta forma por el muchacho a quien tuvo por sargento: «Santiago Ibero se fue al Norte o a Francia con el señor Muñiz. El señor Muñiz ha vuelto; Ibero no».

Con el que tal dijo trabó conversación, anhelando más informes. Pero en esto entraron en tropel los chiquillos de Chaves: dos niñas preciosas como los mismos ángeles, el hijo mayor, de ocho años, despabilado y gallardísimo, y un chiquitín de cinco, que era la criatura más salada y traviesa que se podría imaginar. Moriones y el sargento (si lo era) se despidieron, y los niños rodearon a Teresa colmándola de fiestas y carantoñas. Propuso ella llevarse a su casa las dos niñas, comprarles dulces por el camino, y devolverlas a la noche. Convino en ello la señora de Chaves, que a punto entró. Iba de visitas, y se llevaría el niño mayor. El pequeño, llamado Pepito, iría, como de costumbre, a paseo con su padre. Amaba tiernamente don José a todos sus hijos; pero aquel gracioso pillastre era su debilidad, sin duda por el temperamento revoltoso y de sistemática oposición que en el niño a todas horas se mostraba.

Admirable cosa era que, gozando de tantos bienes domésticos, mujer buena y hermosa, lindos, inteligentes hijuelos, floreciente negocio comercial, todo esto y su reposo y su tiempo, y sus ganancias, lo sacrificase Chaves en altares idolátricos de la política. O eran aquellos tiempos de mayor inocencia, o de mayor virilidad. De todo habría seguramente. Ello es que, sin el llamado candor progresista de que tanta burla han hecho los oligarcas de poco acá, no se habría limpiado esta vieja Nación de algunas herrumbres atávicas que la tenían paralizada y como muerta. Si héroes anónimos hubo siempre en nuestras epopeyas guerreras, también los hubo en los dramas políticos; héroes de abnegación no menos grandes que los que arriesgaron la vida y el honor militar. Chaves fue de los más esclarecidos patriotas, de los más candorosos mártires por la idea, que martirio y candor parecen la misma cosa, y el hombre se dejó ir a su ruina y descrédito por secundar valerosamente las ideas de libertad y justicia que sintetizaba en cuatro letras el sugestivo nombre de Prim. Prim era la luz de la patria, la dignidad del Estado, la igualdad ante la ley, la paz y la cultura de la Nación. Y tal maña se habían dado la España caduca y el dinastismo ciego y servil, que Prim, condenado a muerte después de la sublevación del 3 de Enero, personificaba todo lo que la raza poseía de virilidad, juventud y ansia de vivir.