Quien todo lo quiere/Acto I

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Quien todo lo quiere
de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto I

Acto I

Salen DON FERNANDO y DON JUAN, y BERNAL, gracioso.
DON FERNANDO:

  Vos no queréis darme a mí
parte de vuestra tristeza,
y yo a vos con más fineza,
don Juan, os la doy ansí.
  Traté casar a mi hermana
fuera de Madrid, con quien
estaba a los dos tan bien,
que, sin arrogancia vana,
  no hay hombre más bien nacido
ni más rico en igualdad
de mi hacienda y calidad;
y al partir, que hoy ha partido,
  le prendieron, porque ha dado
palabra a cierta mujer,
que aunque niega, puede ser,
que en su honor esté culpado.
  Veis aquí, pues, la ocasión
de mi tristeza, que os muestra,
cuando negáis de la vuestra
a mi amistad la razón,
  la causa de mis enojos,
y que la tendré bastante
para que de aquí adelante,
aunque viese en vuestros ojos
  escrito cualquier pesar,
no me atreveré a enfadaros.

DON JUAN:

Por querer desengañaros
también os quise escuchar.
  Bien sabéis la diferencia
que hay de la melancolía
a la tristeza; la mía
tiene esa misma licencia.
  Que como es enfermedad
que nace de algún humor,
manda en mí con más rigor
que mi propia voluntad.
  Veis aquí como no estoy
en lo que decís culpado;
del casamiento tratado
mil parabienes hoy doy.
  Que no será la prisión
tan fuerte como pensáis,
si en los engaños miráis,
que tan ordinarios son.
  Si fue alguna voluntad,
sin culpa es justo que sea.

DON FERNANDO:

Lo que serviros desea
mi fe, mi amor y amistad,
  habéis, don Juan, conocido.
Dios os guarde.

DON JUAN:

¿De esa suerte
os vais?

DON FERNANDO:

Quien mi enojo advierte
y me desprecia ofendido,
  ¿qué es lo que quiere de mí?

DON JUAN:

Oídme.

DON FERNANDO:

Dejadme.

(Vase.)
DON JUAN:

El cielo
me falte.

BERNAL:

Fuese, y recelo
que labró de jaspe en ti
  el alma, con que gobiernas
esa dura condición,
y rebelde corazón
a tantas palabras tiernas.

DON JUAN:

  ¿Qué le tengo de decir
de mis tristezas, Bernal,
si no hay causa?

BERNAL:

¿Hay cosa igual?
Mas, ¿qué quieres encubrir
  lo que es más claro que el día?

DON JUAN:

A Fernando dije yo
la verdad.

BERNAL:

La verdad, no.

DON JUAN:

Luego, ¿no es melancolía?

BERNAL:

  Tu misma difinición
te contradice, pues tienes
causa de que a estarlo vienes,
y entonces tristezas son.

DON JUAN:

  Pintó un sabio a los criados
con dos alas en los pies,
y sin lengua.

BERNAL:

Justo es
ser ligeros y callados.
  Pero otro sabio pintó
los amos con cuatro manos,
y sin ojos.

DON JUAN:

Cuentos vanos.

BERNAL:

Antes muy bien lo pensó.
  Muchas manos obligados
para dar han de tener;
ojos no, para no ver
las faltas de los criados.

(Salen DOÑA ANA y CELIA.)
DOÑA ANA:

  Señor don Juan.

DON JUAN:

¿Quién es?

DOÑA ANA:

Yo,
que a todo lo que ha tratado
mi hermano con vos, he estado
atenta y triste, y me dio
mayor pena que llevó.

DON JUAN:

Señora, mi voluntad
no ha ofendido su amistad;
que aunque dicen que el discreto
se conoce en el secreto,
fuera en mi amor deslealtad.

DOÑA ANA:

  Esta vez habéis de ser
necio por mí, pues le han dado
este nombre al que ha fiado
su secreto de mujer.
Lo que no alcanzó a saber
aquí, Fernando, de vos
me habéis de decir.

DON JUAN:

Por Dios,
que es resolución notable.

DOÑA ANA:

Hablad, ¿qué dudáis?

DON JUAN:

¿Que hable?

DOÑA ANA:

Sepamos lo que es los dos;
  que puesto que soy mujer,
sabré serviros mejor
que mi hermano.

DON JUAN:

Ese es rigor.

DOÑA ANA:

No hay rigor, esto ha de ser.

BERNAL:

Bien te puedes atrever,
que tanta resolución
no ha sido sin ocasión.

DON JUAN:

Pues, señora, estad atenta,
que quien lo que vos intenta,
debe de tener razón.
  Tiene, Madrid, ya corte de hermosuras,
como de reyes, una dama hermosa,
por quien las voluntades más seguras
amor condena a cárcel rigurosa;
sale una luz de sus estrellas puras,
norte de un cielo, que de nieve y rosa
formó su Autor, que abrasa a quien la mira,
por quien de mil amores flechas tira.
  Todas las gracias por estar en ella,
parece que le dan atropelladas,
cual vemos de una fuente clara y bella
surtir al aire por las encontradas;
mas cuanto de su luz, su ingenio, y della
del tuyo pueden ser consideradas;
destruye con terribles condiciones
fundada en arrogantes opiniones.
  Hablarte en coches, galas, y criadas
servirse a lo divino de rodillas,
sentarse en una calle de almohadas,
eterno verdugado, y lechuguillas,
las paredes en ámbar engastadas,
huir el aire de sufrir pastillas
a los campos, por verse entre las flores,
que olores naturales son mejores.

DON JUAN:

  Es contar a la mar menuda arena,
ni menos ver la gran bachillería
con que abona los versos, y condena
la música, destreza, y valentía:
con esto crece mi amorosa pena,
siendo imposible a la pobreza mía
acudir a sus cosas, que la adoro,
y la quisiera dar montañas de oro.
  Anoche dio en loar cierto vestido
que vio a una dama, y yo con mil colores,
no le ofrecí, porque en nobleza he sido
dichoso, no en dineros, ni en amores;
con estos pensamientos no he dormido
Juanelo de artificios de mayores
ruedas de mi confuso entendimiento,
tal es de mi tristeza el fundamento.

DOÑA ANA:

  Mucha honra me habéis hecho
en haberme confiado
la causa deste cuidado.

DON JUAN:

Si os abriera todo el pecho
  no viérades más en él,
que por esta relación.

DOÑA ANA:

Ya me corre obligación
no solo de ser fiel
  en guardaros el secreto,
mas de ayudaros a todo.

DON JUAN:

Pues, ¿vos a mí? ¿De qué modo?
{{Pt|DOÑA ANA:|
Por cierto estraño sujeto
  para un hombre como vos.

DON JUAN:

Amé, sin saber que amaba.

DOÑA ANA:

La hermosura os disculpaba.

DON JUAN:

Esa es notable por Dios.

DOÑA ANA:

  No sé yo por qué rodeo
os pudiera preguntar,
si es materia de casar,
o algún amoroso empleo.

DON JUAN:

  Ya me lo habéis preguntado,
y creed que en la verdad
de su limpia honestidad
aun la envidia no ha tocado.
  Mas con gustos tan injustos
como hay en esta mujer,
casado podría tener
más pesadumbres que gustos.
  Porque casada una destas,
que en dama bizarra toca,
mata a un marido por loca,
como otras por deshonestas.
  Y aunque hay mil que a sus maridos
nunca intentan ofender,
es gran desdicha tener
la deshonra en los vestidos.

DOÑA ANA:

  Vos habláis como discreto.
Comprad, don Juan, esa gala,
y perdonad, que no iguala
a la intención el efeto.
  Bien valen estos diamantes
quinientos escudos.

DON JUAN:

Fuera
locura, que yo quisiera
tomar prendas semejantes
  para lo que ya sabéis.

DOÑA ANA:

¿No sois, don Juan, caballero?

DON JUAN:

Sí.

DOÑA ANA:

Pues prestároslos quiero,
que vos me los volveréis.

DON JUAN:

  Con condición, que en teniendo
el dinero os le traeré
con ganancia.

DOÑA ANA:

Eso no sé,
que es oficio que no entiendo,
  aunque en Madrid tan usado:
id con Dios, no me halle aquí
don Fernando.

DON JUAN:

Siempre fui
dichoso en ser desdichado.

BERNAL:

  ¿Qué es esto?

DON JUAN:

Pues, ¿selo yo?

BERNAL:

¿No fuera mejor querer
esta divina mujer?

DON JUAN:

No, Bernal.

BERNAL:

Pues, ¿por qué no?

DON JUAN:

  Porque la tiene casada
Fernando, y yo soy su amigo.

BERNAL:

Ya no hay amigos.

DON JUAN:

Yo sigo
la ley de amistad honrada,
  aunque pierda mi remedio;
soy pobre, hacer no es razón
a su hermano esta traición.

BERNAL:

Si hay mujeres de por medio,
  puesto que a tus pensamientos
con verdad me persuades,
yo he visto pocas lealtades,
y muchos atrevimientos.
(Vanse.)

CELIA:

  Triste estás.

DOÑA ANA:

Estoy sin mí.

CELIA:

Dél no te puedes quejar.

DOÑA ANA:

Y haré bien, por dar lugar
para quejarme de mí.

CELIA:

  Si no sabe que le quieres,
no tiene culpa.

DOÑA ANA:

Es verdad,
amor es enfermedad,
y locura en las mujeres.
  Que mal hace la mujer,
que de sus ojos se fía,
de un día, tras otro día,
y de un ver, tras otro ver.

CELIA:

  Pues, ¿cómo no te ha querido
don Juan, estando obligado?

DOÑA ANA:

Porque estaba enamorado,
y es hombre, y hombre entendido.
  Y yo digo que en mujer
el trato enamora y mata,
que lo que mucho se trata,
mucho se viene a querer.

CELIA:

  Casaraste, y tu marido
será el remedio mejor,
para quitarte el amor.

(Sale DON FERNANDO.)

DON FERNANDO:

Vengo enojado y corrido.

DOÑA ANA:

  ¿Es don Fernando?

DON FERNANDO:

Yo soy.

DOÑA ANA:

¿De qué tan triste?

DON FERNANDO:

De ver,
que ya tenga otra mujer
el marido que te doy.

DOÑA ANA:

  ¿Perdió el pleito?

DON FERNANDO:

No, mas creo,
que si es noble la que pide,
para mucho tiempo impide
tu remedio, y mi deseo.

DOÑA ANA:

  ¿No hay remedio para mí
fuera de ese caballero?

DON FERNANDO:

Fue lo que traté primero,
y lo mejor para ti.

DOÑA ANA:

  Caballeros hay honrados,
Madrid está llena dellos.

DON FERNANDO:

¿Tengo de andarme tras ellos
con tu dote y mis cuidados,
  informándome de quién
no juega, ni tiene amor?

DOÑA ANA:

¿Y casareme mejor
sin saber con quién también?
  Que puede salir después
un majadero cansado;
¿piensas que tomar estado
comprar tus caballos es?
  ¿Que si uno no es a tu gusto,
engañas a otro con él?
¿Podré deshacerme dél
si es caballo a mi disgusto?

DON FERNANDO:

  Pluguiera a Dios que se usara,
que como suele tener
mil coches para vender
puerta de Guadalajara,
  con dos cédulas, que entiende
el lector más ignorante,
una atrás, otra adelante,
que dicen: Este se vende.
  Que a la mujer que en su casa
ya puede ser de provecho,
la pusieran en el pecho
y en la espalda: Esta se casa.

DOÑA ANA:

  Ahora sí que al marido
das oficio de tirar,
si la carga del casar
en coche la has convertido.

DON FERNANDO:

  No digo mal, pues ya tiene
tantos coches como casas
Madrid; mas pues no te casas,
ni tu desposado viene,
  aplícate a un monasterio.

DOÑA ANA:

¿Seglar o monja?

DON FERNANDO:

Seglar,
que aún no me atrevo a pensar
que tenga en tu gusto imperio.

DOÑA ANA:

  Encomendarelo a Dios.

DON FERNANDO:

¿Burlas conmigo? ¿A qué efeto?

DOÑA ANA:

No burlas, que eres discreto,
y un alma somos los dos.

(Vanse, y salen OTAVIA, dama, DON PEDRO, LEONARDO y FABIO, caballeros.)

OTAVIA:

  Es muy gallardo el soneto.

DON PEDRO:

Si para vos se escribiera,
y fuera mucho mejor,
si vuestra rara belleza
le hubiera dado el sujeto.

OTAVIA:

Ya confieso que me pesa
de haberos dado ocasión
para darme celos.

LEONARDO:

Llevan
los versos un grande estilo
estranjero a nuestra lengua;
juzgue quien sabe.

DON PEDRO:

Está bien;
¿qué os pareció la tragedia?

