Quo vadis? (Poirier tr.)/XXIX

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

CAPÍTULO XXIX

No hubo contestación á esta carta. No escribió Petronio, yendo evidentemente que de un día á otro podría el César ordenar el regreso á Roma.

Y en efecto, la noticia de la vuelta del viajero imperial se extendió luego por la ciudad, con gran contentamiento de la plebe, ansiosa de juegos y de las obligadas distribuciones de los cereales y las aceitunas, que en cantidades enormes habían estado acumulándose ya en Ostia.

Helio, el liberto de Nerón, anunció por fin al senado el regreso del emperador.

Pero habiéndose embarcado Nerón con su corte en Miseno, efectuó su viaje lentamente; haciendo escala en las ciudades de la costa, con el fin de tomar descanso ó de exhibirse en los teatros.

Permáneció cerca de veinte días en Minturna y hasta pensó en volver á Nápoles y aguardar allí la primavera, que en esa ciudad era más temprana y cálida.

Durante todo este tiempo Vinicio vivió encerrado en su casa, pensando en Ligia y en todos esos nuevos fenómenos que le ocupaban ahora el alma y hacían afluír á ella ideas y sentimientos que antes habríanle parecido absurdos.

De cuando en cuando recibía solamente á Glauco el médico, cada una de cuyas visitas llenábale de alegría, porque en ellas Ligia era el tema habitual de las conversaciones de ambos.

Glauco ignoraba dónde había encontrado albergue la joven, pero estaba en aptitud de dar seguridades á Vinicio de que Ligia se hallaba en salvo y bajo el ojo vigilante y protector de los jefes.

Un día, también, movido á compasión por la melancolía de Vinicio, Glauco le refirió que Pedro había vituperado á Crispo la severidad con que éste increpara á Ligia su amor por el joven tribuno.

Vinicio, al escuchar esta confidencia, púsose pálido de emoción. Más de una vez había pensado que Ligia no era indiferente á su amor; pero á menudo asaltábanle dudas y temores.

Ahora por primera vez recibía la confirmación de sus anhelos y esperanzas, de labios extraños y á mayor abundamiento, cristianos.

á En el primer impulso de gratitud y de júbilo, quiso volar á la presencia de Pedro. Más, cuando supo que el Apóstol no se hallaba en la ciudad, pues estaba desempe.

ñando su misión de propaganda en los alrededores, imploró á Glauco que le llevase hasta él, prometiéndole en cambio hacer liberales obsequios á los pobres de la comunión cristiana. Parecíale también que si Ligia le amaba, ya no podría haber obstáculo alguno que les dividiera, pues él estaba pronto para rendir su homenaje á Cristo en cualquier momento.

Y Glauco, aún cuando le insinuó persistentemente la necesidad en que se hallaba para ello de recibir el bautismo, no se aventuró al mismo tiempo á darle seguridades de que, con sólo esto, se conquistaría inmediatamente á Ligia, y antes bien le manifestó que era menester desear la religión por sí sola, por amor á Cristo y nó con otros fines.

—Es necesario también tener una alma cristiana,agregaba.

Y aún cuando á Vinicio irritaba siempre todo obstácu lo, había empezado á comprender que Glauco, en su calidad de cristiano, cumplía con su deber al hacerle tales prevenciones.

No se formaba todavía conciencia plena de que uno de los más trascendentales cambios operados en su sér íntimo era éste; que antes había considerado á los hombres y á las cosas midiéndolas con el rasero de su propio egoismo, y ahora íbase acostumbrando gradualmente al pensamiento de que otros ojos podrían ver de manera diversa, otros corazones sentir de diferente modo y que la justicia no siempre tenía por objetivo el provecho personal.

A menudo sentía deseos de ver á Pablo de Tarso, cuyos discursos despertaban su interés y le llenaban de una extraña turbación.

En su mente concertaba argumentos encaminados á la refutación de sus enseñanzas, é interiormente resistíase á prestar asenso á sus ideas. Sin embargo, deseaba verle y escucharle.

Pero Pablo habíase marchado á Aricia, y como las visitas de Glauco eran cada vez más raras, Vinicio se consumía en una soledad permanente.

