Realidad: 42
Escena IV
[editar]AUGUSTA; OROZCO.
AUGUSTA, arrebujada en su cachemira, se acomoda en una butaca a la derecha. OROZCO sentado junto a la mesa.
OROZCO.- ¿Qué?... ¿tienes frío?
AUGUSTA.- (Temblando.) Un poco... pero ya voy entrando... en calor. (Aparte.) Su mirada me desconcierta.
OROZCO.- No es tarde. Si te encuentras bien, hablaremos un poco de asuntos que a entrambos nos interesan.
AUGUSTA.- (Aparte, con espanto.) Llegó el momento de las explicaciones. Estoy perdida. ¿Lo sabe o quiere saberlo? (Mirándole fijamente.) ¿Quién podrá descifrar el jeroglífico de ese rostro de mármol?
OROZCO.- (Aparte, mirándola con atención profunda.) ¿Será capaz de confesar? Me temo que no.
AUGUSTA.- (Aparte.) No nos acobardemos. Me adelantaré gallardamente a sus preguntas. (Alto.) ¿Por qué me miras así? ¿Es que quieres decirme algo, y no te atreves?
OROZCO.- Te observo temerosa, y esperaré a que te tranquilices.
AUGUSTA.- (Aparte.) ¡Temerosa yo!
OROZCO.- Ya sé que eres valiente. No necesitas demostrármelo con palabras. Yo también lo soy, más que tú, mucho más, pues tengo ánimo suficiente para poner la verdad sobre todas las cosas, para reducir a la insignificancia los afectos más hondos, cuando contradicen el sentimiento puro de la humanidad y de la vida.
AUGUSTA.- Ya sé que eres un hombre... único. Has cultivado la vida interior; has conseguido lo que imposible parece en la flaqueza humana, esclavizar las pasiones, subirte a las alturas de tu conciencia eminente, y mirar desde allí los actos de tus semejantes, como el ir y venir de las hormigas; aislarte, y no permitir que te afecte ninguna maldad, por muy cerca que la tengas. ¿Es esto así? ¿Te he comprendido? (OROZCO hace signos afirmativos.) ¿Y quieres que yo te acompañe en esa purificación? ¡Ay!, bien quisiera, pero no sé si podré. Soy muy terrestre, peso mucho, y cuando quiero remontarme, caigo y me estrello.
OROZCO.- La gravedad del espíritu se disminuye limpiando el corazón de malos deseos. Mi ilusión, mi sueño, eran iniciarte en un sistema de vida que empieza siendo espiritual y difícil, y acaba por ser fácil y práctico. Confíate a mí por entero... Revélame todo lo que sientes, y después que yo lo sepa, hablaremos.
AUGUSTA.- (Aparte.) ¡Confesar! ¡Qué terror siento! Si me hablara un lenguaje humano, que moviera mi corazón y mi conciencia, me conquistaría... pero esos pensamientos tan sutiles no se han hecho para mí, amasada en barro pecador.
OROZCO.- ¿No contestas a lo que te digo? Descúbreme tu interior; pero con efusión perfecta.
AUGUSTA.- (Aparte.) Lo sabe, y quiere arrancarme la confesión. ¿Se lo dijeron?, ¿se lo dije yo? Esta duda me enloquece. Tomemos la ofensiva. (Alto.) ¿Qué quieres que te descubra? ¿Sospechas de mí?
OROZCO.- (Con determinación levantándose.) ¡Inútiles y ridículos circunloquios! Desde que apareció muerto Federico Viera, tu nombre anda en lenguas de la gente. No necesito añadir más. Lo que haya de verdad en esto, tú me lo has de decir. Si es falso, desmiéntelo; si no lo es, sépalo yo por ti misma. En esta ocasión solemne he de saber lo que eres y lo que vales...
AUGUSTA.- (Turbada.) ¿Pero tú... crees?
OROZCO.- Yo no creo ni dejo de creer nada. Espero a que tú hables.
AUGUSTA.- (Aparte, aterrada.) ¡Confesar!... antes morir. Siento un pavor... (Alto.) Pues te diré: extraño mucho que des asentimiento a esas infamias.
OROZCO.- (Flemático.) Luego es falso lo que se dice.
AUGUSTA.- ¿Y lo dudas?
OROZCO.- No afirmo ni niego... ¿Por qué tiemblas? Tu cara es como la de un muerto.
AUGUSTA.- Estoy enferma.
OROZCO.- Enferma de susto. Tranquilízate: toma el tiempo que quieras para pensarlo. Mira, yo me siento aquí a leer un poco, y en tanto, tú recoges tu conciencia, y decides delante de ella lo que debes responderme. (Se sienta, toma un libro o revista y lee.)
