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Primavera apolínea

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PRIMAVERA APOLINEA



I


U

na copiosa cabellera. Unos ojos de ensueño y de voluntad. Juventud, mucha juventud: un poeta. Habla:

—Yo nací del otro lado del Océano, en la tierra de las pampas y del gran río. Desde mi pubertad me sentí Abel; un Abel resuelto a vivir toda mi vida y a desarmar a Caín de su quijada de asno. Afligí a mis padres, puesto que muy temprano vieron en mí el signo de la lira. Se me rodeó de guarismos en el ambiente de las transaciones, y salté la valla. De todo el himno de la patria sólo quedó en mi espíritu, cantando, un verso: ¡Libertad! ¡libertad! ¡libertad! Y me sentí desde luego libre por mi íntima volición.

Y conocí a un hermano mayor, a un compañero, que tendiéndome la diestra me señaló un vasto campo para las luchas y para los clamores, me inició en el sentimiento de la solidaridad humana, aquel joven bello y atrevido de vida trágica y de versos fuertes. Mi bohemia se mezcló a las agitaciones proletarias, y aun adolescente, me juzgué determinado a rojas campañas y protestas. Fraseé cosas locamente audaces y rimé sonoras imposibilidades. Mi alma, anhelante de ejercicios y actividades, fluctuó en su primavera sobre el suburbio. No sabía yo bien adonde iba, sino adonde me llamaban lejanos clarines. Me imbuí en el misterio de la naturaleza, y el destino de las muchedumbres, enigma fué para mí, tema y obsesión. Ardí de orgullo. Consideréme en la solidaridad humana, vibrantemente personal. Nada me fué extraño, y mi yo invadía el universo, sin otro bagaje que el que mi caja craneana portaba de ensueños y de ideas.

Mi espíritu era un jardín. Mis ambiciones eran libertad humana, alas divinas. Y, como no encontraba campana mejor que la que levantaba el alma de los desheredados, de los humildes, de los trabajadores, me fuí a buscar a Cristos por los mesones de los barrios bajos y por los pesebres. Creí—aurora irreflexiva—en la fuerza del odio, sin comprender toda la inutilidad de la violencia. No acaricié el instrumento de mis cantos, sino que le apreté contra mi corazón con una como furia desmedida. Comprendía que yo había nacido para ser una vasta comunidad sedienta de justicia, buscadora de inauditas bienaventuranzas. Mi derrotero iba siempre hacia el azul. Para todo el comprimido río de mis ideas juveniles no hallé mejor salida que el cauce de las sensaciones y las cataratas de las palabras. Mi rebeldía iba coronada de flores. No tenía más compañeros que los que veía dispuestos a las luchas nobles y los buenos combates. Yo creí ver pasar «el gran rebaño». Yo lo soñé una noche cavernosa que evocaba apariciones de muertas humanidades, mientras pensaba, apartado de los hombres como un condor solitario adormecido en la grandeza de las peladas cumbres, con la visión desesperante de una colmena humana miserable que recortábase en la blanca sábana de nieve como un borrón en una página alba. Al fin, hálito cristiano me inspiró en aquella hora y la estrofa que otras veces abofeteara a los oídos, se retorció en un gesto de insultador.

Amé la grandilocuencia, pues sabía que los profetas hablaban en tropos a los pueblos y los poetas y las pitonisas en enigmas a las edades. Buscaba en veces la oscuridad. Me preocupaba a todas horas la interrogación de lo fatal. Oía hablar al hierro. Mi primer amor no fué de rosas soñadas, sino de carne viva. Me amacicé desde muy temprano a los golpes de la existencia. Fuí a acariciar el pecho de la miseria. Y surgió el amor. ¿Romántico? Hasta donde dorara la pasión la más sublime de las realidades, representada en una adolescente rosa femenina. Todo, es verdad, estaba dorado por la felicidad, hasta la tristeza y la penuria de los que fuesen favoritos de mi lástima. Mis ideales de venturanza humana no se aminoraron, sin embargo; mas se dulcificaron a pesar de mis impulsos y proclamas de brega, por la virtud de una alma y de una boca de mujer. Vida, sangre y alma busco y encuentro en la mujer de mis dilecciones. Mas no por eso olvidé el sufrimiento de los que consideraba mis hermanos de abajo, cuyas primeras angustias fuí a buscar hasta las pretéritas y cíclicas tradiciones de la India. Mi carácter se encabritaba en veces,

 :¡bravo potro salvaje que no ha sentido espuelas de jinete!

No pude nunca comprender el rebajamiento de las voluntades, las villanías y miserias que manchan en ocasiones las más finas perlas. En ocasiones huía de la ciudad y hallaba en la inmensidad pampeana vuelos de poemas que se confundían con ansias íntimas. El ritmo universal se confundía con mi propio ritmo, con el correr de mi sangre y el hacer de mis versos. De retorno a la urbe, hablaba a las muchedumbres. Vivía cara a cara con la pobreza, pero en un ambiente de libertad, de libertad y de amor. Con el vigor de la primera edad, con mi tesoro de ilusiones y de ensueños, no pude evitar momentos de delirio, de desaliento, de vacilaciones. Consagréme caballero de la rebeldía, pero sintiendo siempre las dificultades de todo tiempo. Llegué a comprender las fatalidades, de la injusticia, y mi simpatía fué a los grandes caídos, Satán, Caín, Judas. Encontré por fin estrecha mi tierra con ser tan ancha y larga, y vi más allá del mar el porvenir. Solicité los éxodos y ambicioné la vida heroica. El Océano fué una nueva revelación para mis alas mentales. El amor mismo fué animador de mis designios de conquista. En el viejo continente proseguí en mis anhelos libertarios. Tomé parte en luchas populares, vi el incendio, la profanación; oí los alaridos de la Bestia policéfala y creí en el mejoramiento de la humanidad por el sacrificio y por el escarmiento. Revivían en mi mente las antiguas leyendas de mi tierra americana y las autóctonas divinidades de los pasados tiempos reaparecían en mis prosas combativas y en mis estrofas amplias y sonantes. «La historia del viejo ombú despertó el alma de las tres razas que dormían en mí». Y el viento de Europa, el soplo árido, al mover mis largos cabellos, me infundió un nuevo y desconocido aliento.

Y luego fué como un despertar, como una nueva visión de vida. Comprendí la inutilidad de la violencia y el rebajamiento de la democracia. Comprendí que hay una ley fatal que rige nuestras vidas, instantáneas en la eternidad. Supe, más que nunca, que nuestra redención del sufrir humano está solamente en el amor. Que el pozo del existir debe ser nuestra virtud del paraíso. Que el poema de nuestra simiente o de nuestro cerebro es un producto sagrado. Que el misterio está en todos, y, sobre todo, en nosotros mismos y que puede ser de sombra y de claridad. Y que el sol, la fruta y la rosa, el diamante y el ruiseñor se tienen con amar.


II


Así habló el bizarro poeta de larga cabellera, en una hora armoniosa en que la tarde diluía sus complacencias dulces en un aire de oro. El cuarto era modesto; el antiguo libertario revelaba sus aristocracias de artista, con el orgullo de su talento, con su amada, condesa auténtica, y con una Juventud llena de futuro más auténtica aún.

Y salimos al hervor de París.