De nuevo empezó entonces sus antiguas excursiones, que ahora hacía de preferencia por las calles inmediatas al Suburra y por las callejuelas del Trans Tiber, con el secreto anhelo de ver á Ligia, siquiera fuese á distancia.

Y cuando perdió hasta esa esperanza, el tedio y la impaciencia empezaron á morderle el corazón.

Por último llegó un momento en que se dejó sentir en él su indole anterior, con la pujante fuerza de la ola, que á poco de efectuar su sordo retroceso, se lanza impetuosa nuevamente hacia la playa.

Parecíale que había sido un necio, sin provecho alguno, al llenarse la cabeza de ideas que sólo causaban pesares, y que debía aceptar de la vida lo que la vida le brindara.

Y resolvió olvidar á Ligia, ó por lo menos buscar el placer y el disfrute de otras satisfacciones que no podía ella procurarle.

Presintió, empero, que esta prueba habría de ser final y decisiva: por eso entregóse á ella con toda la ciega energía impulsiva que le era peculiar.

La vida misma, que en él bullía con los bríos de la juventud, impelíalo á ese nuevo camino extremo.

La ciudad, adormecida y despoblada en el invierno, empezó á revivir ante la esperanza del ya próximo regreso del César.

Un solemne recibimiento le aguardaba.

Y entretanto, había llegado la primavera y disipádose la nieve de los Montes Albanos al soplo de los vientos del Africa. Los céspedes de los jardines hallábanse cubiertos de violetas. Las plazas y el Campo de Marte veíanse á diario llenos de gente que tomaba el sol, cuyo calor iba paulatinamente aumentando. A lo largo de la Via Apia, sitio habitual para excursiones en coche á las afueras de la ciudad, había empezado el movimiento de carros ricamente ornamentados. Se hacían paseos á los Montes Albanos. Las mujeres jóvenes, con el pretexto de ir á adorar á Juno en el Lanuvia, ó á Diana en Aricia, salían de sus casas é iban fuera de la ciudad en busca de aventuras, de reuniones sociales ú otros placeres.

Un día Vinicio vió entre los carros de los caballeros uno expléndido: el de Crisotemis, precedido por dos mastines de Molosia. Iban rodeando á la hermosa grupos de jóvenes y también de ancianos senadores, cuya posición los había obligado á permanecer en la ciudad.

La propia Crisotemis guiaba el carro, llevando las riendas de cuatro jacas de Córcega, y distribuyendo sonrisas en derredor y ligeros chasquidos con su látigo de oro. Al ver á Vinicio refrenó sus caballos, le hizo subir á su carro y le llevó a su casa, en donde hubo una fiesta que duró la noche entera. Allí bebió tanto el joven, que no supo cuando le habían conducido de regreso á su hogar. Recordaba, sin embargo, que al hacer Crisotemia mención de Ligia en su presencia, él se había sentido herido y hallándose ya ebrio había vaciado un vaso de Falermo en la cabeza de la amante de Petronio.

Pero al día siguiente Crisotemis, quien, por lo vista, había olvidado muy pronto aquella injuria, vino á visitarle y le llevó por segunda vez á la Via Apia. En seguida cenó en casa de Vinicio y le confesó que desde hacía tiempo la tenía hastiada, no solo Petronio, sino hasta su mismo tocador de laúd; y que su corazón se hallaba por fin libre.

Durante una semana más, vióseles juntos, pero aquellas relaciones no prometían ser duraderas.

Después del incidente del vaso de vino de Falerno, jamás volvió á apronunciarse entre ellos el nombre de Ligia, pero á Vinicio se le hacía imposible sustraerse al recuerdo de la joven. Asaltábale en todo momento la idea de que sus azules ojos le estaban observando fijamente y sentiase por ello como aterrorizado. Y sufría, y no podía desprenderse de la convicción de que con cada una de sus acciones atolondradas estaba martirizando á Ligia, y esa misma convicción martirizábale á él también.A raíz de la primera escena de celos con Crisotemis, que ésta provocara por haber comprado Vinicio dos damiselas sirias, despidióla de brusca manera.

Mas, no puso por ello término á su vida licenciosa y de placer, á la que parecía seguir entregándose tan sólo por el despecho que le causaba el desvío de Ligia.