OTAVIA:

Aquel Píramo, a mi gusto,
pudiera mover las piedras;
¡qué amorosos pensamientos,
qué canciones, qué excelencias
de ornamentos de palabras!

FABIO:

¿Quién hay que ahora se atreva
a escribirlas en España?

OTAVIA:

Muchos, Fabio, con su pena;
mas yo sé muy bien que todos
dar en el blanco desean.

DON PEDRO:

En eso a todas las artes
se aventajan los poetas:
si muere un enfermo, nunca
con el médico le entierran:
si pierde el pleito el letrado,
el dueño pierde la hacienda.
¿Qué labrador ha buscado
al astrólogo que yerra,
aunque por los almanaques
sembrase dos mil hanegas?
¿Qué cosmógrafo castigan
porque diga, que la Persia
cae doce leguas de Flandes,
y diez y nueve de Illescas?
Pero un poeta que escribe
comedias, tanto desea
agradar a quien las oye,
que es lástima, y aun vergüenza
no perdonalle, si al blanco
tal vez no acierta la flecha.

OTAVIA:

Dice don Pedro muy bien.

DON PEDRO:

Cuando las comedias vengan
de año a año como flora,
pase a tal, darles carena.
Pero a quien da cada día
partos del ingenio...

OTAVIA:

Espera,
que tampoco a esos, ni a esotros
les vamos a sacar prendas.
No pongáis límite al gusto,
que ya en la Corte se huelgan
más con las comedias malas,
que con las que salen buenas.
En las malas hablan todos,
silban, gritan, y aun las dueñas
con su poquito de llave
se meten a ser discretas.
Pero esta conversación
no lo parece.

FABIO:

Pues venga
el soneto.

OTAVIA:

Ni el soneto,
porque ya don Pedro piensa
que es de materia celosa.

LEONARDO:

¿Qué quieres que te entretenga?

OTAVIA:

El que dijere mejor
una cosa a que parezcan
los celos, que no esté dicha,
tiene esta cinta por prenda.

LEONARDO:

Yo digo que son los celos
arte de amar.

OTAVIA:

Eso prueba.

LEONARDO:

Porque lo que enseña amor
en dos mil años lo enseña,
y los celos en un hora.

OTAVIA:

Buena aplicación.

LEONARDO:

Es nueva.

FABIO:

Yo digo que son un rayo,
que con violencia penetra,
pues abrasa el corazón
sin lastimar la corteza.

OTAVIA:

¿Cómo?

FABIO:

Veréis un celoso
picado de la sospecha,
que por de fuera se ríe,
y por de dentro se quema.

OTAVIA:

Dices bien. Don Pedro diga.

DON PEDRO:

Don Pedro callar quisiera,
que solo de hablar en celos
desmaya el alma y la lengua.
Yo digo que celos son
una fábula, o emblema,
de aquel ciego que llevaba
el manco y tullido a cuestas.
El ciego es amor.

OTAVIA:

¡Qué bien!

DON PEDRO:

A cuestas los celos lleva,
porque los sufre, y los celos
el camino a amor enseñan.

OTAVIA:

Tuya es la cinta. Le perdimos.
(Sale GINÉS, vejete.)

GINÉS:

Vuesarced oiga unas nuevas.

OTAVIA:

¿Cómo?

GINÉS:

Hizo amor un milagro.

OTAVIA:

Es dios; el milagro cuenta.

GINÉS:

Don Juan.

OTAVIA:

¿Qué don Juan? Decid.

GINÉS:

¿Ya vuesarced no se acuerda
de aquel pobre caballero
que el otro día en la iglesia
le bebió dos dedos de agua
a la pila? Porque en ella
metió vuesarced un dedo,
y sanced dijo: ¿pudiera
en una taza del Prado
hacerse mayor fineza?

OTAVIA:

Sí, sí, don Juan, aquel pobre,
que nuestra calle pasea,
y ha venido acá dos noches
con su poquito de felpa,
zapatos blancos, valona,
de Flandes, pajizas medias,
y por ligas dos antojos,
de caballo en dos rosetas.

GINÉS:

El mismo.

OTAVIA:

Cuenta el milagro.

GINÉS:

Una famosa cadena
envía, y para un vestido
diez y seis varas de tela,
con excelentes recados.

OTAVIA:

¿Aquel? Mirad bien las señas;
si se ha hallado algún tesoro.

