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Prim/XXX

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XXX

Entró el de Reus en Portugal con sus fieles húsares y los amigos que le seguían. Poco tiempo permaneció en Lisboa; partió a Inglaterra, de Londres a París, apretándole a ello la precisión de ponerse al habla con sus activos colaboradores para tramar sin demora el alzamiento decisivo. Un nuevo plan de arreglo propuesto por Palacio interrumpió estos manejos; pero frustrada la componenda (un ministerio Lersundi formado a gusto de Prim), siguió la socava tenebrosa minando las capas más firmes del terreno social. En Abril se consiguió en Madrid arrastrar a la conjuración a los sargentos de Artillería; en Mayo, las guarniciones de Valladolid, Vitoria y San Sebastián quedaron cogidas; en Junio se pudo dar al esquema revolucionario algún viso de organización. Ejecutores de este programa en provincias y en la Corte eran Pierrad, Pasarón, Lagunero, Escalante, don Martín Rosales y otros nombrados jefes... Nunca se habían acumulado tantos elementos; nunca la cautela había conseguido evitar tan bien la repetición de los errores que fueron génesis del aborto en anteriores tentativas... El secreto con que laboraban los fieles adeptos no salía de las catacumbas.

De esto tenía pruebas Teresa Villaescusa, que ávida de conocer la interna trama, preguntaba solapadamente a cuantas personas podían a su parecer darle alguna luz. Aquel mocetón que en casa de Chaves le dio las únicas noticias que de Ibero pudo obtener, se le apareció una tarde vestido de sargento cuando Teresa iba de su casa, calle de las Rejas, a la de su madre, en la de San Ignacio. Con finura la saludó el militar, preguntándole por su salud, y ella, con más curiosidad que cortesanía, le soltó esta descarada observación capciosa: «Ya sé que está usted comprometido... ¡Bien por los sargentos de Artillería! Y me han dicho que algún oficialito también...». Poniéndose colorado, dijo el sargento con cierto énfasis que nada sabía; que su Cuerpo no se metía en fregados de revolución; que él se cuidaba tan sólo de cumplir su deber, y que no variaría de conducta por todo el Universo.

«Santa Bárbara le acompañe -dijo Teresa, colándose incontinenti en otra indagación de más interés para ella-. Es usted como aquel otro chico salvaje, su amigo y paisano, que todo lo arregla encomendándose al Universo... Y a propósito: ¿sabe usted si ha vuelto Ibero a Madrid?». Respondió el sargento afirmativamente. En Madrid estaba: le había visto dos veces. ¿Dónde? Una junto al cuartel de la Montaña; otra en la calle del Duque de Liria. Venía del Seminario de Nobles, Hospital Militar, en dirección verbigracia de la Cara de Dios... Por cierto que iba muy derrotado, como si quisiera hacerse pasar por mendigo. Algo más le preguntó Teresa, fingiendo indiferencia, y luego cortó la conversación con un saludito de despedida. El sargento se puso a sus órdenes cortésmente: «Simón Paternina, de la Guardia, Rioja alavesa, para lo que guste mandarme».

Aquella noche comió Teresa los garbanzos en casa de su madre (donde regía la moda francesa en las horas del yantar), y es fama que estuvo desabrida, mimosa y tan fuera de quicio, que puso en cuidado a la egoísta y astuta dueña. Lo que a esta más alarmaba fue que dio en la manía de no ir a su casa a la hora en que fijamente la visitaba el empalagoso caballero burocrático. Por fin, con ruegos y amenazas, la indujo la madre al cumplimiento de sus deberes. No debió Teresa cambiar de humor en presencia de Oliván, porque este se retiró a la hora de costumbre, harto lastimado y afligido. Ello fue que la linda moza recayó desde aquella noche en la extraña dolencia de asustarse de todo, y de verse perseguida por malignos seres invisibles. Así lo entendió doña Manuela, que clamando al Cielo decía: «Comido vea yo de perros al que enseñó a mi hija esa brujería indecente de hablar con las ánimas. El que metió estas diabluras en pobre cacumen fue sin duda el pillastre de Clavería, o alguno de los machacantes que iban en la dichosa columna».

