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Realidad: 27

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Escena VII

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OROZCO; JOAQUÍN VIERA.


VIERA.- (Abrazándole con efusión.) ¡Tomás de mi alma!

OROZCO.- Joaquín... ¿qué tal... qué me cuenta usted?

VIERA.- ¿Y tu mujer? ¡Siempre tan guapa, tan buena!... ¡Qué placer me causa verte!

OROZCO.- ¡Cuánto tiempo!...

VIERA.- Sí... Y tú estás bueno... buen color... Abrázame otra vez... aprieta, aprieta. Tomás, querido Tomás. Te conocí niño, después mozo, hombre al fin. ¡Cómo reverdecen en nuestra alma los antiguos cariños cuando vamos envejeciendo! Y ahora que me agobian tantas desdichas... ¡Ay, hijo mío! (Con emoción.)

OROZCO.- Ya, ya sé que en Madrid ha encontrado usted algunas novedades poco gratas.

VIERA.- No me digas... A Federico me le encuentro medio trastornado... Mi hija... mi angelical Clotilde... Mejor que yo sabes tú lo ocurrido. Figúrate mi pena...

OROZCO.- Me la figuro. Pero usted... creo yo... con tanto viajar y las largas ausencias, ha perdido el gusto de la familia, y vive usted demasiado suelto para afanarse por estas menudencias.

VIERA.- No, hijo mío, no me juzgues así... Mi vida, ¡ay!, es la continua privación de los bienes que apetece mi alma. Nada más conforme a mi carácter que la estabilidad. Pues heme aquí privado de los goces del hogar, errante por naciones extranjeras, sin oír la voz de un ser amado, sin ver el rostro de una persona de mi sangre y de mi raza. ¡Qué sino el mío, Tomás! Tres grandes atractivos tiene la existencia para mí: mis hijos en primer término; después la tierra, o sea la propiedad; después los libros, o sea el estudio y la contemplación de la Naturaleza. (Con ternura y acento firme.) Créelo, éstos son los únicos bienes apetecibles, y además las únicas amistades fecundas y verdaderas: la familia, manantial de goces infinitos; el suelo, un pedazo de esa tierra que te devuelve generosa los cuidados que pones en ella; y por fin, el libro sano y ameno que te deleita, te calma y te instruye. Pues nada de esto me concede Dios a mí. Sin duda me priva de lo que más amo para concedérmelo en otro mundo mejor.

OROZCO.- Así será. Pero debe usted, con su buena conducta en dote, asegurar la posesión de todos esos bienes en el otro.

VIERA.- ¡Buena conducta! (Con asombro.) ¿Qué quieres decir?... Querido Tomás, no me ofendas con un juicio tan... ligero, tan impropio de la elevación de tu alma. O quizás pretendes que sólo es respetable la existencia de los capitalistas, y que la nuestra, la de los pobres, no merece que luchemos, que agucemos el ingenio por ella. No, hijo mío; el derecho a la vida nos corresponde a todos. No vayas a creer que ese derecho va exclusivamente adscrito a las acciones del Banco, al cuatro amortizable, y a la propiedad rústica o urbana...

OROZCO.- (Impaciente.) ¡Lástima de ingenio!... ¿Pero a qué tanto divagar?... No perdamos tiempo, Joaquín, y sepamos el objeto de su visita y de su viaje.

VIERA.- (Con emoción, estrechándole las manos.) Tomás, Tomás, mucho me duele que todas mis aproximaciones a ti tengan siempre un objeto... poco grato, al menos en apariencia. No puedes figurarte la pena que esto me causa.

OROZCO.- (Sereno.) No se apure usted, y vea cuán tranquilo estoy.

VIERA.- Te quiero... como a mis hijos... casi estoy por decir que más, más.

OROZCO.- Gracias.

VIERA.- Y no quisiera llegarme a ti sino con la cara risueña.

OROZCO.- ¿Por qué la pone usted tan lúgubre?

VIERA.- Lúgubre no... es que el asunto es un poco desagradable... Voy a parar a lo siguiente: Siendo tú quien eres, la conciencia más pura que hay bajo el sol, has de tener a gala y orgullo el devolver a sus legítimos poseedores lo que por olvido o negligencia, no por malicia (Con afectación.) , ¡no, no!, está en tu poder.

OROZCO.- ¿Y qué es eso que no me pertenece y que yo retengo?...

VIERA.- (La mano sobre el pecho.) ¿Dudas de mi palabra?

OROZCO.- ¿Pues no he de dudar?

VIERA.- Pues mi palabra sola te ha de convencer, sin necesidad de apelar a la prueba fehaciente. Escúchame. ¿Te acuerdas de las obligaciones de Proctor y Barry?

OROZCO.- Sí que me acuerdo. Todas fueron canceladas, parte el 78, parte el 82. Sobre esto no tengo duda. He revisado estos días el expediente. Todas, todas...

VIERA.- Todas... (Con sutileza.) menos una. Tomás, aguza la memoria. Conozco mejor que nadie los asuntos de la Humanitaria, fundación mía y de tu padre. Canceladas las obligaciones... menos una.

OROZCO.- Menos una, es cierto, que había sido reservada por el viejo Proctor para su hija mayor, Adelaida. Dicha obligación la liquidamos cuando murió esta señora allá en...

VIERA.- En Sidney. Pero no fue como tú dices, Tomás de mi vida. Haz memoria... no fue así. Liquidasteis una póliza, que esa señora poseía también; pero la obligación, que era de las de ocho mil libras, quedó pendiente, por no encontrarse el documento original. Se hizo una información, que no resultó clara, y el asunto quedó en tal estado. Los Proctor murieron todos en una serie de catástrofes horribles, naufragios, terremotos, epidemias... Sólo queda Benjamín, que recogió a los hijos de Adelaida, y que ha llegado hace poco de Australia.

OROZCO.- ¿Y ese Benjamín es el que ha descubierto la obligación perdida?

VIERA.- Cierto.

OROZCO.- Comprendido... A ver... venga. (Con impaciencia.) Quiero saber qué trazas tiene ese documento.

VIERA.- (Sacando un papel.) Ahí está. Examínalo con la prolijidad que quieras. (Mientras OROZCO examina con profunda atención el documento presentado por VIERA, éste se levanta, y con las manos en los bolsillos se pasea por la habitación, hablando para sí.) A ver por qué registro sales ahora, hipocritón, cuákero de mil demonios. Estás cogido. La red es hermosa, y admirablemente tejida con hilos legales; y por más que la busques, no encontrarás malla rota para escabullirte. (En alta voz.) ¿Qué piensas de eso? ¿Cabe en ti la sospecha o el recelo de que la obligación pueda ser falsa?

OROZCO.- No; es legítima.

VIERA.- Luego, yo no soy un falsario, querido Tomás. Devuélveme tu estimación.

OROZCO.- La deuda es legal: yo no lo niego; pero surge la duda de que esta obligación esté comprendida en el arreglo que se hizo en 1874. Es, por lo menos, discutible el derecho de Benjamín a realizar este crédito. (Levantándose, entrega la obligación a VIERA.) Tome usted su papel.

VIERA.- ¿Qué decides?

OROZCO.- (Con frialdad y aplomo.) Decido... no pagar.

VIERA.- ¿No reconoces la legalidad de la deuda?

OROZCO.- La reconozco, pero la declaro prescripta.

VIERA.- (Desconcertado.) Reflexiona, Tomás; no te arrebates. Benjamín pleiteará, y te verás metido en un lío espantoso, y perderás con costas.

OROZCO.- (Paseándose y mirando al suelo.) Lo veremos. La cuestión es muy problemática.

VIERA.- (Con mirada penetrante.) Tomás, eso es... indigno de un hombre como tú. Confórmate con el arreglo que te propongo, en nombre de Proctor, la mitad, cuatro mil libras.

OROZCO.- No quiero... ¿Se sorprende usted?...

VIERA.- ¿No he de sorprenderme? Soy un hombre muy escrupuloso en cuestiones de moral...

OROZCO.- Pues yo no.

VIERA.- ¡Que no eres escrupuloso!...

OROZCO.- ¡Qué cara pone usted!

VIERA.- ¡Tomás, Tomás!

OROZCO.- Me he cansado del papel de puritano que la opinión se empeña en hacerme representar.

VIERA.- (Aparte.) ¡Pero este hombre se está burlando de mí!

OROZCO.- Leo en el pensamiento y en las intenciones de usted como en un libro, amigo Viera. Usted ha visto en mí un ardiente apóstol de la moral pura, capaz de dejarse desollar vivo antes que retener un maravedí que no le pertenezca, y se dijo: «Compro la obligación por una bicoca, lo cual no es difícil, porque los ingleses pasan por todo antes que pleitear en España; me presento con mis papeles en regla; el hombre se amilana; su inflexible rectitud hace mi negocio; cobro a toca-teja, y hasta otra». ¿Es esto, sí o no, lo que usted pensaba?

VIERA.- Tomás, tú desvarías.

OROZCO.- Pues ahora resulta que el hombre de conciencia rígida no existe más que en la infundada creencia de los necios que han querido suponerle así; resulta que Orozco es como todos los que le rodean, ni perverso, ni tampoco santo; que desea mantenerse en el justo medio entre la tontería del bien absoluto y el egoísmo brutal de otros; que no quiere dejarse explotar, sosteniendo el derecho estricto y la moral pura en cuestiones de intereses; de todo lo cual resulta también que al negociante que me escucha le ha salido mal la cuenta, y que por esta vez su maniobra ha sido un verdadero fracaso.

VIERA.- (Tragando saliva.) Tú harás lo que gustes. Yo he cumplido contigo. Fracasadas mis gestiones conciliadoras, te entenderás con Benjamín, que inmediatamente entablará la acción correspondiente.

OROZCO.- Ese señor hará lo que le acomode. Si quiere pleitear, que pleitee.

VIERA.- Ya voy viendo que haces el papel de hombre recto en todo aquello que no afecta a tus intereses. Eso no está bien, Tomás, hijo mío. Yo te aseguro...

