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Job ya no recuerda sus tristezas, no sufre por su vida desierta.

Cuando sus semejantes, todavía esclavos, reposan bajo el techo del establo, él los abandona silenciosamente y se interna en las llanuras obscurecidas.

Allí, en medio de la quietud, alza sus ojos al cielo envolviendo en una extática mirada humana los fúlgidos cardos del campo azul.