GINÉS:

En este lugar pasean
muchos sin ser de la llave,
que tienen llave maestra.

OTAVIA:

Miedo me ponéis, decid
que entre, que en su gentileza
se ve bien que es hombre noble.

GINÉS:

Ya la ablanda la manteca.
(Sale BERNAL.)

BERNAL:

  Don Juan mi señor, señora...

GINÉS:

No tiene el mozo mal arte.

BERNAL:

... me mandó, que de su parte
venga a besaros agora
  las uñas de pies y manos.

GINÉS:

¿Es mi señora por dicha
cernícalo?

OTAVIA:

¡Qué desdicha
esta destos cortesanos!

BERNAL:

  ¿Cuál es humildad mayor?
¿Besar todo un pie, o no más
de una uña?

OTAVIA:

Tú sabrás
amigo lo que es mejor.

BERNAL:

  Besad a las uñas, pues.

GINÉS:

¿Otra vez?

OTAVIA:

Dejalde ya.

BERNAL:

Que por humildad está
siempre a vuestros pies.

GINÉS:

¿Más pies?

BERNAL:

  Dice, que os oyó alabar
cierta tela, y la compró,
que por ventura la halló
acabada de llegar
  en cas de su mercader.

GINÉS:

¿Mercader tiene?

BERNAL:

¿No son
de todos?

GINÉS:

Buena razón.

BERNAL:

Pues, ¿qué mejor puede ser?
  El rey, ¿no es mi rey?

GINÉS:

Muy bien.

BERNAL:

Pues así como yo quiera
un mercader, sea cualquiera,
es mi mercader también.
  Y a vuesa merced suplico,
que se vaya el escudero,
que es un poco palabrero,
y me da enfado su pico.
  Allí fuera está un criado
con la tela, y para hechura
del vestido.

GINÉS:

¡Qué locura!

BERNAL:

Señora, yo estoy turbado.
  Váyase, o ireme yo.

GINÉS:

Yo me iré.

BERNAL:

Aquesta cadena.

GINÉS:

¿Es fina?

BERNAL:

¿Volvió? Y tan buena,
que en veinte y cuatro tocó.

GINÉS:

  ¿De Córdoba o de Sevilla?

BERNAL:

Del diablo.

GINÉS:

Muestre el olor,
bien hace.

OTAVIA:

¿Vuestro señor
es de aquí o es de Castilla?

BERNAL:

  Es montañés, y Acevedo.

GINÉS:

Muy rico debe de ser.

BERNAL:

Largo tiene de comer;
esto aseguraros puedo.

OTAVIA:

  ¿Cómo?

BERNAL:

No puede alcanzallo.

OTAVIA:

¿Eso es largo?

BERNAL:

Pues, ¿qué más?
{{Pt|OTAVIA:|
Ahora bien, allá dirás
lo que agradecida callo.
  Entrega la tela, pues,
que yo tomo la cadena.
(Vase BERNAL.)
Pues bien, ¿de qué es tanta pena?<poem>

DON PEDRO:

¿De qué? ¿Pues tú no lo ves?

OTAVIA:

  Esta cadena me envía
un necio de mis amantes,
tómala tú para guantes,
si te enfada, por no mía.

DON PEDRO:

  Déjame.

OTAVIA:

Póntela aquí,
porque lleves ahorcados
mis celos.

DON PEDRO:

De mis cuidados,
(Pónesela.)
¿piensas olvidarme ansí?
  Yo te la quiero feriar
por otra de cien diamantes.

OTAVIA:

Buen cambio.

DON PEDRO:

Nunca te espantes
de ver a un celoso dar.
  Vamos, señores, de aquí.

LEONARDO:

¿No vais con gusto?

DON PEDRO:

Sí estoy.
(Vanse, y salen BERNAL y GINÉS.)

BERNAL:

Sin la cadena me voy.

GINÉS:

¿De eso qué se me da a mí?

BERNAL:

  ¿Mandáis algo?

OTAVIA:

Dios os guarde.

BERNAL:

¡Estremada sequedad!

GINÉS:

A donde no hay voluntad,
no hay término que se guarde.
  Mi ama ha puesto los ojos
en don Pedro.

BERNAL:

¿Y no es mejor
mi amo?

GINÉS:

No es por amor,
que no la mueven antojos,
  sino por su gran riqueza,
que le querría pescar
por marido.

BERNAL:

¿Y puede hallar
tal ingenio, tal nobleza?