Perdió Teresa el apetito y dormía muy poco, inquietando a Oliván, que no cesaba de recetarle agua ferruginosa y vino rancio, precisamente lo que tomaba su mujer para combatir la anemia. Manolita, no menos inquieta, le recetaba paseos, teatros, salir de compras, visitando particularmente las joyerías: este era el tratamiento más eficaz contra duendes y fantasmas. Alguna noche, cuando se quedaba libre de la insulsa compañía de don Enrique, se ponía Teresa mantón y nube, y echábase a la calle con su criada. ¿A dónde iba? A vagar por las calles sin objeto aparente, no huyendo de los espíritus, sino más bien buscándolos. Entendía la criada Patricia que al acecho de alguna persona andaba su señorita; así lo demostraba el precipitado paso de esta, sus miradas inquisitivas, y el hecho de trotar casi siempre por las mismas calles. Las correrías se limitaban al espacio comprendido entre el cuartel de la Montaña y el Portillo del Conde Duque, entre el de San Bernardino y la Universidad.

Una noche, pasando a última hora por la calle de los Reyes, vieron que de una casa baja y pobre, cuya puerta ostentaba el rótulo de Imprenta, salieron dos hombres hablando con mucha viveza. En la esquina de la Travesía del Conservatorio se detuvieron a platicar con otros dos que venían en dirección contraria. Las dos mujeres, arrebujándose bien, pasaron junto a ellos, siguiendo hasta doblar la esquina de la Plazuela de Leganitos. Teresa dio con el codo a su doméstica y le dijo: «¿Sabes quién es ese que me miró cuando pasábamos? Sagasta... En los otros tres no pude fijarme. Me pareció que uno de ellos era Montemar». Otra noche, en el callejón del Cristo, vieron a Chaves, viniendo del Conde-Duque en compañía de un hombre de inferior estatura, que se contoneaba al andar. Ocultó Teresa su rostro, temerosa de que su tío la conociera, y cuando estuvieron lejos, dijo a Patricia: «El pequeño es Manolo Becerra».

A la noche siguiente tuvieron un mediano susto. En la calle del Limón las requebraron y persiguieron unos hombrachos que salían de una taberna. ¡Pies, para qué os quiero! Ama y criada no pararon hasta dar con un sereno, que las tranquilizó acompañándolas largo trecho. A la media hora resurgían solas en la Plaza de Ministerios, y en uno de los bancos fronteros al Senado se sentaban a descansar, convidadas de la serenidad de la noche silenciosa y del temple primaveral del aire. Las miradas de Teresa eleváronse al firmamento, engalanado de todas sus maravillas sidéreas. Buen rato estuvo esparciendo sus ojos por tanta magnificencia, y trató de recordar lo que en noche serena y en lugar distante de Madrid le había enseñado un salvaje astrónomo. Pero su memoria no retenía más que los nombres de algunas estrellas de primera magnitud. Embelesada, poseída de fervor religioso, lanzó su alma en veloz carrera tras de sus ojos, para explorar el inmenso espacio y medir, si así puede decirse, la infinidad sublime de sus distancias.

Trató luego de comunicar su fervor y sus conocimientos a la ingenua muchacha, que hacía por remontar al cielo sus miradas perezosas. «Todo lo que ves, Patricia, es lo que llamamos el Universo, y cada estrella de ésas es un mundo grandísimo, lleno de personas. De lo que hay allá, sólo sabemos los nombres que los matemáticos de aquí han puesto a las estrellas. Una se llama la Osa, otra la Cabra, y hay también el Toro, el León, el Carnero... Pero aunque llevan nombres de animales, son mundos de Dios, llenos de almas cristianas». Patricia no contestó más que con el ¡aaaah! admirativo que usa el pueblo para saludar el esplendor de los fuegos artificiales. De improviso descendió Teresa de aquellas alturas, cayendo como un rayo sobre esta terrestre idea: «Oye, Patricia: tú me has dicho que tu novio es sargento. ¿Es acaso de Artillería?»... «No, señorita: es de los que están en aquel cuartel grande por donde pasamos anoche. Lleva un sombrerete que llaman chascás»... «Es lancero. ¿No te ha dicho si le han catequizado para sublevarse?»... «Melchor no se mete en esos trotes. Dice que va a venir revolución, y yo tengo miedo de que le toque alguna china»... «No temas nada. Revolución vendrá, y todo lo existente caerá patas arriba. El porvenir es de los sargentos. ¿El tuyo no te ha hablado de Prim?»... «Sí, señorita. Dice que es el General más bragado y de más meollo que tiene España»... «Sí, sí -afirmó Teresa con tanta unción como cuando se embelesaba en las estrellas-. Prim es el hombre...».

