Recuerdos de la campaña de África: 10
Capítulo IX
A fin de enero empezó a susurrarse en el campamento, que en los primeros días del mes inmediato atacaríamos el Real enemigo y tomaríamos la ciudad que, provocando nuestro deseo, a vista nuestra se levantaba. La víspera del día señalado para la gran empresa, desembarcaron, llenos de entusiasmo, los voluntarios catalanes, vestidos a usanza del país que les mandaba, y dispuestos a derramar hasta la última gota de su sangre en defensa de su Dios y de su patria. Apenas entraron en la ensenada los buques que los conducían, el duque de Tetuán mandó un recado de atención al general Prim, avisándole de la llegada de sus paisanos y poniéndoles bajo sus órdenes. Inmediatamente el conde de Reus montó en uno de los caballos árabes que se habían cogido el día 31 de enero, caballo de empuje y resistencia, que tascaba el freno con impaciente inquietud, y se dirigió a la playa donde había acudido ya el conde de Lucena. Érale difícil al general Prim disimular el gozo que sentía por la llegada de sus paisanos, que tan oportunamente desembarcaban para tomar parte en un gran acontecimiento. Ni un instante se separaban sus ojos de las lanchas en que los catalanes venían a tierra, los cuales ofrecían un gran golpe de vista a la apiñada y ávida muchedumbre, que, amontonada en la playa o encaramada en los faluchos surtos en el río miraba con creciente curiosidad la aproximación de los voluntarios, tan graciosamente ataviados y dispuestos. Recibiolos una música militar. Cuando hubieron desembarcado todos, el general Prim, se adelantó hacia ellos y con esforzada entonación y varonil aliento, pronunció en el dialecto de los recién venidos, tan enérgico y vigoroso, la siguiente arenga, que no puede resistir al deseo de copiar.
«Catalanes: Bien venidos seáis al valiente ejército de África que os acoge como camaradas. Persuadido estoy de que seréis dignos de estos heroicos soldados, y sería no conoceros si lo dudase un solo instante. Todos sentís la necesidad de mantener ilesa la honra: de la tierra en que habéis nacido; y si uno solo de vosotros el día del combate, que será mañana (y os felicito por la providencial oportunidad con que habéis llegado); si uno solo de vosotros se portase con cobardía volviendo la espalda al enemigo, la honra de Cataluña quedaría mancillada. Seguro estoy de que no quedará.
Imitad el ejemplo de vuestros gloriosos antepasados cuyos heroicos hechos registra con admiración la historia; no sólo en esta tierra, sino en otras más lejanas todavía, hasta atravesar las Termópilas, que parecen creadas para teatro de grandes acciones. Haced como hicieron ellos, y seréis dignos de este valiente ejército que os recibe como amigos; y conquistaréis un nuevo laurel para la corona que tejieron en otros tiempos las invencibles armas catalanas.
Ya veis, la satisfacción con que el ejército os acoge. La música, de uno de sus bravos batallones viene a saludaros, y el mismo general en jefe que me dispensa el honor de que os coloque entre los valientes que tantas veces he conducido al combate, se presenta a recibiros al desembarcar en las costas africanas. ¡Loor a este general, que ha querido y sabido levantar a nuestra España de la postración en que yacía, para demostrar a la faz de Europa, que no estaba muerta, y que sus hijos, dignos herederos de su gloria antigua, son capaces de hacer por la patria, todo cuanto humanamente pueden hacer los hombres!
Para formar parte de este ejército, no basta sólo ser valiente; se necesita ser sufrido. Debéis aceptar con resignación las fatigas, los peligros de todo género; hasta las mortíferas enfermedades. Siempre valientes, pero subordinados siempre, si vuestros jefes os mandan trabajar, a trabajar; si os ordenan atravesar pantanos, atravesadlos, y si fuera preciso ir a Tetuán por el río, ¡al agua! y hasta Tetuán nadando.