Finalmente, se convenció de que el recuerdo de la joven no le abandonaba un instante; de que era ella la causa única de su febril actividad para el mal como para el bien; y de que verdaderamente nada había en el mundo que ocupara su alma sino ella.

El hastío y el cansancio se apoderaron entonces de su ánimo.

El placer hízosele aborrecible y no le dejaba en el alma otra cosa que las amargas heces del remordimiento. Y se consideraba entonces como un hombre despreciable, sentimiento que, no obstante, llenábale de indecible asombro, pues anteriormente había conceptuado siempre como bueno todo cuanto pudiera procurarle deleite ó bienestar.

Por último, le abandonaron el albedrío y la confianza en sí mismo, y cayó en una especie de marasmo, del cual no pudieron arrancarlo ni siquiera las noticias de la llegada del César.

Nada le impresionaba ya; y ni aún fué á visitar á Petronio, hasta que éste le mandó á su casa una invitación y una litera.

Al ver á su tío, quien lo acogió con agrado, contestó de mala gana á sus preguntas; pero sus sentimientos y sus ideas, refrenados por tanto tiempo, estallaron al fin, brotando de sus labios en un torrente de palabras.

Una vez más contó á Petronio detalladamente la historia de sus pesquisas en busca de Ligia, de su vida entre los cristianos, de todo cuanto había visto y oído allí, de lo que había pasado por su cerebro y por su corazón; y finalmente confesó con amargura que se hallaba sumergido en un caos, en medio del cual comprendía que había perdido ya toda ecuanimidad y hasta el don de discernir y de juzgar.

Nada le atraía, nada le agradaba y no sabía qué hacer, ni á qué dedicarse.

Hallábase alternativamente dispuesto á honrar ó á perseguir á Cristo; comprendía la grandeza de sus enseñanzas; más al propio tiempo le inspiraban repugnancia irresistible.

Sentiase asimismo penetrado de que, aún cuando llegase á ser suya Ligia, jamás podría haber en ello posesión completa: Cristo tendría también á compatirla.

Finalmente, vivía como si no viviera: sin esperanza, sin mañana, sin expectativa alguna de felicidad. En derredor sólo veía tinieblas, en medio de las cuales buscaba desorientado y á tientas una salida que se hallaba incapacitado de encontrar.

Mientras hacía Vinicio su narración. Petronio había estado observando su demudado rostro y sus manos, que al hablar extendía hacia adelante de una manera extraña, cual si pugnara por abrirse un camino por entre las sombras. Y permaneció meditabundo por espacio de algunos instantes. Luego levantóse de súbito y acecándose á Vinicio le tomó con los dedos algunos cabellos cercanos á la oreja, diciéndole: —¿Sabes que ya empiezan á verse canas en tus sienes?

—Es muy posible,—contestó Vinicio.—No me extrañaría el hallarme antes de mucho con la cabeza totalmente cubierta de ellas.

Sucedióse un breve silencio.

Petronio era hombre de sólido criterio y más de una vez habiase puesto á meditar acerca del alma y de la vida del hombre.

Pensaba que la vida en general, en medio de aquella sociedad de que ambos formaban parte, podía ser exteriormente feliz ó desgraciada, pero interiormente hallábase como en estado de anestesia. A la manera que un terremoto ó un rayo podía derribar un templo, el infortunio a su vez podía aniquilar la vida. Esta, empero, en sí misma, la informaban líneas sencillas y harmoniosas, exentas de toda complicación.

Pero de las palabras de Vinicio desprendíase algo más, —algo empequeñecedor de este concepto,—y Petronio encontróse por primera vez delante de una serie de abstrusos problemas psicológicos que nadie había logrado resolver hasta entonces.

Y era hombre de suficiente raciocinio para apreciar su importancia, pero aún con toda su habitual sagacidad, sentiase ahora incapaz de dar solución á las cuestiones propuestas. Así, pues, al cabo de un largo silencio, dijo como para orillar la dificultad: —Esos deben de ser encantamientos.

—Yo también he solido pensar lo propio,—contestó Vinicio.—Más de una vez me ha parecido que tú y yo nos ha llábamos bajo su influjo.

—¿Si te dirigieras por ejemplo á los sacerdotes de Serapis? Entre ellos, como sucede siempre con los de su casta, existen embaucadores, pero los hay también que han llegado á descubrir secretos admirables.