En la quinta salida, víspera de San Antonio, el Acaso brindó al fin a las dos mujeres extraordinaria y sorprendente aventura. Fueron hacia el Portillo de San Bernardino: a cada paso encontraban grupos de gente alegre, borracha y cantora, que por la Cuesta de Areneros subía de San Antonio de la Florida. Retrocedieron requiriendo la soledad, y cuando por la calle de Liria embocaban a la Plazuela de Afligidos, vieron ¡ay! dos hombres que venían del Conde-Duque... ¡Era él, era...! Quedó Teresa paralizada y muda. Los dos hombres pasaron cerca; la claridad dormilona de los faroles, junto con la de la luna menguante que acababa de salir, permitió a Teresa reconocer la figura gallarda de Ibero, que según ella con ninguna otra podía confundirse, su perfil noble, su andar decidido, y su vestimenta, que no era de mendigo, como le dijo el sargento, sino decente, sencilla y airosa. Pero más que el estupor, le ató los brazos y cerró la boca un miedo supersticioso, una punzante duda. ¿Sería un espíritu y no un ser corpóreo? Tras esta duda, otra asaltó su mente. ¿Los espíritus de los vivos pueden ser visibles?

Los segundos que duró esta confusión perdiolos Teresa para el seguimiento de los dos hombres, uno de los cuales, según ella, era Ibero, el otro Moriones. Iban hablando en voz queda y con serenos ademanes. El breve tiempo perdido por Teresa en el pasmo y suspensión de resuello que le ocasionaron sus dudas, los hombres o fantasmas, si tales eran, pudieron llegarse a una puertecilla próxima al santuario de la Cara de Dios, discutir un momento si entrarían o no, retroceder algunos pasos y entrar rápidamente por el callejón del Príncipe Pío. Al verles filtrarse por aquel angosto pasadizo, recobró Teresa su aliento, y disparada corrió en la propia dirección. Entró por donde ellos habían entrado; les vio allá, como sombras, en un recodo que torcía bruscamente a la derecha; siguió; corrieron las dos hasta una plazoleta o solar del cual partía otro conducto tortuoso, costanero, irregular, sin fin... Desesperada Teresa, no viendo ya a los dos hombres ni rastro de ellos, se paró, y con el aliento que le quedaba soltó tres veces el nombre de Ibero, en gritos intensísimos y desgarradores, haciendo trompeta con las manos. Halláronse en un sitio donde la obscuridad era pavorosa. Creyérase que ante las mujeres, los faroles del alumbrado público habían huido con temblor de sus vidrios y chisporroteo de sus luces. Confusamente se distinguían tapias, alguna casucha con puerta y ventana cerradas. Los hombres, si tales hombres eran y no espectros, se habían desvanecido en las tinieblas.

Viendo a su ama enteramente descompuesta y desgobernada, tomó el mando Patricia, y tirando del brazo a Teresa hizo por sacarla de aquel laberinto. La salida no era fácil. Al fin, por un hueco entre dos tapias se vieron en calle conocida. Dejábase Teresa conducir en silencio por su criada, y lo primero que hablaron fue para dilucidar el punto por donde desaparecieron los dos hombres. Ocurrió entonces un caso extraño: Patricia los vio en Afligidos, y sostenía que habían entrado por la portezuela próxima a la Cara de Dios. Lo de que se sumieron por la angostura del Príncipe Pío era patraña y falsa visión de la señorita. Se enfurecía esta defendiendo la verdad de lo que había visto, y sin hacer caso de su fiel doméstica, que le proponía volver a casa, metiose con paso vivo por las calles del Río y del Reloj, hasta dar en la plazuela de Ministerios. Allí soltó su lengua en desordenada vociferación, diciendo: «No voy a casa, no vuelvo a mi casa... Yo no tengo casa. Soy salvaje, Patricia, y como venga Enrique a querer llevarme, verás una mujer furiosa defendiendo su libertad. Y no vuelvas a decirme que Santiago y Moriones no entraron por el callejón. Yo te digo que sí, y no tienes que replicarme. Yo los vi... no eran visiones ni espíritus... No me contradigas; no me atormentes... o haré contigo lo que con Enrique... No me hables de ese rey de los bobos... Esta mujer no es suya, estos ojos no son suyos... ni esta boca es suya, como no lo sea para escupirle... Te juro que aborrezco a todo el género humano, menos a un solo hombre, el único que existe para mí... No me digas que no, Patricia... Cállate o te saco los ojos».

