Ramos de violetas 08

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Cartas íntimas


H

ERMANA mía: Consecuente en mi propósito de darte cuenta de todas mis impresiones, te diré algo sobre mi última visita á uno de los mejores hospitales de la primera capital de España.

Siempre me han inspirado profunda compasión esos desgraciados seres que, faltos de todo recurso pecuniario, tienen que ir á morir lejos de los objetos más queridos de su corazón, y exhalar su último suspiro solos y abandonados. ¿Pues qué importa que sus ojos contemplen en torno suyo á otras criaturas? Sí, como ha dicho muy bien Fernán Caballero: ¡hay seres que quitan soledad y no dan compañía!

Los hospitales donde domina la religión católica romana (salvando algunas honrosas y consoladoras escepciones), se asemejan más á los antiguos tribunales del Santo Oficio, que á un lugar de refugio y de consuelo.

La humanitaria institución de las Hermanas de la Caridad, de esas mujeres que recojen á los huérfanos cuando un honor mal entendido los arroja del seno maternal, que consuelan á los moribundos en los campos de batalla y que sostienen los débiles pasos de los ancianos, en esos asilos que se llaman casa de incurables; esas mujeres, repito, cuya misión bendita es la abnegación completa de todo egoísmo personal; esos ángeles consoladores que deben llevar la sonrisa en los labios y la compasión en sus ojos, simbolizando á la esperanza, que deben, en fin, identificarse con el dolor mismo, ¿cumplen con el deber que se han impuesto? Desgraciadamente, no. Entre las Hermanas de la Caridad, como en la mayor parte de las asociaciones católicas, domina el más sórdido egoísmo, y en algunos de sus individuos, el refinamiento del mal, porque no se puede dar otro nombre cuando vemos á esos seres miserables emplear los medios de la más ruín venganza, contra infelices criaturas privadas en su infortunio, hasta de la defensa natural, consistente en las fuerzas físicas.

¡Cuántas veces llama la sociedad criminales á esos desgraciados que, jugando el todo por el todo, cometen una acción punible por darles tal vez á los suyos un pedazo de pan! Esos hombres cometen un crimen, pero desafían el peligro. En cambio estas mujeres cubiertas con sus blancas tocas, y envueltas en sus negros mantos, satisfechas todas las necesidades de su vida, elaboran en su imaginación los medios para hacer sufrir un tormento sin nombre á aquellos infelices que, una sociedad mal organizada, pone en sus manos para que los anime y los consuele.

Cuando un pobre entra en un hospital, la Casa le guarda toda la ropa que lleva puesta, y al entrar el enfermo en el período de la convalescencia, se levanta, cree que tendrá el legítimo derecho de hacer uso de su propio traje; pues bien, hay Hermanas de la Caridad que cumplen tan bien con su cometido, que en lugar de darles su vestido, si éste es nuevo, lo guardan y les dan otro usado y viejo. El dueño, naturalmente, se indigna ante tal abuso, se queja, y cuando llega la hora de darles el alimento, recibe, aquél que se ha quejado, la tercera parte de la ración que le corresponde. ¿Es esto justicia? ¿Es esto caridad? ¿Es éste el amor al prógimo que predicó Cristo? No; éste es el extremo de la crueldad que se ensaña en las víctimas de la miseria y del dolor.

Desde que en España se estableció la tolerancia de cultos, tiene la clase proletaria otro sufrimiento más.

Entra un protestante en un hospital y, claro está que al morir, reclama los consuelos de su religión, llega el pastor (que es recibido con un murmullo poco tranquilizador), y si desgraciadamente la agonía del paciente se prolonga y el pastor se retira, ¡qué de sátiras! ¡Qué de insultos y recriminaciones recibe el infeliz en sus últimos momentos! ¿Y todo por qué? Porque dió un paso en la senda del progreso y muere con el desconsuelo de saber que sus restos no descansarán al lado de sus padres ó amigos, si no compran su cadáver pagando 500 reales por derechos no sé de qué, que exije el benéfico establecimiento.

Esa es la caridad apostólica romana que se convierte en dueña del individuo, para dominar su espíritu mientras está en la tierra, y para estudiar después su cuerpo inanimado en estos centros anatómicos que se llaman hospitales.

Triste, muy triste es, hermana mía, cuando vemos marchitarse por el egoísmo, las hermosas flores del amor y de la caridad.

¡Cuánta pequeñez encierra nuestro planeta en su estado religioso, político, económico y social!

¡Cuántas víctimas han de sucumbir todavía bajo el poder de los fariseos de nuestra época!