Esto lo dijo, empero, sin el menor asomo de convicción y con voz insegura, porque él mismo comprendía cuán vano y hasta ridículo debía parecer ese consejo al emanar de sus labios.

Vinicio se pasó la mano por la frente y dijo: —Encantamientos! Yo he conocido hechiceros que apelaban al influjo de poderes desconocidos y subterráneos, en su provecho personal, y los he visto asimismo emplear esas armas en perjuicio de sus enemigos. Pero, estos cristianos viven en pobreza, perdonan á sus malquerientes, predican la sumisión, la virtud y la misericordia: ¿cuál provecho podrían, pues, reportar de los encantamientos, y para qué habrían de recurrir á ellos?

A Petronio contrariábale visiblemente el haber de confesarse á sí mismo que con toda la sutileza de que se hallaba dotado, no tenía respuesta alguna que dar á esta pregunta.

Y no deseando hacer patente su contrariedad dijo por contestar algo: —Es una secta nueva.

Y un momento después agregó: —¡Por la divina moradora de las arboledas de Pafos, cómo acaba la vida todo eso! Tú admiras la bondad y la virtud de esos cristianos; más yo te digo que los conceptúo malas gentes, porque son enemigos de la vida, al igual de las enfermedades y la muerte.

En el estado actual de las cosas, tenemos ya demasiados enemigos de esa índole; no necesitamos, pues, que vengan á juntarse á ellos los cristianos. Ponte á contarlos: las enfermedades, el César, Tigelino, la poesía cesárea, zapateros remendones que gobiernan sobre los descendientes de los antiguos quirites, libertos que ocupan un asiento en el Senado... ¡Por Castor! ¡tenemos ya bastantes! Esa es una secta destructora y repelente... ¿Has intentado sacudir tu tristeza volviendo á gustar de las dulzuras de la vida?

—Lo he intentado,—contestó Vinicio.

—¡Ah, traidor! —dijo Petronio riendo,—las noticias se extienden con mucha rapidez entre los esclavos; tú me has seducido á Crisotemis.

Vinicio hizo un ademán displiciente.

—En todo caso te lo agradezco,—dijo Petronio.—Voy á enviarla un par de chinelas bordadas con perlas. En mi lenguaje amatorio eso quiere decir: «Vé á paseo. » Y á tí debo quedarte doblemente reconocido. Primero: porque no quisiste aceptar á Eunice; segundo: porque me has librado de Crisotemis. ¡E—cúchame! Tienes delante a un hombre que se ha levantado temprano, que ha disfutado de los refinamientos termales, poseido á Crisotemis, escrito sátiras y en ocasiones hasta entremezclado la prosa y el verso, pero que también ha solido sentirse tan hastiado como el mismo César y á menudo incapaz de sustraerse á los pensamientos tétricos. ¿Y sabes cuál era la causa? El haber estado buscando lejos lo que tenía al alcance de mi mano.

Una mujer bonita vale siempre lo que pesa en oro: pero si ama por añadidura, llega á ser inestimable. Tesoro semejante no podrás tú comprar ni con todas las riquezas de Verres (1). Y yo me digo ahora: he de llenar mi vida de felicidad, como se llena una copa con el más exquisito vino que haya producido la tierra, y he de apurar esa copa hasta que se me paralice la mano y palidezca mi labio. Lo que sobrevenga mañana, no me importa: esta es la sintesis definitiva de mi filosofia actual.

(1) Pretor de Sicilla muy avaro, cruel y lujurioso contra quien han quedado siete oraciones de Cicerón.

Tú la has proclamado siempre: nada de nuevo hay en ella.

—Sí, hay la parte substancial, que antes me faltaba.

Y al decir esto llamó á Eunice, quien hizo su entrada, exquisitamente vestida de blanco. Ya no era la antigua esclava, sino una especie de diosa del amor y la felicidad.

Petronio le abrió los brazos y la dijo: —Ven.

Corrió Eunice entónces hacia él y sentándose sobre sus rodillas, le rodeó el cuello con los brazos y reclinó sobre su pecho su hermosa cabeza.