OROZCO.- No asegure usted más que una cosa.

VIERA.- ¿Qué?

OROZCO.- Que no pago.

VIERA.- (Con sofocada ira.) Pues me pones en un conflicto tremendo. De modo que si el inglés pleitea, y pleiteará, tendré que ponerme frente a ti y al lado suyo ¡qué cosa tan contraria a mis sentimientos!, porque no puedo negarme a ofrecer a la justicia mi conocimiento de la curia española y de cómo se llevan aquí los negocios de cierta clase.

OROZCO.- Muy bien.

VIERA.- No, no lo haré... Soy mejor que tú.

OROZCO.- Lo celebro mucho.

VIERA.- Aunque nadie me ha llamado nunca el hombre modelo, yo... tengo ideas claras de la justicia, de la propiedad, del derecho... Si no te quisiera como te quiero, te hablaría con mayor dureza. Tomás, Tomás, si aún conservas un resto de cariño para el que fue leal amigo de tu padre, para el que te tuvo tantas veces sobre sus rodillas; si mi voz, mi persona, estas canas hablan algo a tu corazón, trátame de otra manera. No, no puedo tolerar que te veas envuelto en un litigio dispendioso, después del cual, ganado o perdido, tu honra quedaría por los suelos. No, eso no; tu buen nombre antes que nada. Tomás, hijo mío, es preciso que arregles esto. ¿No comprendes la necesidad imprescindible de cancelar la obligación? Estoy autorizado para negociar libremente, y te propongo una transacción. Si tú eres razonable, yo, en obsequio tuyo... Vamos, quédese la cosa en tres mil libras.

OROZCO.- (Flemático, glacial.) Ni un cuarto.

VIERA.- Piénsalo... piénsalo, por Dios. Te doy un día para pensarlo.

OROZCO.- Aunque me dé usted un siglo, yo... no puedo darle nada.

VIERA.- (Devorando su despecho.) Lo siento por ti... Cree que lo siento... Me das un golpe...

OROZCO.- Un golpe tremendo, lo sé... Pero usted... ¡ah!, usted es hombre de grandísima resistencia, y después del golpe, sigue tan terne en su campaña, y achicándose en sus pretensiones para asegurar un resultado cualquiera, llegará a proponerme dos mil libras.

VIERA.- (Aparte.) ¡Da dos mil libras! (Alto.) Tomás, me ofendes con proposición tan humillante. Rebájate todo lo que quieras; pero no incurras en esa sordidez vergonzosa.

OROZCO.- Pero si yo no le propongo a usted las dos mil libras. Digo que usted las propondrá y que se las niego también.

VIERA.- ¿Serías capaz de no recoger la obligación por esa miseria?... ¡Dos mil libras! Tú has perdido el juicio.

OROZCO.- Concluyamos. (Con resolución.)

VIERA.- ¿Das las dos mil libras?

OROZCO.- No; es mucho. De algún tiempo a esta parte me he vuelto muy tacaño.

VIERA.- (Riendo.) Ya lo veo... ya.

OROZCO.- Doy... Advierto que esta proposición es cerrada, indiscutible. Usted la acepta o la rechaza, y concluimos.

VIERA.- (Con ansiedad.) ¿A ver...?

OROZCO.- Doy... mil doscientas libras.

VIERA.- ¡Mil doscientas libras! ¿Y no se te cae la cara de vergüenza al hacerme tal proposición?...

OROZCO.- No se me cae; vea usted, la tengo donde la he tenido siempre. A decidirse pronto.

VIERA.- ¡Oh!, lo pensaré... La cosa es grave... Tu obstinación...

OROZCO.- Trato hecho.

VIERA.- No, no te precipites. Siquiera mil quinientas, Tomás.

OROZCO.- No aumento ni un chelín. Y es buen negocio para usted.

VIERA.- Pues... por no reñir contigo, por conservar tu amistad... acepto... ¿Y cuándo?

OROZCO.- Ahora mismo. Extenderé un talón.

VIERA.- No, no.

OROZCO.- ¿Qué quiere usted?

VIERA.- Dame papel Londres. Una letra de mil libras a mi orden, y a cargo de tus banqueros, los Ruffer. Las doscientas libras me las das aquí en pesetas... ¿Qué cambio?

OROZCO.- Pase usted a mi despacho.

VIERA.- ¡Ah!, sí, tengo que escribir a Londres.

OROZCO.- Ahí está Malibrán escribiendo cartas... Extienda usted la letra y la firmaré.


(Aparece AUGUSTA en la primera puerta de la derecha, y se detiene en ella como esperando a que salga VIERA para entrar.)


VIERA.- Bueno.

OROZCO.- Y si quiere liquidar las doscientas libras en pesetas, ahí está la cotización.

VIERA.- Supongo que me las pondrás al cambio de 26,50.

OROZCO.- Como usted quiera: no reñiremos.

VIERA.- (Dirigiéndose al despacho.) Dura está la carne de la oveja... Pobre lobo, conténtate con una hilacha.