Ramal en construcción

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Arterias a la vez y pulpos, que fomentan el progreso en la campaña desierta, y exprimen de ella, hasta hacerla reventar, la misma savia que le dispensan, el ferrocarril del oeste y el del sur han tendido sus rieles, en soberano esfuerzo, el primero hasta los confines de la provincia, el otro hasta el punto predestinado: Bahía Blanca. Han desparramado la población, sacándola en enjambres, de las aglomeraciones ya formadas, sacudiendo y sembrando por la Pampa colonias humanas, para que ahí prosperen y se extiendan.

Han pasado quince, veinte años; las viejas aldeas han crecido; algunas han aprovechado el largo tiempo durante el cual han sido cabezas de línea, para volverse ciudades; otras, apenas han tenido tiempo de despertar de la nada, cuando ya se han quedado asombradas de su propio adelanto; y centenares de puntos geográficos han nacido a la vida, adquiriendo nombres y transformándose en centros de población, pequeños o grandes.

Pero en esto, como en todo, hay hijos y entenados; y la zona intermedia, inmensa, fértil como la que más, ávida de pobladores como de agua una esponja, queda sin vías de comunicación, igualmente alejada de cada una de las dos grandes líneas, que parecen despreciarla, en su marcha adelante, y son, para ella, más pulpos que arterias.

Pueblos antiguos de esta zona, primitivos y meritorios baluartes de la civilización contra la barbarie, quedan rezagados, como ciertos modestos veteranos, cubiertos de gloriosas heridas y siempre omitidos en la lista de ascensos, donde figuran tantos otros, que no han hecho nada.

¡Paciencia!, que también les ha de llegar el día.


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Rumores han corrido que iba a sacar, al fin, el ramal tan deseado. El pueblo viejo, entumido ya en sus esperanzas tantas veces defraudadas, se ha conmovido. En sus casas solariegas que, al oír la noticia, ya le han parecido anticuadas, feas y destruidas, las familias fundadoras del pueblo se sienten tironeadas entre el amor innato a las costumbres añejas, con su patriarcal quietud, y el instintivo anhelo del progreso.

Pero, sólo fue rumor: duraron, es cierto, las conversaciones, algunos meses: se inició un amago de especulación en tierras, pero sin mayor resultado que de hacer tratar de loco, por la gente sensata y antiguamente afincada en el pueblo, a un forastero, de nacionalidad dudosa, que, recién venido, se metió a comprar a troche y moche, casi sin reparar en precios, chacras y quintas cercanas al pueblo. El viejo don Lino Villareal, que vino a formar estancia ahí, cuando el pueblo no era más que fortín, aprovechó la bolada y le vendió todas las que tenía al sur del pueblo. Muy buena plata dicen que ha hecho, sacando hasta mil pesos por una quinta de cuatro hectáreas, que se puede decir que la tuvo de balde, hará unos cuarenta y cinco años...

¡Oh!, pero más barata la tuvo el forastero loco, por mil pesos, que don Lino por los cuatro reales que le costó.

Cuando ya habían cesado los rumores y las especulaciones, y que se había vuelto a dormir el pueblo viejo, en el almohadón de su perezosa vida colonial, forrado ahora con la esperanza ya crónica, por lo lejana, del soñado ferrocarril, se llegó a saber, un día, que venían cruzando los campos, desde una importante estación de la línea principal, dos ingenieros y varios peones; medían, tomando notas sobre la disposición del terreno, desatando, sin decir nada a nadie, y volviendo a atar, con toda perfección, los alambrados, y seguían su camino, en derechura al pueblo.

La emoción renació; a caballo y en sulky, muchos vecinos fueron a curiosear y a tratar de pispar algo sobre la ubicación probable de la estación: trabajo inútil, pues sacarles a los ingleses un dato que valiese un pito, ni pensarlo.

En seguida, los trabajos empezaron en el punto de arranque del ramal; los kilómetros de terraplén se vinieron estirando por la llanura, elevándose encima de los bajos, cortando las lomas, saltando, en puentes y alcantarillas, las cañadas y los arroyos.