Ha dicho, no sé quien, con sobrada razón, «que los cadáveres históricos tardan mucho en descomponerse,» y esa religión cimentada en la capital del orbe cristiano, con sus amuletos, reliquias é indulgencias, tiene aún que pasar lüengos años, para que las multitudes ignorantes comprendan todo el abuso que ha hecho de la doctrina cristiana.

No puedes figurarte, hermana mía, cuánto sufrí en mi última visita al hospital que ya te he mencionado. Una mujer anciana, próxima á morir, me llamó la atención por un diálogo que sostenía con una joven, diciéndola entre otras cosas:

— Yo creo que de ésta no muero; si me levanto, te aseguro que la madre N. se ha de acordar de mí, y si no salgo de aquí, tú quedas en el encargo de dar parte de las infamias que está cometiendo con los enfermos. ¿Cumplirás lo que te digo? Contesta, mujer, contesta.

—Piense usted en ponerse buena y deje lo demás,—contestó la joven que tenía un semblante dulce y expresivo.

—¡Ah! como tú no lo sufres, por eso dices eso; si tú vieras lo que estoy pasando, ya pensarías en vengarte como pienso yo, y Dios no me quite la vida hasta que consiga mi deseo.

¡Cuánto daño me hicieron estas palabras! Veía á aquella mujer en el último capítulo de su historia, alimentando las fatales ideas del odio más reconcentrado y más profundo; no pude menos que acercarme á ella y hablarla con toda la persuasión y el consuelo de que me sentí capaz.

La infeliz me miró sorprendida, y lentamente, su mirada se fué dulcificando y con voz trémula me contó una serie de sufrimientos íntimos, que habían dado por fruto la desesperación de su alma; y cuando falta de recursos, anciana y débil, había ido á buscar en un asilo benéfico la energía del cuerpo y el vigor del espíritu, ¿qué encontró? El ensañamiento incalificable del fuerte contra el débil.

El que siembra vientos recoge tempestades; esta mujer no había encontrado en la senda de su vida, más que abrojos, por eso sólo brotaban espinas de sus pensamientos.

En la Orden de las Hermanas de la Caridad, no se debían admitir á esas mujeres mercenarias, vulgares, ignorantes y de malos instintos. Debía hacerse un detenido estudio, un profundo exámen de las que quisieran vivir consagradas á los dolores de la humanidad; debiendo tener como condición indispensable, una sensibilidad exquisita, un alma elevada, una instrucción profunda y una fuerza de voluntad superior; de este modo, serían verdaderamente los ángeles consoladores de los afligidos.

Esto debían ser; en realidad ¿qué son hoy? El que quiera conocer los servicios que prestan á esa clase (al parecer) desheredada de la sociedad, que vaya á los hospitales, y en el fétido olor que despiden sus salas, en los semblantes secos y duros de los enfermeros, en las caras de los enfermos sombrías ó burlonas y en la sonrisa hipócrita de las buenas madres, se encontrará algo que oprime y que fatiga, algo que está en contradicción con la moral de Cristo, el que dijo «amaos los unos á los otros,» y que los hombres tradujeron así: mortificaos los unos á los otros.

¡Y luego dicen que los espiritistas somos locos! ¡Bendita locura! si de ella ha de nacer el lazo de unión de todos los pueblos, el amor universal de todas las razas y la práctica de la verdadera caridad.

Hermoso día, en que la tierra sea un manicomio y sus habitantes tengan la manía de no ser ambiciosos, avaros ni egoístas; en que lo supérfluo se considere un crimen y por medio de una sólida instrucción, ni los pobres conozcan la indigencia, ni los ricos el lujo.

La opulencia no dá la felicidad, pero la miseria sí dá la desgracia!

¡Espiritistas de todo el globo! y vosotros ¡hermanos de ultratumba! ¡Trabajemos por la emancipación de la clase proletaria, que no encuentra ni esperanza al nacer, ni consuelo al morir, en una sociedad que se llama cristiana!

¡Mártir de Nazareth! ¡Cuántos crímenes se han cometido en tu nombre! ¡Legislador eterno! ¡Qué mal se han comprendido tus leyes! ¿Hasta cuándo, gran Dios, hasta cuándo será tu justicia un mito, y el abuso y la violencia una tristísima realidad?

Cesará de ser una utopia la caridad divina, el día en que el Espiritismo no sea el patrimonio de algunos ilusos, sinó que sea la escuela universal, donde todos los hombres estudien con perseverancia y buena fé esa ciencia emanada de Dios, ese fluído que dá vida á los mundos, esa luz que nunca se extingue, ese torrente que jamás se agota, ese fuego que nunca se apaga, ese perfume eterno que no se evapora, esa armonía de todos los sonidos que pronuncian esta palabra Amor... Estudiemos el amor, hermana mía, ¡porque el amor es la historia de Dios!


1873