AUGUSTA.- (Aparte, sin moverse en el asiento, arropándose.) Lo sabe... Ese lenguaje claramente lo indica... ¡Qué actitud tan extraña! ¡Oh, su santidad me hiela!... ¿Y si tras esa mansedumbre rebulle el propósito de matarme? ¡Ay, siento un escalofrío mortal!... ¡No, no confieso!
OROZCO.- (Gravemente, apartando la vista de lo que lee.) ¿Piensas, Augusta, o es que te has quedado dormida?
AUGUSTA.- No duermo, no.
OROZCO.- ¿Tienes frío?
AUGUSTA.- Un poco... (Temblando.) Pensaba en esa tontería... en tu sospecha. ¿Quién te la sugirió?
OROZCO.- Curiosidad por curiosidad, creo que la mía debe llevar la preferencia. Habla tú primero.
AUGUSTA.- ¿Cómo, por qué medio han nacido en ti esas ideas?
OROZCO.- (Con ligera inflexión festiva.) Por adivinación.
AUGUSTA.- ¡Virgen Santa, mis temores se confirman... Anoche, en aquel delirio estúpido...! ¡Miserable de mí, vendida neciamente! (Alto, tragando saliva.) ¿Adivinación has dicho? No puede ser. Alguien me acusó...
OROZCO.- Quizás.
AUGUSTA.- (Aparte.) Dios mío, sácame de esta incertidumbre, y separa en mi mente las acciones reales de las fingidas por el cerebro enfermo. (Rehaciéndose.) ¡Oh!, no es posible que yo hablara... no puede ser. Me estoy atormentando con un recelo pueril. Ánimo... y nada de confesión.
OROZCO.- (Aparte.) Esto sí que es difícil de extirpar. El desgarrón de este sentimiento, que me arranco para echarlo en el pozo de las miserias humanas, ¡cómo me duele! Al tirar, me llevo la mitad del alma, y temo que mi serenidad flaquee... Si salgo triunfante de esta prueba, ya no temeré nada; dominaré el mundo, y nada terrestre me dominará...
AUGUSTA.- (Aparte, sofocada, limpiando el sudor de su frente.) No sé qué siento en mí... un prurito irresistible de referir la verdad... entera... sin omitir nada... absolutamente nada.
OROZCO.- (Prosiguiendo su monólogo.) ¡Pero cómo duele esta amputación! (Mirándola furtivamente.) Era el encanto de mi vida. Inferior a mí por su inconsistencia moral, su amor me daba horas felices. La pierdo. Quizás será un bien esta viudez que me espera; quizás este lazo me ataba demasiado a las bajezas materiales... Me convendrá seguramente perder el único afecto que al mundo me ligaba... ¿Y si no lo perdiera? ¡Si con un acto de hermosa contrición se eleva hasta mí! (Volviendo a mirarla.) ¡Ah, no tiene alma para nada grande!
OROZCO.- ¿Has pensado, Augusta?
AUGUSTA.- No pienso... Todo está pensado ya. (Aparte.) No sé qué hacer ni por dónde salir...
OROZCO.- ¿Has examinado tu conciencia, Augusta?
AUGUSTA.- (Sacando fuerzas de flaqueza.) Sí, sí... Mi conciencia... no tiene nada que examinar.
OROZCO.- ¿Está serena y callada? ¿No te acusa de ninguna acción contraria a las leyes divinas... o siquiera a las humanas?
AUGUSTA.- (Aparte.) Me confieso a Dios, a ti no.
OROZCO.- ¿Qué dices?
AUGUSTA.- No he dicho nada. (Aparte, con brutal entereza.) Me arriesgo a todo... Salga lo que saliere, negaré.
OROZCO.- ¿Insistes en llamar absurdos los rumores...?
AUGUSTA.- (Aparte, desconcertada.) ¿Poseerá alguna prueba material?
OROZCO.- ¿Callas?
AUGUSTA.- ¿Rumores? A mis oídos no han llegado. (Aparte.) Dios mío, acábese esta lucha horrible. (Vacilando.) No sé... Su perfección, si lo es, no hace vibrar en mí ningún sentimiento. ¡Si viera en él la expresión humana del dolor, de los celos...!
OROZCO.- ¿Qué piensas?
AUGUSTA.- No pienso... es que me asombro de que creas semejante desatino. (Aparte.) Si tiene pruebas, que las tenga... Ya no me vuelvo atrás.
OROZCO.- ¿De modo que lo niegas?
AUGUSTA.- (Después de una pausa.) Lo niego.
OROZCO.- ¿Y lo juras?
AUGUSTA.- ¿A qué viene eso de jurar?...
OROZCO.- (Aparte.) Me engaña miserablemente. Peor para ella. Desgraciada, quédate en tu miseria y en tu pequeñez.
AUGUSTA.- (Aparte, recelosa.) ¿Me crees? ¿Crees lo que digo?
OROZCO.- Sí... (Se aparta de ella y pasea por la habitación: aparte.) Me he quedado solo, solo como el que vive en un desierto...
AUGUSTA.- (Aparte.) No me ha creído... Y yo siento un vacío en mi alma... Me siento divorciada, sola, como si en un páramo viviera.
OROZCO.- (Aparte.) Mi mujer ha muerto. Soy libre. Ningún cuidado me inquieta ya, si no es el de mi propia disciplina interior.
AUGUSTA.- (Aparte.) Si en él viera yo el noble egoísmo del león que se enfurece y lucha por defender a su hembra...
OROZCO.- ¡Pero qué solo estoy! Murió el encanto de mi vida... ¿Flaqueará mi ánimo en esta crisis tremenda? ¿Me dejaré arrastrar de este impulso maligno que en mí nace, o más bien resucita, porque es resabio de mis dominadas pasiones de hombre? (Detiénese detrás del sillón en que está AUGUSTA, contemplándola. Ella no le ve.) ¿Por qué no te impongo un cruel y ejemplar castigo; por qué no te...? (Apretando los puños, la amenaza; mas al instante recobra su grave actitud.)
AUGUSTA.- (Aparte, encogiéndose y cerrando los ojos sobresaltada, al sentirle detrás.) ¿Qué hace? No atrevo a moverme, ni a mirar siquiera para atrás. Dios me ampare.
OROZCO.- (Dominándose, con suprema violencia sobre sí.) ¡No, no te iguales a lo más bajo, a lo más grosero de la humanidad!... Déjala.
AUGUSTA.- (Volviéndose, aterrada.) ¿Qué... qué hay?
OROZCO.- (Con el acento grave y frío de siempre.) Nada... pero es muy tarde... ¿No te acuestas?
AUGUSTA.- (Aparte.) El acento de siempre. (Alto, levantándose.) Sí... me acostaré. (Dirígese paso a paso a la puerta de la alcoba, meditando.)
OROZCO.- (Sin mirarla, inmóvil, en el centro de la escena.) No, los brutales instintos no destruirán, en un instante de flaqueza, el reposo supremo que adquirí a fuerza de mutilar y mutilar pasiones y afectos miserables. Elévate, alma, otra vez, y mira desde lejos estas bastardías liliputienses.
AUGUSTA.- (Deteniéndose en la puerta de la alcoba.) ¡Divorciados para siempre!... Aún podría...
OROZCO.- ¿Qué?... ¿vuelves?
AUGUSTA.- (Disimulando.) No... sí... es que presumo que estaré desvelada... y... me llevo un libro para leer. (Dirígese a la mesa y trata de elegir un libro entre los que allí hay, tomando y dejando volúmenes y examinándolos rápidamente. OROZCO la contempla en silencio.) No sé qué siento. El alma se me desgaja. Si fuera posible decir toda la verdad, toda...
OROZCO.- (Aparte.) Su alma no está serena. La mentira la embravece como el viento a la mar.
AUGUSTA.- (Aparte.) Y toda la verdad, toda, toda, es imposible de decir... Diría que me siento menos arrepentida que culpable, y que ningún afecto, ninguno, borrará de mi corazón la imagen del pobre muerto. Diría que entre tu santidad, que admiro, y mis debilidades, de que me acuso a Dios, hay un abismo que humanamente no puedo salvar... ¡Contradicción, pena horrible sin el recurso de poder aliviarla confesándola!... ¿Cómo decirte que me infundes veneración, ternura fraternal, pero que el amor, la flor de la confianza humana, no puede nacer en esta unión árida y glacial?... No sé ver juntamente en ti al esposo y al sacerdote... Sepáralos, y quizás nos entenderemos. (Angustiada.) ¡Y si esto digo, no habrá perdón, no puede haberlo!... ¡y si miento, tampoco! (Con resolución.) ¡Imposible! (Dirígese a la alcoba sin llevar el libro.) Dios me perdonará... cuando lo merezca.
OROZCO.- Pero al fin... no llevas el libro...
AUGUSTA.- (Con calor.) No lo necesito... leeré en mí misma. (Vase.)