Ramos de violetas 24
Al espíritu de Sofía
Tuviste una familia, esposa é hijos; tu expiación te separó de ellos, y cruzaste la tierra por espacio de muchos años sola triste, encontrando únicamente amargas decepciones; pero tenías una gran fuerza de voluntad y luchaste denodadamente para poder vivir, si vida se puede llamar vegetar entre cuatro paredes, entregado el pensamiento á los recuerdos del pasado y á las dudas del porvenir.
Tenías una buena imaginación y gusto artístico; lástima que el oscurantismo de las religiones positivas te hiciera permanecer estacionaria, cuando tus condiciones intelectuales estaban llamadas á un gran desarrollo!
Te merecí algún cariño, y yo, que siempre he sido muy afectuosa, te devolví con creces el interés que por mí manifestabas.
En un periodo horrible de mi vida, cuando la tierra desaparecía bajo mis plantas, cuando el sol me ocultaba sus brillantes rayos y la brisa me negaba su halago, cuando el férreo brazo del infortunio me convirtió en una especie de autómata, recuerdo que pasaba muchas horas á tu lado, y que eras el único ser á quien yo buscaba, porque á tu lado me encontraba mejor que en ninguna parte.
Pero ¡ay! llegó un momento de prueba; una de esas situaciones en que encuentro lógico el suicidio, (cuando no se comprende á Dios). Te llamé en mi angustia suprema y tú te alejaste de mí, como se apartaban antes las multitudes de los infelices leprosos. ¡También ella!... murmuré con desaliento... Pasé algún tiempo sin verte; pero como yo te quería, te busqué nuevamente, reconviniéndote por tu desvío.
Nuestra amistad se reanudó; pero mi alma iba saliendo de su mundo de sombras, y buscaba un ser amigo, que no le abandonara en sus horas de agonía.
Fuí contigo muchas veces a visitar los templos, en esa hora de reposo, en que el crepúsculo vespertino nos envuelve con su manto de bruma y vapores.
Yo miraba los altares, escuchaba las monótonas oraciones de los fieles, y te decía: yo no encuentro nada aquí. — Pues dónde lo quieres encontrar? replicabas tú con alguna acritud. — No lo sé, repetía yo con tristeza; pero en el campo encuentro más consuelo que aquí.
Las revoluciones son las mensageras del progreso, los cataclismos sociales van trazando la senda que ha de seguir la civilización, y á España también le llegó la hora bendita de dar un paso adelante. Sus reyes, por derecho divino, fueron expulsados, y la palabra libertad resonó en la patria de Guzmán el Bueno, como había resonado antes en los Estados libres de América, en los Cantones de la Suiza y en la vecina Francia.
Los sectarios de Lutero vinieron con su Antiguo y Nuevo Testamento, y presentaron una religión más lógica, más racional, más convincente que la católica romana; yo escuché á uno de sus ministros, y al conocer la gran historia de Jesús, encontré ese algo que yo buscaba con tanto anhelo, y que hasta entonces no lo pude hallar en la tierra.
Tú te mofaste de mis nuevas creencias; mas yo seguí mi camino, y llegando, se puede decir, al final de mi jornada, dije: Grande es el protestantismo, pero todavía lo encuentro pequeño para definir á Dios: debe haber algo que lo demuestre mejor, y si hoy no lo hay, lo habrá. Y lo había: existía una escuela filosófica llamada Espiritismo: leí sus obras fundamentales, asistí á sus cátedras, presenció sus trabajos medianímicos y te dije alborozada:
— Sofía del alma, ya encontré á Dios, pero á Dios grande, misericordioso, y justo; sin preferencias, sin represalias...
Ahora admiro y venero, como se debe venerar, la gran figura de Cristo, el regenerador de la tierra, el profeta de la civilización, el hombre moral por excelencia, el sabio entre los sabios, el primer legislador del mundo, el espíritu más adelantado que ha encarnado en este planeta.
Tú me escuchabas riéndote friamente, y tu risa me hizo daño, y algo se puso entre las dos; insensiblemente nos fuimos alejando la una de la otra; yo te recordaba siempre con melancólica ternura; sin embargo, tu risa glacial resonaba en mi oído, y murmuraba con pena: no nos entendemos, ¿para qué hemos de vernos? Tú entretanto, decías que yo te inspiraba lástima, y que debían encerrarme en una manicomio.
La divergencia de las ideas desata la cadena magnética que une á los seres entre sí, los fluídos pierden su poderoso influjo de atracción, volviéndose refractarios los unos con los otros, y de esta repulsión recíproca, nacen las grandes luchas que dividen a la humanidad.