Y los durmientes de algarrobo se iban colocando; y cada día adelantaba algunos centenares de metros la locomotora, arrastrando su largo tren de materiales, despertando de su sueño secular, con su agudo silbato y el trueno de su rodadura, la campaña atónita. A su paso, las majadas y los rodeos se limpiaban de sus animales viejos, vendidos a buen precio, para la manutención de los numerosos peones.

Las estaciones del trayecto se iban edificando, iguales todas, como hermanas mellizas, y la cinta de rieles ya casi alcanzaba al ejido del pueblo, sin que nadie supiera aún dónde vendría a quedar la estación.

Hasta que desembarcó un día el forastero de antes, como apoderado de la compañía, para tratar definitivamente con los dueños de terrenos y levantar las dudas. Pronto se supo que en la famosa quinta vendida por don Lino Villareal, estaría la estación, y éste tuvo el consuelo de saber que si no la hubiese vendido se hubiera hecho la estación en otra parte.

Empezaron los últimos combates entre la codicia encendida de los propietarios y la calculada liberalidad del delegado de la compañía. ¡Qué suerte, entonces, la de tener un rancho viejo o algún galpón inservible, justito donde, a la fuerza, debe pasar la vía! Tienen que aflojar los ingleses, y vengan los pesos, por indemnización, y una casa nuevita, señor, en reemplazo de la choza volteada.

Muchos, también, es cierto, sufren perjuicios sin compensación, y no son pocos los que reniegan de la locomotora y de su penacho blanco, bandera de progreso y de civilización. En el pueblo aislado en medio de la Pampa, florecían las empresas de galeras; cuatro o cinco importantes casas de negocio dictaban al cliente la ley y sustentaban numerosas tropas de carros. Ahora, son puros lamentos: los mayorales de galeras tienen que buscar puntos más lejanos, con sus mancarrones flacos, sus coches desvencijados y sus aperos compuestos y recompuestos con tiento, arpillera y cabo de manila; los carreros, pronto los tendrán que seguir, y los comerciantes, ellos, lloran, inconsolables.

Es que se acabaron los tiempos aquellos, en que, estando la estación más cercana a treinta leguas, las mercaderías llegaban por cargamentos de cinco a diez carretas, quedando pronto saqueada la casa por los clientes, ávidos de surtirse a cualquier precio, los estantes medio vacíos y la caja llena. ¡Y cuando algún telegrama del consignatario anunciaba la suba de tal o cual fruto!, cualquier muchacho, dependiente de mostrador, servía entonces para acopiador; y todo el personal de la casa se desparramaba, galopaba por el campo, a comprar lanas o cueros. ¡A ponerse las botas, amigo!

Con la venida del tren, ha llovido boliches que, con un surtido de cuatro pesos, hacen competencia a la casa más fuerte. ¡Natural!, si le falta un sombrero del número 4, ¡zas!, un telegrama a la capital y, el día siguiente, lo tiene, por encomienda. ¡Y los frutos!, cualquier hacendado de mala muerte recibe hoy, de media docena de consignatarios, pedigüeños y sin plata, circulares y ofrecimientos, y tan bien conocen los precios que ya es inoficioso tratar de cazarlos sin perros. ¡Vaya con el tren bendito!

Sólo, con los estancieros, cantaba, sin reserva, glorias al ferrocarril, la voz alegre de Juan Cornifieri. Desde doce años, recorría el campo, cambiando pan y tortas por algunos puñados de cerda o algunos cueros de cordero, y alzaba, por si acaso, en su carrito, todos los esqueletos de animales que encontraba, en sus largas cruzadas por la Pampa, emparvándolos en el patio de su casa.

La llegada del tren, del montón mal oliente, clasificado en caracúes, astas y huesos comunes, y listo para ser mandado a la ciudad, ha hecho todo un capitalito.


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Nota de WS[editar]

Este cuento forma parte de los libros: