Recuerdos amargos
Dice un refrán catalán: De la sang ne podràs dir, però no en podràs sentir. De la sangre, de los nuestros, de la familia podemos maldecir, podemos criticarlos, mas no podemos tolerar que maldigan de ellos, que los critiquen los demás. Así nos subleva, y con razón, que se nos tilde de rudos y groseros. Y con razón, pues con serlo un tanto, no lo somos del modo que algunos han dado en suponer. Demás de que ofende — y eso sí que es ser grosero de la peor especie — oir como a uno le llaman grosero y rudo á la cara. Conque ¡guerra á quien nos moteje y ofenda, á quien digui de la sang!
Pero, ya que no toleremos sin protesta que los demás nos critiquen y echen en cara nuestros defectos, procuremos, así inter nos y en familia, dir de la sang, estudiarnos y analizarnos serenamente y sin pasión, indagar y publicar nuestros defectos, porque solo de esta suerte será posible que alcancemos á corregírnoslos.
Uno tenemos, y grave, del cual saltan muestras á cada paso. Observábalo yo el otro día para mí mismo con dolor, porque le tengo por de los peores. Refiérome á nuestra general tendencia á refrenar y esconder los impulsos de nuestro entusiasmo, ó ya porque no sintamos éste con ímpetu bastante á avasallar nuestro encogimiento, ó ya porque la maldita propensión de nuestra naturaleza se sobreponga y cohiba los pujos expansivos de nuestras íntimas emociones.
Difícil será que volvamos á presenciar un espectáculo tan grandioso, tan espléndido como el que ofreció el hemiciclo del Palacio de la Industria el domingo último, en el solemne momento de la clausura de la Exposición.
Ondulante hilera de transparentes faroles japoneses festoneaba el dilatado pórtico, destacando sobre el fondo oscuro una guirnalda de luz roja. Las lámparas eléctricas irradiaban su blanca luz sobre la apiñada muchedumbre, cuya masa, vista en perspectiva, reproducía los declives y altibajos de la gran plaza. De pronto, la campana del templo de la Ciudadela rasgó el aire con repiqueteo de fiesta. Encendiéronse como por ensalmo fulgurantes bengalas rojas en lo alto de las torres que flanquean el hemiciclo, y á lo largo de la gran fachada del pabellón central y en las ventanas de los dos pabellones que le cierran por la parte de la plaza de armas. Asomaron por detrás del pabellón regio, ascendiendo lenta y majestuosamente, diez ó doce grandes globos aerostáticos con sendas bengalas encendidas. Un rojo resplandor de apoteosis alumbró el ancho espacio. A la vez, la gran masa coral é instrumental colocada al pie del pabellón central rompió en las majestuosas notas del Himno á la Exposición. Necesitábase ser de piedra ó de hielo para no sentirse emocionado por la grandiosidad del espectáculo, el mayor, el más espléndido que hemos podido contemplar los barceloneses hasta el día de hoy, y que, con dificultad, veremos reproducido en mucho tiempo. ¿Cómo creer que en aquel instante habían de poder contenerse las bocas y las manos de los cien mil espectadores que contemplaban aquella glorificación de Barcelona? ¿Cómo esperar que las manos dejasen de prorrumpir en estrepitoso aplauso, y las bocas en estruendoso viva en el cual saliese afuera, rebosando, el hervor del corazón, honda é intensamente removido? Y, sin embargo, manos y bocas permanecieron inmóviles, quietas, sin traducir impresión alguna. Apagáronse los globos, dejaron de arder las bengalas, enmudeció el repiqueteo de la campana, terminó entre los vecinos aplausos de rigor el himno, y todo el mundo se apresuró, cual si nada extraordinario hubiese acontecido, á buscar sitio desde el cual contemplar la extraordinaria función de pirotecnia que anunciaba el programa.
¿Es que el público no tenía ojos ni oídos ni imaginación? ¿Es que no tenía corazón? ¿Es que reprimía deliberadamente los vuelos de aquélla y los impulsos de éste, ahogando la sinceridad y la espontaneidad de sus impresiones? Algo puede haber de lo primero; algo de lo segundo. Temo que hay de lo tercero más que de lo segundo y de lo primero.
Habíase publicado tres días antes una alocución invitando al vecindario á engalanar balcones y fachadas con banderas y colgaduras, para solemnizar las fiestas de clausura. La idea era oportuna y feliz. Amanecer el sábado Barcelona engalanada en aquella forma pintoresca, ostentar en las perspectivas de sus calles la revuelta coloración del rojo y amarillo de las banderas españolas y catalanas, hubiera sido ponerse al diapasón del día y del momento, hubiera sido decirles á los forasteros que invadían nuestras plazas y paseos: «Vedlo: éste es un pueblo de patriotas, que sabe sentir lo que le glorifica y enaltece, que no esconde, antes publica en franco alarde, el orgullo de sus glorias y de sus éxitos; éste es un gran pueblo porque sabe sentir que lo es». Y, sin embargo, cuando lo lógico era esperar que tal sucediese, resultó que lo real y lo que aconteció no fué lo lógico, antes todo lo contrario. Escasearon, hasta haberlas contadas, las colgaduras de cajón; apenas una docena de industriales exornó con banderas las fachadas de sus tiendas, y nadie dijera que aquellos días eran los días más grandes que registraba la ciudad en los anales de su vida. ¿Era, por ventura, que el público no lo sentía así? ¿Era falta de adaptación entre el entusiasmo oficial y el entusiasmo popular? No: preguntad uno á uno lo que aquellos días pensábamos de la Exposición todos los barceloneses; fijaos en que el concepto general no podía ser más favorable; en que todos hubiéramos querido que no se cerrase todavía, vueltos entusiastas ante el éxito los antes más refractarios. No: nada era de eso: era nuestra maldita propensión al voluntario encogimiento; nuestra constante reserva; nuestro antipático retraimiento. Era cierta ridícula pedantería que traemos todos en el fondo de nuestro temperamento y que nos induce á disimular nuestras impresiones por temor de que, pareciendo exageradas, pasemos por tontos ó por ignorantes ó por primos.
Era algo de esa ridícula pedantería que hace que la primera noche silbemos en el teatro á todas las celebridades dramáticas ó líricas, como diciendo: «¿Si se figurarán que no estamos nosotros acostumbrados á oir grandes actores ó cantantes?» Algo de esa tonta socarronería de nuestra gente del campo cuando se les muestra alguna cosa nueva que ellos no sepan explicarse, y que les hace sonreir y encoger el hombro como diciendo: «¿A mí con ésas? Los caballos van dentro», en vez de manifestar candorosameme su maravilla y, confesando que no lo entiende, procurar sin disimulo cómo entenderlo. Algo de eso que hace de nuestra sociedad culta una sociedad chismosa, que mira siempre lo que hace el vecino y si el vecino le mira; que convierte el ¿qué dirán? en norma constante de nuestra vida y de nuestras acciones exteriores. Algo de eso que hace que propendamos á rebajar y deprimir todas nuestras reputaciones, á ahogar todas nuestras glorias, á discutir, no cara á cara y cuerpo á cuerpo, combatiéndolas noblemente cuando yerren, nuestras celebridades científicas, literarias, artísticas, sino á socavar los cimientos de su pedestal con pullas y chistes y difamaciones pequeñas. Algo de eso, en fin, que hiela entre nosotros todos los entusiasmos, mata todas las embriagueces y nos circunda de una atmósfera malsana de mezquindades y raquitismos en la cual respira con dificultad cuanto tiende á crecer, á elevarse, á engrandecerse, á salirse de la oscura masa del vulgo.
Diciembre, 1888.