Así lo han hecho y lo hacen los que son ya vuestros camaradas, y así lo haréis vosotros, porque así cumple a los hijos del bravo pueblo catalán.
Soldados: Cataluña, que os ha despedido con tierno entusiasmo, las madres, los hermanos, los amigos, os contemplan con orgullo. No olvidéis nunca que sois los depositarios de su honra.
No defraudaréis sus esperanzas, que son las mías; pero si por desdicha, lo que no espero, así no fuera, ni uno solo de vosotros volvería a pisar el suelo patrio; aquí moriréis todos, antes que mancillar en lo más mínimo el nombre que lleváis. Siguiendo las huellas de vuestros antepasados, y haciéndoos dignos de este ejército de bravos, al regresar a vuestros hogares, los catalanes os recibirán con aplauso, y donde quiera que uno se encuentre, oiréis por todas partes: ¡he aquí un valiente! -Soldados: ¡Viva la Reina!».
Varias veces fue interrumpido el general con gritos de indomable entusiasmo. El conde de Reus hablaba un idioma extraño para la mayoría de los que le escuchaban; pero la entonación de su acento y el ardor de su mirada eran tales, que todos estábamos pendientes de su palabra; desde el recién llegado, en cuyo brazo temblaba el fusil porque el corazón latía con violencia, hasta el sesudo castellano que presenciaba la escena; desde el general hasta el último brigadero. Hubo un momento en que el conde de Reus soltando las bridas, levantándose sobre los estribos y abandonándose a su elocuencia sobre el inquieto corcel, inspiró un sentimiento tan vivo en toda la concurrencia, que los soldados le interrumpieron con los gritos de ¡Viva el general Prim! rodeándole, agrupándose en torno de su caballo para verle, para admirarle con verdadero cariño. Verdad es que había sabido herir las fibras sensibles de nuestro corazón; el recuerdo de la patria, la gloria del ejército, la esperanza de la victoria.
Los catalanes, así recibidos, no podían portarse sino como se portaron en la batalla del siguiente día, con un heroísmo que trae a la memoria el de aquel puñado de hijos del Ebro y del Ter que tanta gloria supieron conquistar en Constantinopla.
La víspera, del 4 de febrero, pasámosla todos escribiendo nuestras familias, y disponiéndonos para el tremendo choque que debía haber al día siguiente.
Amaneció por fin éste nublado y frío. A la hora acostumbrada tocose la diana; los soldados batieron tiendas; encendiéronse hogueras que aparecían o desaparecían, según apretaba o calmaba la lluvia fina y poco duradera que empezó a caer; organizáronse los batallones, y a la siete y media todo el ejército, menos el cuerpo mandado por el desgraciado general Ríos que se quedó guardando la formidable posición de la Estrella, se puso en marcha acompasadamente hacia el campamento enemigo. El general Prim avanzaba por la derecha y el general Ros de Olano por la izquierda. El conde de Lucena había preparado el movimiento con tanto arte y estudio, que los dos cuerpos de ejército se daban, por decirlo así, la mano, y se resguardaban mutuamente de todo riesgo y peligro. Iba delante nuestra valerosa artillería, penetrando sin temor ni vacilación en el pantanoso valle que se extiende a vista de Tetuán. Había un no sé qué de solemne y majestuoso en la marcha del ejército: los batallones caminaban en silencio, y no se oía en todo el valle sino el pavoroso estrépito del cañón, présago entonces de un terrible acontecimiento. Todo el mundo, generales, jefes y soldados parecían preocupados por la idea de la empresa a que debían dar tan feliz término; todos estaban a la altura de la situación, imponente, grandiosa, digna en fin, de nuestra querida España. Ni un tiro de carabina o de espingarda, ni un momento de confusión e incertidumbre en la hora suprema del combate; en todo el mayor concierto, el mayor orden, la mayor disciplina, el mayor arrojo. ¡Qué dignos se hicieron nuestros soldados entonces de que la patria tejiera para ellos una corona de inmarcesibles laureles!
Como he dicho anteriormente, la artillería avanzaba siempre estrechando en un círculo de bronce las trincheras enemigas y despreciando el nutrido fuego con que las baterías contrarias contestaban a sus disparos. Todos seguíamos con religioso respeto la arriesgada operación de la artillería, sin separar un solo instante los ojos de las inmensas espirales de humo que levantaba, ni del sitio que ocupaban los cañones, ni del campamento marroquí que distinguíamos cerca, donde caían todas las granadas sin que se desperdiciase una sola, y donde reventaban con tremendo éxito y temeroso ruido.
De pronto un grito se escapa de todos los labios; todos los ojos se fijan en un punto, en una inmensa humareda, que brota de repente, que crece, que se ensancha, que se eleva hasta confundirse con las nubes; es que una granada ha caído sobre los barriles de pólvora que el enemigo tenía para el servicio de las baterías, y ha estallado esparciendo por donde quiera la muerte, la desolación y el espanto. No desmayan ante esta pavorosa desgracia nuestros contrarios; antes parecen resistir con más valor y empeño el fuego de nuestros cañones. Luchan sin amilanarse, sin que su espíritu decaiga, y eso que el círculo de muerte se estrecha cada vez más, y eso que miran detrás de nuestras baterías, ya casi a tiro de fusil de las suyas, caminar silenciosamente grandes masas de infantería, amenazadoras, fieras, prontas a caer como el rayo sobre las trincheras que formidablemente cercan todo el campamento.
Poco después: el fuego de cañón se interrumpe; reina un momento de solemne calma, momento de recogimiento sublime en que el hombre, próximo al peligro, se acuerda de todo, quizá por la última vez; de su Dios, de su patria y de su familia; las cometas y músicas tocan paso de ataque, y las tropas con la bayoneta calada, al grito de ¡viva España! ¡viva la Reina! escalan las trincheras por entre el fuego de la artillería enemiga; y, el general Prim, penetra en el campamento moro por una tronera, y detrás le siguen sus soldados ebrios de admiración y júbilo; sus catalanes, cuyo glorioso estreno en la guerra de África, debe llenarles de legítimo orgullo; todos, en fin, palpitando de ira y de entusiasmo.
¡Qué trance tan crítico para los soldados de esta división fue aquel en que dieron el asalto, cuando a pocos pasos del robusto parapeto levantado por los moros, se hundieron hasta el pecho en un largo y disimulado pantano! Todo el arrojo del general Prim, fue necesario para que nuestras tropas, detenidas por este terrible obstáculo en el momento decisivo, siguieran adelante y entraran como entraron en el campamento marroquí, no sin grandes pérdidas y sacrificios.
Por la izquierda escalan al mismo tiempo la trinchera las fuerzas del tercer cuerpo con sus generales a la cabeza, y con el duque de Tetuán seguido de su Estado Mayor, que grita con voz estentórea, agitando la espada: ¡Adelante!, ¡Adelante! Y los soldados victoreando le siguen: en medio de un diluvio; de balas que vienen hacia ellos, de todas partes, de detrás de los árboles, de las ventanas, de las quintas que hermosean el paisaje de entre las tiendas, de las enmarañadas veredas llenas de espinos e higueras chumbas que, como verdaderos laberintos, se cruzan en todas direcciones.
Los moros huían por todos lados como liebres perseguidas. El campamento bajo que se extendía en el llano delante de Tetuán, el de la torre de Halelí, otro situado en unos cerros detrás de la misma torre, donde estaba el Cuartel General, otro más lejano, todos sucesivamente fueron cayendo en nuestro poder, con más de quinientas tiendas, con las provisiones de guerra, con los cañones de bronce, con la bandera del imperio, con equipajes de jefes y soldados. Todo esto, en menos tiempo del que se emplea en referirlo, en media hora escasa que tardó nuestra decidida y heroica infantería en escalar las trincheras y dilatarse como un impetuoso torrente por el campo mahometano, lleno de restos humanos palpitantes todavía.
¡Horrible fue entonces la escena que se ofreció a nuestros ojos! Necesitábamos apartar la vista del suelo para no ver como los caballos hollaban los sangrientos despojos de nuestros enemigos; por aquí un tronco sin cabeza, por allí los esparcidos miembros de un moro destrozado por una granada; más allá un cuerpo completamente quemado, tal vez por la explosión de los barriles de pólvora; un poco más lejos dos heridos moribundos, espantosamente desfigurados, de cuyo pecho se escapaba un gemido, hondo, ronco que penetraba en el alma despedazándola como un puñal, y por todas partes trozos de carne ennegrecida, entrañas palpitantes aún, exterminio y muerte! ¡Ay! También allí mezclada con la enemiga, había corrido en abundancia la sangre de nuestros hermanos; allí vi sus cadáveres como las víctimas ofrecidas por nuestra patria en aras de la victoria.
Las tiendas que cogimos a los moros eran en su mayor parte cónicas, unas marquesinas y algunas cilíndricas, casi todas rayadas o con caprichosos adornos azules y negros. Todo el campamento estaba lleno de inmundicia, de cáscaras de naranja, pedazos de papel, harapos asquerosos, esteras podridas, cebada y maíz, etc. Los cañones que cayeron en nuestro poder, eran de bronce; dos de ellos tenían inscripciones de árabes y eran regalo de Gustavo III de Suecia, otros eran ingleses, y uno español llamado Cabul, del tiempo de Carlos IV, y de la fundición de Barcelona, que con otros tres más fue también regalado por aquel rey a los marroquíes, tan poco dignos entonces de conservar este don.
En esta jornada se distinguió en alto grado el general D. Enrique O'Donnell, que en las acciones anteriores no había escaseado tampoco las pruebas de valor y pericia. Fue de los primeros que asaltaron la trinchera y el último que dejó de perseguir al enemigo disperso y despavorido.
Aquella noche acampamos en la posición conquistada, bajo los fuegos de la Alcazaba de Tetuán, que durante el combate y algún tiempo después, no cesó de disparar sus cañones contra nosotros para favorecer la retirada, digo mal, la precipitada fuga del ejército mahometano.
A la mañana siguiente, a poco de haber intimado el duque de Tetuán la rendición a la plaza, se presentaron en nuestro campo cinco parlamentarios. El principal de ellos, que era el famoso Hache-er-Abeir, nombrado después alcalde moro de Tetuán, venía montado en una mula aparejada, con una lujosísima manta de colores; los demás iban a pie, y el delantero ondeaba en señal de paz una blanca bandera. La impaciencia y curiosidad de todos, jefes y soldados a la aproximación de estos parlamentarios de grave y austera fisonomía, eran grandes; agolpábanse para verlos en la calle Mayor del Cuartel General, como la llamábamos nosotros, y en todos los semblantes se reflejaba un mal disimulado sentimiento de alegría y entusiasmo.
Nada resultó de esta primera entrevista; no así de la segunda en la que pidieron al conde de Lucena en nombre de la ciudad, consternada, que apresurase su entrada en Tetuán, porque las cabilas se habían entregado a los mayores excesos, robando y asesinando, antes de huir a sus enmarañadas montañas, como si los vecinos de Tetuán fuesen, no sus hermanos, sino sus más encarnizados enemigos. La noche anterior, había sido terrible; las turbas del emperador, faltas de disciplina, sin jefes, porque los generales habían huido, habían cometido las más espantosas iniquidades: ebrios de ira y animados del espíritu de rapiña, habían entrado a saco en todas las casas, principalmente en el barrio de los judíos, matando a los que ofrecían resistencia y rompiendo los objetos que no se podían llevar.