Y Vinicio vió subir á sus mejillas reflejos púrpureos y cubrir sus enajenados ojos leve niebla de venturoso arrobamiento.

Asi formaban ambos un harmonioso grupo simbólico de la dicha y el amor.

Petronio extendió la mano hacia un amplio vaso colocado sobre una mesa que había próxima y tomando de él un puñado de violetas, esparciólas en la cabeza, el seno y el manto de Eunice; y luego haciendo á un lado la túnica que cubría los brazos de la joven, dijo: Dichoso quien como yo ha encontrado el amor envuelto en formas semejantes! Paréceme á veces que somos un par de dioses. ¡Mira Vinicio! ¿Han creado líneas más potentosas Praxíteles, ó Mirón, ó Escopas, ó el mismo Lísias? 10 existirá en Paros, ó en el Pentélico, un mármol como éste: tibio, róseo y palpitante de amor? Hay gentes que encuentran deleite en besar los bordes de los vasos; mas, yo prefiero buscar el placer allí donde reside realmente.

Y empezó á acariciar con sus labios los hombros y el cuello de Eunice, por cuyo cuerpo á la sazón discurria un estremecimiento embriagador, en tanto que, ora abría, ora entornaba los ojos con expresión de dicha inenarrable.

Petronio levantó en seguida la primorosa cabeza de la joven y dijo, volviéndose á Vinicio:

—Pero, piensa y dime ahora; ¿qué son esos tétricos cristianos en comparación con esto? Y si no eres capaz de apreciar la diferencia, vete con ellos! Aunque, si bien se mira, estoy cierto de que este espectáculo ha de curarte.

Dilatáronse las narices de Vinicio, aspiró el aroma de las violetas que llenaba toda la estancia y palideció al pensar que si le fuera dado pasear de igual manera sus labios por los hombros de Ligia, sería para él aquella como una especia de inmensa delectación sacrilega, tras de la cual bien pudiera desvanecerse como burbuja de aire el mundo enterol Y habituado ahora á una rápida percepción de los fenómenos internos que en él se operaban, notó que en ese instante en Ligia, sólo en Ligia pensaba.

—Eunice, divina mía,—dijo Petronio,—hay que preparar guirnaldas para nuestras cabezas, y un refrigerio.

Y cuando la joven hubo salido, repuso dirigiéndose á Vinicio: —La ofreci darle libertad, ¿y sabes qué me contestó: —Prefiero ser tu esclava, antes que mujer del César!» Y no aceptó la manumisión. Hube entonces de acordársela sin conocimiento suyo. El pretor me dispensó del trámite de exigir su presencia. Y ella no sabe que hoy es libre, y asimismo ignora que esta casa y todas mis joyas, con excepción de las gemas (1), suyas serán, llegado el caso de mi muerte.

Luego se levantó, dió algunos paseos por la estancia y repuso: —El amor es causa de transformaciones más radicales en unos hombres que en otros, y hasta en mi ha operado cambios. Antes gustaba yo del aroma de la verbena; mas, como Eunice prefiere las violetas, gústanme hoy más estas que todas las demás flores y desde la llegada de la primavera vivimos tan sólo en un ambiente de violetas.

(1) Piedras preciosas.

Y aquí detuvose delante de Vinicio y le preguntó: —Y tú, ¿sigues apegado siempre al nardo?

—¡Dame paz!—contestó el joven.

—He deseado que veas á Eunice y te he vuelto á hacer mención de ella, porque acaso tú también estés buscando lejos lo que se halla cercano á tí. Posible es que ahora mismo, en algunos de los aposentos de tus esclavas, haya algún corazón ingenuo y leal que á tí esté consagrando sus latidos. ¿Por qué no habrías de aplicar ese bálsamo á tus heridas? ¿Dices que Ligia te ama? Bien puede ser. Mas, ¿qué clase de amor es ese que abdica sus prerrogativas?

No significa ello más bien que en esa joven impera otra fuerza más poderosa que su amor? No, querido, Ligia no es Eunice.—Y todo ello no es para mí sino un sólo y único tormento—contestó Vinicio.—Te observé cuando besabas en los hombros á Eunice y ocurrióseme entonces que si Ligia me presentara alguna vez sus hombros desnudos, no me importaría que en seguida se abriese la tierra á nuestros pies.

