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el Párroco de la aldea, Kasper, Secretario del Burgomaestre, y su esposa, el Maestro de escuela, y el Director de la parada más próxima, con su señora, y, frente al dueño de casa, su compañera.... he ahí el conjunto brillante, reunido en casa del Burgomaestre.

Mi asiento no ha sido ocupado, y sólo consigo que nadie se mueva del suyo, tomando rapidamente aquel.

—Vamos, Fritz,—me dice mi pariente, sonriendo con aire burlon—al fin, eh? ya creía que te quedabas rascando miserablemente ese violoncello infame, que te dá todo el aspecto de un zapo sentimental, cuando te sientas á su lado.

—Está visto, pariente, que Vd. se empeña en detestar la música.

—Déjate de músicas, Fritz; la música no significa nada. Miro, esto es lo positivo, lo sólido, lo que puede digerirse bien, y esto! pásame tu copa, esto es Liebfrauenmilch, la mejor marca del Rhin, la gloria de Alemania y de los paladares como los de los Dioses.

—Muy bueno está; pero veo que he interrumpido uno conversacion interesante, talvez, y no quisiera....

—Nada de eso; es una de tantas preocupaciones de mi sobrino.

—¿Cómo así?

—Figúrate que pretende convencerme de que un hombre puede perder su centro de gravedad: já! já! já!

—Y porqué nó? si se le colocara, por ejemplo, en el punto en que se neutralizan las atracciones de la Tierra y de la Luna.

—Ni he pensado en tal cosa,—interrumpió el Teniente Blagerdorff—¿no conoce Vd. á Horacio Kalibang?

—Un personaje de nombre muy parecido figura en La Tempestad de Shakespeare.

—Eso es escaparse por la tangente,—observó el Mariscal, tragando con facilidad un enorme bocado;—¿conoce Vd. á Horacio Kalibang, el hombre que ha perdido su centro de gravedad? Sí ó nó...

—Nó, señor Mariscal, ni espero conocerle.

—Es un prodigio de la fantasía de Hermann. Vamos! coliflor y asado—eres un mentecato, sobrino; sirve vino al Mariscal. Luisa, atiende, hija mia, al Sr. Mariscal. Capitan! ¿quiere Vd. pasarme ese pollo que, no obstante la accion del fuego, salta en la fuente, como si tambien hubiera perdido la gravedad? Fritz bebe, hijo, bebe.

—Gracias, pariente; no quisiera parecerme á Horacio....

—El Señor Kalilbang!—interrumpió uno de los criados, entrando, espantado, en el aposento.

—Adelante! adelante!—exclamó el Burgomaestre, poniéndose de pié, como ya lo estábamos todos, y dejándose caer luego en un sillon, cual si una bala le hubiera herido los pulmones.

Pero no había nada de eso.

El personaje que se presentaba en escena podría tener cinco pies de altura, es decir 1 metro, 443 milímetros y formas proporcionadas. Su rostro carecía completamente de expresion, y al verle, se diría que acababa de salir del molde de una fábrica de caretas. Ni un solo movimiento de los párpados revelaba las sensaciones que determina el cambio de luz, ó la va-