GINÉS:

  Hermano, todo eso es viento,
fundado en hombre tan pobre,
por más gracia que le sobre,
nobleza, y entendimiento;
  quiere Otavia coche, y dueñas,
escuderos, y criadas.

BERNAL:

Locuras son, aunque honradas,
y que muestran por las señas,
  que aquella rara hermosura
rige un alma desigual.

GINÉS:

Ella es mujer principal,
y esta vanidad procura.
  Y yo, que nací también
de nobles padres, Bernal,
siempre aborrezco hacer mal,
y siempre intento hacer bien.
  Por aquesto os desengaño,
para que al señor don Juan
digáis, que estas cosas van
en aumento de su daño.
  Que no gaste lo que puede
en vos y en sí, que le tengo
lástima.

BERNAL:

A buen puerto vengo,
para que pagado quede
  mi dueño de tanto amor.

GINÉS:

Yo os he dicho la verdad.

BERNAL:

Viniera aquesta piedad
dos horas antes mejor;
  pero dados los regalos,
dicen cortesanos viejos,
que es como darle consejos
a quien han dado de palos.
  ¿No le podríais pedir,
siquiera aquella cadena?

GINÉS:

Ya sirve a prisión ajena.

BERNAL:

¿Qué es lo que queréis decir?

GINÉS:

  Que a don Pedro se la dio,
y que al cuello se la puso.

BERNAL:

De oíros estoy confuso.

GINÉS:

Adiós, que hago falta yo.
(Vase.)

BERNAL:

  ¿Que esto intente? ¿Que esto siga?
Salir quiero desta casa,
y saber; pero allí pasa,
bien será que se lo diga.
  Ah señor, señor.

(Sale DON JUAN.)

DON JUAN:

Ya espero
tus voces; ¿qué haces aquí?
¿Diste aquello?

BERNAL:

Señor, sí.

DON JUAN:

Y, ¿qué dijo?

BERNAL:

Al escudero
  remitió tu memorial.

DON JUAN:

¿Qué dices?

BERNAL:

Y él me ha contado,
que todo lo que le has dado
lo has empleado muy mal.

DON JUAN:

  ¿Por qué?

BERNAL:

Porque esta mujer
a un cierto don Pedro adora,
de quien quiere serlo ahora,
y con tan mal proceder,
  que tu cadena le dio,
y la lleva al cuello puesta.

DON JUAN:

¿Dasme veneno o respuesta?

BERNAL:

Esto el viejo me contó,
  y dice, que de piedad,
de imaginar tu pobreza;
ya le dije tu nobleza,
tu sangre, y tu calidad,
  mas su desvanecimiento,
coches, dueñas, y crïadas,
no mira en almas honradas,
ni estima tu entendimiento.

DON JUAN:

  ¿Quejareme aquí de mí?
Sí, pues la culpa he tenido,
que habiéndola conocido,
el alma, Bernal, la di.
¿Que traten a un hombre ansí?
Locuras, de quien ayer,
si no me mostró querer,
no me mostró despreciar;
mas, ¿qué se puede esperar
de una mujer tan mujer?
  No me pesa del empleo
destas joyas, que en fin son
dinero, aunque en ocasión,
que como sabes, me veo
despreciar mi buen deseo:
siento, y que de mi cadena,
si por pobre me condena,
doré el alma a sus cuidados,
que es darme celos dorados
nueva manera de pena.

DON JUAN:

  Pobre soy, señora Otavia,
pero soy tan bien nacido,
que bastaba mi apellido,
si como hermosa sois sabia.
Vuestro término se agravia
dando lo que os dan así;
pero yo la causa fui,
castigo del cielo fue,
pues a un serafín quité
lo que a un demonio le di.

BERNAL:

  Quedo, señor, ¡vive Dios!,
que es don Pedro el que pasea.

DON JUAN:

De vista le conocía.

BERNAL:

¿Qué quieres hacer?

DON JUAN:

Que sepa,
que soy don Juan de Acevedo.

(Salen DON PEDRO y LEONARDO.)

DON PEDRO:

Pienso que casarse intenta,
y aunque es mujer principal,
su vanidad y soberbia
me desagradan, Leonardo.

DON JUAN:

Vuesa merced dé licencia
que le diga dos palabras.

DON PEDRO:

Aquí Leonardo me espera.

DON JUAN:

¿Conóceme?