Pero también, ante esa sola idea, se apoderó de mí una especie de sobrecogimiento medroso, cual si acabase de ofender á una vestal ó intentara profanar á una deidad.

Ligia no es Eunice, más yo no aprecio la diferencia de igual manera que tú. El amor ha operado una revolución en tus órganos olfatorios, y prefieres hoy las violetas á las verbenas; pero en mi ha cambiado el alma; y así es como, á pesar de mi estado anhelante y miserable, prefiero que Ligia siga siendo lo que es, á que se parezca á las demás mujeres.

—En ese caso, no eres víctima de ningún agravio. Mas, no me doy cuenta de la situación.

—Cierto! ¡Cierto!—contestó Vinicio con acento febril.

—Nosotros no podemos ya entendernos!

Sucedióse otro intervalo de silencio.

Petronio exclamó por fin:

—¡Pluguiese á las Parcas engullirse á esos cristianos Te han llenado de zozobra y aniquilado tu concepto de la vida. ¡Que las Parcas los devoren! Estás en un error al creer que su religión es buena; porque si bien es todo lo que procura al hombre la felicidad, á saber: la belleza, el amor, el poder; y á esto llaman ellos vanidad. Y estás equivocado asimismo al hallar justicia en esa religión; porque, si pagamos bien por mal, ¿qué habremos de pagar por bien? Y además, si la recompensa en la misma para los unos como para los otros, já qué tomarse la molestia de ser bueno?

—No, la recompensa no es la misma, y según sus enseñanzas, empieza en una vida futura, cuya duración no tiene límites.

—No entro en esa cuestión, porque estimo que, después nuestros días, norotros veremos algo, si acaso es posible ver sin ojos. Entretanto, considero que esos cristianos carecen de aptitud para juzgar acerca de tales asuntos.

Ursus estranguló á Croton, porque Ursus tiene músculos de bronce, y eso se vé; pero los otros son unos estólidos y el porvenir no puede pertenecer a los estólidos.

—Para ellos la vida empieza con la muerte.

—Que es como si dijéramos: «El día empieza con la noche.» ¿Tienes la intención de volver á arrebatarles á Ligia?

—No, porque no puedo pagarle mal por bien, y he jurado que no lo haría.

—¿Luego te propones abrazar la religión de Cristo?

—Deseo hacerlo, pero mi naturaleza se resiste á ello.

—Pero, ¿podrás olvidar á Ligia?

—No.

—Entonces, viaja.

En este momento anunciaron los esclavos que estaba listo el refrigerio; pero Petronio, á quien pareció á la sazón sobrevenirle una idea salvadora, dijo cuando se encaminaban ambos al triclinio:

Tú has recorrido una parte del mundo, pero sólo como un soldado que se dirige presuroso á su destino, sin hacer escalas en su viaje. Ven con nosotros á la Acaya. El César no ha dado de mano á esa excursión. Y se detendrá por todas partes en el camino, y cantará, y recibirá coronas, y saqueará templos y volverá triunfante á Italia. Este en cierto modo simulará un viaje hecho por Baco y Apolo en una misma persona. Y entre augustianos de ambos sexos habrá un millar de citaras. ¡Por Cástor! valdrá la pena el presenciar ese espectáculo, cuyo igual no ha visto hasta la fecha el mundo entero!

En seguida se colocó en el lecho triclinario, delante de la mesa y al lado de Eunice; y cuando los esclavos le hubieron puesto en la cabeza una guirnalda de anémones, continuó así: —¿Qué has visto tú en el servicio de Corbulón? Nada.

¿Has recorrido minuciosamente los templos griegos como yo—como yo, que pasé más de dos años de las manos del uno al otro guía? ¿Has estado en Rodas y recorrido los sitios en donde se alza el coloso? ¿Has visto en Panope, en la Fórida, la arcilla de la cual Prometeo formó al hombre; ó en Esparta los huevos de Leda (1); ó en Atenas la famosa armadura sármata hecha de cascos de caballo; ó en Eubea el barco de Agamenón; ó la copa á la cual sirvió de modelo el seno izquierdo de Helena? ¿Has visitado Alejandría, Menfis, las Pirámides; has visto los cabellos que Isis se arrancó de la cabeza á impulsos de su dolor por Osiris? ¿Has oído las voces de Memnon? (1) Amplio es el (1) Leda, la mujer de Tindaro, rey de Laconis, que como fruto de su unión fortiva, junto al río Eurotas, con Júpiter tran. formado en Cisne, dió á luz dos huevos, de uno de los cuales nacieron Cástor y Clitemnestra y del otro Pólux y Helena.