Atendiendo al ruego de los parlamentarios, pusiéronse en marcha las divisiones con dirección a Tetuán. La primera fue la de reserva mandada entonces por el general Ríos. Llegaron por sendas torcidas, casi ocultas entre los arbustos y árboles que crecen en sus linderos como los zarzales en nuestra tierra, y subiendo y bajando algunas cuestas que guardan la ciudad a la vista de los que se acercan, hasta que se está a sus puertas, se aproximaron con las precauciones debidas a las murallas. Un silencio sepulcral reinaba, y Tetuán una inmensa tumba. De pronto, a la llegada de nuestras tropas, oyose dentro una prolongada, una interminable gritería; la ciudad muerta había recobrado su vida para gemir sobre su desventura. Encima de la puerta de entrada, baja y oscura, hacia donde nuestros soldados caminaban, asomaban la boca dos cañones, enfilando la senda que aquellos seguían; y de vez en cuando sacaba la cabeza por las troneras un moro innoble, de mirada feroz y recelosa, haciendo gestos y señas ininteligibles que así podían ser un ruego como una amenaza, una alabanza como una imprecación.
Este momento de incertidumbre fue terrible: el general Ríos hizo que sus fuerzas ocupasen las posiciones inmediatas, y mandó avanzar una piedra de artillería para echar abajo la puerta, que permanecía cerrada. Pero no fue necesario; la puerta se abrió a tiempo, y la tropa entró en la ciudad.
¡Qué espectáculo tan triste y desolador ofreció a nuestra vista! Las calles, estrechas y tortuosas, estaban obstruidas con los muebles y escaparates que los moros habían roto en su despiadada saña; algunos cadáveres completamente desnudos, asomaban por entre este montón de escombros, y un pueblo loco de alegría, pero andrajoso y repugnante, abalanzándose frenéticamente a nuestros soldados, besándoles, abrazándose al cuello de los caballos, llorando y gritando con descompuestas voces:
¡Viva la Reina de España y su real compañía!
¡Vivan los españoles!
¡Viva la corona de España!
¡Vivan los caballeros!
El que así nos victoreaba era el oprimido y saqueado pueblo hebreo. Las mujeres, en las calles o sobre las azoteas, dejaban escapar un grito prolongado y agudo, una exclamación interminable enlazada como las notas musicales, y que era la expresión de su inmenso júbilo. Sentados sobre las ruinas de sus destrozadas tiendas, algunos moros -pocos, porque casi todos hablan huido- nos veían pasar con una indolente indiferencia sin levantar la cabeza, cubierta con la capucha y sin apartar la vista del suelo donde yacía hecha pedazos toda su fortuna.
Todavía recuerdo con estremecimiento, el cuadro que ofrecía la ciudad con sus calles tenebrosas, llenas de arcos y pasadizos, con el olor de las esencias y especias esparcidas por el suelo, olor penetrante y vigoroso que duró por muchos días; con las puertas de las casas rotas; con los trastos, escaparates, y géneros de las tiendas amontonados en las vías por donde apenas podíamos pasar; con aquel pueblo que nos victoreaba en el patrio idioma; con aquellos moros graves y pensativos que no alzaban los ojos para mirarnos; con aquellos cadáveres tendidos a la vista de todo el mundo; con aquellas mujeres andrajosas, pero bellas; con aquel inmenso grito que se exhalaba de todos los labios; con aquel tremendo espectáculo de miseria, sangre, exterminio y duelo. Subimos a la Alcazaba, atravesando calles que estaban pidiendo venganza contra la ferocidad de los bárbaros a quienes combatíamos, y después recorrimos toda la ciudad, barrio de moros y barrio de judíos, en el cual las mujeres nos tiraban de la ropa para que viéramos el destrozo que habían causado en sus casas los moros montañeses en el furor de su vencimiento, antes de abandonar Tetuán.