Mi espíritu es débil para combatir; cuando encuentro adversarios de mis ideas, los dejo pasar, y también te dejé pasar á tí.
Supe tu muerte, cuando menos lo esperaba, me impresionó vivamente y quise saber dónde habían depositado tu envoltura terrenal y cómo habías vivido tus últimos momentos.
Seres extraños te rodearon. ¿Te acordaste de mí? no; si te hubieras acordado me hubieras llamado; pero... ¿cómo se habían de acordar los cuerdos de los locos? Sin embargo, yo tengo la locura de pensar en tí, de rogar porque tu espíritu salga pronto de su natural perturbación y que encuentres y te sirva de guía el espíritu de tu hija Julia, que por tí debe haber rogado ardientemente para que dejaras este planeta, donde tan duras pruebas has sufrido, donde podías haber adelantado mucho, si el fanatismo y la preocupación no te hubieran dominado en absoluto.
Tú respetabas en alto grado las exigencias y conveniencias sociales. ¿Y qué vale la aprobación de este pequeño círculo, comparado con la sanción suprema de otras inteligencias superiores, que viven lejos de los mezquinos intereses terrenales?
¿Puede valer, acaso, para los hombres de recta intención, de justo criterio y de tranquila conciencia, la censura de sus actos, si ésta proviene de los criminales condenados á cadena perpétua por sus desaciertos inauditos? no; la mirarán con la más profunda indiferencia. Pues lo mismo, absolutamente lo mismo, nos debe importar la aprobación de nuestros hechos, si éstos los aplaude una sociedad rastrera y egoísta.
Debemos buscar infatigablemente algo más grande que lo de aquí, algo que nos eleve sobre nuestra mísera condición, algo que nos acerque, sino á la perfectibilidad, al menos á la moral más pura, practicando las sublimes máximas del Evangelio. Imitemos á Cristo, y así como él dijo: «Mi reino no es de este mundo», digamos nosotros: para el espíritu como principio y fin no se formó la tierra; ésta es simplemente un lugar de reclusión para la humanidad, donde estamos confinados por más ó menos tiempo.
Tu condena se cumplió, Sofía del alma; tu espíritu, libre de su pesada envoltura, reconocerá, aunque tarde, el error en que ha vivido y tal vez vendrás de nuevo á seguir tu peregrinación.
Ahora sí que te acordarás de mí y uno de mis fervientes votos es que puedas comunicarte conmigo.
¡Dichosos los médiums que obtienen los señalados favores de trasmitir los pensamientos de los moradores de ultratumba!
Dicen que los poetas somos médiums inspirados; pues bien, querida mía, inspírame tú, germina en mi mente tus poéticas ideas, ideas que brotaron en los verjeles de Andalucía.
Adios, Sofía; adios, graciosa sombra de una mujer; te admiré en mi infancia, te quise en mi juventud y te compadecí en mi segunda edad: hoy te envidio, porque has dejado este valle de lágrimas, y te ruego que te acuerdes de mí, que reanudes nuestra amistad, interrumpida por las pequeñeces de este mundo. Yo te llamo, ven, responde á mi voz; la eternidad nos ofrece su ilimitado porvenir; comuniquémonos, los efectos no mueren, las existencias se enlazan entre sí, porque todo se relaciona y tiene su razón de ser.
¡Bendito mil veces el Espiritismo! Bendita sea la hora que conocí su innegable verdad!
¿Puede haber nada más grande que devolvernos la muerte á los seres queridos que estaban alejados de nosotros en la tierra? ¡Haber trocado la sombra en luz! ¡la nada en el todo!
La muerte perdió su triste imperio. Desaparezcan las melancólicas ciudades de los muertos, los sombríos cementerios; pulverícese la materia; busquemos al espíritu que siempre vive, no á la materia que se disgrega, cambiando de forma!
Además, si sus átomos vuelven á nosotros, ¿para qué los soberbios mausoleos? ¿á qué los palacios de piedra para albergar tan solo á los gusanos?
Si aún se le quiere conceder morada á la envoltura corpórea del hombre, cubra la tierra únicamente sus restos, que la fosa común sea el último lecho donde se confundan los cuerpos que entran de nuevo en fusión.
Yo no sé dónde está tu sepultura, pero ¡qué importa! si yo á quien busco es á tu espíritu... Sofía!!... yo te llamo, responde á mi voz! ¡Ven! ¡ven!