(1) Memnon, hijo de Titono y de la Aurora, muerto por Aquiles en el sitio de Troya y convertido en ave por los ruegos de su madre.—Célebre estatua egipcia que se suponía tenía la propiedad de emitir sonidos Como de arpa á la salida del sol.

mundo y no todo concluye en el Trastiber. Yo voy á acompañar al César, y en el viaje de regreso me separaré de él para ir á Chipre, porque es el deseo de esta diosa mía de cabellos áureos, que vayamos juntos á presentar nuestra ofrenda de palomas á la divinidad de Pafos; y has de saber que todo cuanto ella desee, lo quiero yo.

—Soy tu esclava,—dijo Eunice.

Petronio reclinó la cabeza coronada de guirnaldas sobre el pecho de la joven y dijo con una sonrisa: —Entonces yo soy el esclavo de una esclava. ¡Sabe, divina mía, que te admiro de la cabeza á los pies!

Y dirigiéndose á Vinicio, agregó: —Ven con nosotros á Chipre. Pero ten presente que es menester que veas antes al César. Malo es que todavía no te hayas presentado, y Tigelino, ya lo sabes, ha de estar pronto para utilizar esta circunstancia en tu perjuicio.

Cierto es que no abriga personalmente odio hacia ti; mas no puede amarte, siquiera sea porque eres el hijo de mi hermana. Diremos que has estado enfermo. Y es necesario que meditemos bien lo que has de contestar, si él te preguntase algo acerca de Ligia. Lo mejor será hacer un ademán desdeñoso y decir que la tuviste á tu lado hasta cansarte de ella. El comprenderá eso perfectamente. Dile también que la enfermedad te ha retenido en casa; que tu fiebre aumentó en fuerza de tu desconsuelo por no haber podido ir á Nápoles á escuchar su canto y que lograste al fin mejoría estimulado por la sola esperanza de volver á oirle. Y no temas incurrir en este punto en exageraciones.

Tigelino promete discurrir en obsequio al César no sólo algo grande, sino enorme, estupendo. Temo que llegue á minarme; y temo también á la desmedrada situación de tu ánimo.

—¿Sabes tú,—dijo Vinicio,—que hay gentes que no temen al César y viven tan tranquilos como si él no existiese?

Ya sé quienes son esos, presentes siempre en tu memoria: los cristianos.

—Sí; solamente ellos. Y entretanto, nuestra vida.. ¿qué es nuestra vida, sino un continuado terror?

—Pero no vuelvas á nombrar á esos cristianos. No temen al César, porque él tal vez ni siquiera ha oído hablar de ellos, y en todo caso nada sabe que les ataña, y le importan tanto como un montón de hojas secas. Pero yo te digo que esas son gentes ineptas. Tú mismo te has dado cuenta de esto: si sus enseñanzas repugnan á tu naturaleza es porque presientes que no son ellos otra cosa que unos pobres de espíritu. Tú eres hombre de un orden superior, de otra clase de arcilla; así, pues, en adelante, no te molestes, ni me molestes á mí por su causa. Nosotros sabremos vivir y morir: en cuanto á ellos, ignórase qué otra cosa sean capaces de hacer.

Estas pabras hicieron impresión en el ánimo de Vinicio; y al volver á su casa le ocurrió pensar que verdaderamente acaso la bondad y la indole caritativa de los cristianos era una prueba de su pobreza de espíritu. Porque parecíale que gentes animadas de fuerza y dotadas de ca rácter no podrían perdonar de esa manera. Y vino á su cerebro la idea de que esta debía de ser la causa real de la repulsión que en su alma de romano sentía por sus enseñanzas. Nosotros sabemos vivir y morir!» había dicho Petronio.

En cuanto á ellos, sólo sabían perdonar y no comprendían ni el verdadero amor, ni el odio verdadero.