DON PEDRO:

Sí, de vista.

DON JUAN:

¿No sabe quién soy?

DON PEDRO:

Quisiera,
porque estimo a quien conozco.

DON JUAN:

Puesto que ignorancia sea
informarle de mis partes,
pues no le va nada en ellas,
soy un caballero honrado,
es la Montaña mi tierra,
vine a pleitos a la corte,
vi cierta dama una fiesta
en la Merced, que me hizo
más de la que yo quisiera.
Oíle alabar un día
la novedad de una tela,
enviésela galán,
y necio decir pudiera.
Y porque para la hechura
a persona de sus prendas
no era bien darle dineros,
compré esa misma cadena.
Supe que a vuesa merced
se la dio; no sé si crea
que fue liviandad de entrambos,
pero porque no lo sea,
vuesa merced me la dé.

DON PEDRO:

Escusadas estuvieran
algunas de esas palabras
no usadas en esta tierra,
donde también hay hidalgos.
Pero porque no parezca
que no habemos aprendido
con qué término se deba
responder, a quien lo es tanto,
los que nos preciamos della,
la cadena volveré
a quien me dio la cadena,
que a vuesa merced no es justo;
y pidiéndosela a ella
la tendrá vuesa merced.

DON JUAN:

No quiero que se la vuelva
cuando me la puede dar,
y yo tan presto tenerla.

DON PEDRO:

¿Luego quitármela tengo?

DON JUAN:

Digo yo que será fuerza.

DON PEDRO:

Al espejo de su rostro
me la puse, está bien puesta,
y sin él no acertaré.

DON JUAN:

Pues para que espejo tenga,
mírese en aquesta espada.

DON PEDRO:

¿Para qué si tengo aquesta?

BERNAL:

Oh perros, ¿a mi señor?

LEONARDO:

Ánimo, don Pedro, y mueran.

DON JUAN:

Menos palabras, villanos.
(Retíralos.)

DON PEDRO:

¡Ay!

BERNAL:

¿De eso poco se queja?

DON JUAN:

Quedo, Bernal, que sospecho,
que ha menester la cadena
para curarse la herida.

BERNAL:

Cayó, la gente se llega.

DON JUAN:

Hecha por aquí, Bernal,
que por Otavia me pesa.

BERNAL:

¿No has reñido con razón?

DON JUAN:

Sí.

BERNAL:

Pues camina, y no temas.

(Vanse, y salen CELIA y DOÑA ANA.)

DOÑA ANA:

  Mi mal por puntos crece.

CELIA:

Jamás he visto amor sin esperanza.

DOÑA ANA:

Alguna luz ofrece
esperar de los males la mudanza;
que nadie desconfía
sin esperar algún dichoso día.
  Puesta la soga al cuello
sustenta la esperanza al condenado,
y erizado el cabello
mira si tiene algún amigo al lado,
si se quiebra, o se enreda,
o pasa el rey, donde mirarle pueda.
  Así yo estoy agora
pensando que podrá morirse Otavia,
a quien don Juan adora,
o que no la querrá, si ella le agravia:
que nadie fue tan loco,
que si padece mucho, espere poco.

(Salen DON JUAN y BERNAL.)

DON JUAN:

  Pregunta si está en casa.

BERNAL:

Doña Ana nos ha visto.

DON JUAN:

Pues entremos,
y sepa lo que pasa,
que así con el peligro cumpliremos.

DOÑA ANA:

Señor don Juan, ¿qué es esto?
¿Cómo tan alterado y descompuesto?

DON JUAN:

  Llegué, señora mía,
después de dar aquel presente a Otavia,
como quien presumía
que era vanagloriosa, pero sabia,
y hallo que mi presente
en otro amor me trata como ausente.
  Llegó a don Pedro, un mozo
destos, a quien ilustra la riqueza,
que con aplauso y gozo
triunfaba de mi amor y mi pobreza;
hablele, respondiome,
sacó la espada, herile y conociome.
  Es fuerza que me ausente,
señora. Esto decid a don Fernando.

DOÑA ANA:

Mi hermano está presente.

(Sale DON FERNANDO.)

DON FERNANDO:

Por todo este lugar os voy buscando.

DON JUAN:

¿Sabéis lo que ha pasado?