Viéndola en tal exaltación, quiso la muchacha reducirla con ternuras. Teresa rompió en llorosos lamentos: «El mundo todo revolveré hasta que encuentre lo que es mío. No voy a casa, no me acuesto... Si no le encuentro; si no me dice que me quiere a mí como yo le quiero a él, tengo que matarme, Patricia. A ningún hombre quise nunca... a él sólo, a ese que has visto... Nada: o me quiere o me mato, que para eso tengo preparados dos venenos que con sigilo compré». Apenas dicho esto, desembarazada ya de nube y manto, arrojose en el suelo con epilépticas contorsiones. Acudió Patricia a socorrerla y sujetarla; mas ella contraía brazos y piernas, dando al silencio de la noche su voz desgarrada: «Me mato, quiero morir... No más, no más sufrir vida tan miserable». Golpeándose el cráneo y haciendo presa en sus cabellos, clamaba: «Maldita de mí que traté a tantos hombres y no supe esperarle a él. No sabía yo lo que él me ha enseñado, Patricia; no sabía yo que en el mundo existe todo lo que deseamos... la dificultad está en buscarlo bien... Déjame; no, levántame: volvamos allá. Le encontraré, porque allí vive... Entró en alguna de aquellas casuchas bajas... Ven, vamos; llamaremos en todas las puertas...».

Prometiéndole acceder a cuanto deseaba, Patricia logró que se levantara... A su lado la hizo sentar, en el banco próximo. Irían, sí, en busca del hombre perdido; mas era menester esperar el día. Por de pronto, lo mejor sería retirarse a casa, dormir un poco, y después... Rebelábase Teresa contra esto, y en dimes y diretes estuvieron todo lo restante de la madrugada. La Providencia deparó a Patricia un humanitario sereno, que arrimándose a las dos mujeres ofreció sus servicios... Vencida del horrible cansancio, quedó Teresa en visible atonía y somnolencia, colgante la cabeza sobre el pecho; y este momento aprovechó la criada para correr a dar aviso a Manolita, dejando a su ama al cuidado del sereno. Con rápida frase contó la muchacha lo que ocurría, confesando las escapatorias nocturnas, y narrando el medroso encuentro que había sido causa del mayor disloque de la señorita. Tales fueron la consternación y sofoco de la madre, que a punto estuvo de rasgar la bata cuando quiso ponérsela para salir en socorro de su adorada hija. ¡Jesús, qué conflicto, qué desconocido drama, y qué pavoroso quiebro del Destino!... Todos los hipidos y arrumacos de su repertorio empleó la buscona para reducir a Teresita y llevarla a la casa materna, lo que logró al fin con ayuda de su criada, de Patricia y de dos serenos expeditivos y serviciales. Acostaron a la doliente, y doña Manuela se ocupó en desentrañar con arduas cavilaciones el nuevo problema que se le planteaba. ¿Qué le había pasado a la hija de sus entrañas? ¿Quién era aquel hombre que iba con Moriones por obscuras callejas, y que sólo con su rápida presencia diabólica había trastornado a la pobre Teresa? De sus cálculos y razonamientos sacó en limpio que el caso se relacionaba con los malditos conspiradores, y aquel mismo día, ni corta ni perezosa, se fue a confiar su cuita al bueno de Chaves, pidiéndole orientación, consejo. Pero don José, después de oír la triste canción de la dueña, se inhibió secamente, y la despachó a cajas destempladas.