DON FERNANDO:

Todo como pasó me lo han contado.
  No escusáis ausentaros
por deudas, por justicia, aunque no puedo
dejar de confesaros
que está bien hecho, y que contento quedo,
porque sepan los hombres
que no están las riquezas en los nombres.
  Vos no tendréis dineros,
voy a sacarlos.

DON JUAN:

No sé qué os responda.

DOÑA ANA:

Yo sé qué responderos,
pues es mejor que aquí don Juan se esconda.

DON FERNANDO:

De ninguna manera,
que mejor se negocia desde afuera.

DON JUAN:

  En Nápoles la bella
vive un regente, de mi padre hermano.
Si voy, Fernando, a ella,
como a sobrino me dará la mano,
y es rico de manera,
que ha de favorecerme, aunque no quiera.

DON FERNANDO:

  El gran duque de Osuna
rige aquel reino agora; si el de Uceda
os diese carta alguna,
no tiene el mundo quien honraros pueda
como este generoso
príncipe en tierra y mar siempre dichoso.

DON JUAN:

  ¿Tenéis con su Excelencia
del de Uceda, Fernando, quien le obligue?

DON FERNANDO:

Y asiste a su presencia,
y donde quiere le acompaña y sigue;
a la carta me ofrezco.

DON JUAN:

Pues no quiero más bien, si la merezco.

DON FERNANDO:

  Ven, hermana, y contemos
este dinero.

DOÑA ANA:

¡Que aún no puedo hablalle!
(Vase.)

DON JUAN:

Seguros estaremos.

BERNAL:

Haz que cierren las puertas de la calle.

DON FERNANDO:

Todo estará cerrado,
No hay cosa que te pueda dar cuidado.
(Vase.)

DON JUAN:

  Estraños sucesos míos;
mas, ¿por cuál hombre pasaran,
que no fuera yo? ¿Qué haré,
confuso en desdichas tantas?

BERNAL:

Paréceme, que de aquí
se fue llorando doña Ana.

DON JUAN:

Yo la vi llorando perlas
de la manera que el alba
asoma los tiernos ojos
por las celestes ventanas
ensartando puro aljófar
en las azules pestañas
con que se abren los pimpollos
de las azucenas blancas,
de las rojas maravillas,
y de las rosas de nácar.
¡Ay, Dios!, ¿si mi ausencia siente?

BERNAL:

No dudes cosa tan clara;
mas no quieres entender,
porque sabes que no pagas.

DON JUAN:

No puedo, Bernal, no puedo,
que tengo cautiva el alma:
tanto más a Otavia quiero,
cuanto más sé que me agravia.
Porque como amor es niño,
donde le castigan ama,
que aunque quiere a quien le besa,
más quiere a quien mal le trata.

(Sale CELIA con una bolsa y caja.)

CELIA:

Don Fernando, mi señor,
vuestro amigo, que esto basta,
me dio esta bolsa de escudos;
y mi señora, esa caja,
sin que él la viese, en que van
sus joyas.

DON JUAN:

¿Cómo?

CELIA:

Estimaldas,
que es lo mejor de su dote,
y que me dijo turbada,
con temor de Don Fernando:
«Celia, di que no se parta
sin que yo le vuelva a ver».

DON JUAN:

Celia, la congoja es tanta
del peligro en que me veo,
que aun la respuesta me ataja.
Los dineros de Fernando
tomo a cambio de dos almas,
no las joyas, que no es justo,
de mi señora doña Ana.
Y di que las que tomé
tendrán su debida paga,
si Dios quisiere, algún día;
y que condición hidalga
nunca, sin pagar la una,
tomó dos cosas prestadas.
Vete con Dios, Celia, y di,
que fuera loca arrogancia
verla un hombre que a otra adora.

CELIA:

Pues, ¿qué importa, si ella os ama?

DON JUAN:

Celia, no más, que Fernando
de no la querer es causa:
él la casa con su igual,
es mi amigo, y es su hermana.

CELIA:

A esto vine, perdonadme.
(Vase.)

DON JUAN:

Tan dichosa el cielo os haga
como yo soy desdichado.

BERNAL:

¿Por qué dejaste caja?

DON JUAN:

Porque soy, Bernal, quien soy,
que de una mujer honrada
una obligación tras otra
podrán engañarme el alma.
Vamos a Italia, Bernal.

BERNAL:

En fin, ¿nos vamos a Italia?

DON JUAN:

¡Adiós, España querida!

BERNAL:

¡Adiós, fregonas de España!