Recuerdos de la campaña de África: 09

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Recuerdos de la campaña de África de Gaspar Núñez de Arce
Capítulo VIII

Capítulo VIII

Sobrecogidos indudablemente por el temor que debió producirles nuestro paso por Monte-Aragón, y la presentación de nuestras tropas delante de Tetuán, a donde nunca imaginaron que estas llegarían, mantuviéronse quietos nuestros enemigos, fortificando con nuevas obras y parapetos su campamento de la torre El-helelí, cada vez más numeroso y poblado de tiendas.

No perdimos nosotros estos días de sosiego y reposo, pues se emplearon en desembarcar gran cantidad de víveres, la suficiente para que no temiéramos otra nueva incomunicación con España, y en fortificar también nuestra línea por la margen del río. Levantose en la Aduana con este objeto una larga y doble trinchera, abriéronse fosos, y se puso en buen estado de defensa la torre Martin, para que nada pudiera temerse de la astuta audacia y valentía de los moros.

No pudieron sufrir estos con paciencia las obras del reducto de la Estrella, que empezó por aquellos días a construirse en una dilatada llanura, frente por frente de las posiciones enemigas; así es que desde el primer momento trataron de estorbar la continuación de los trabajos. Primero, no atreviéndose a intentar resueltamente esta peligrosa empresa, se propusieron inutilizar siempre que pudieran las obras, y con este objeto se corrían por la noche desde su campamento a la llanura, para destruir sin tanto riesgo lo que los cristianos habían hecho por el día. Pero viendo que, conocida su intención, se habían tomado las convenientes precauciones por el general en jefe para que no consiguieran su propósito, decidieron oponerse por la fuerza a la construcción del reducto indicado, y con este fin salieron de sus tiendas y nos provocaron en el llano el día 23 de enero.

Visto de lejos el campo de la acción, era una vega hermosísima e igual. La yerba que la cubría era de un verde vivo y brillante estaba por todas partes llena de juncales donde podía esconderse un hombre, tan altos y crecidos parecían; pero apenas se adelantaba un poco toda ilusión desaparecía; el llano era una corrompida charca, una laguna fétida y mal sana. Aquellas yerbas que desde alguna distancia atraían la vista con encanto, crecían y se desarrollaban en un pantano, y debían al agua misma en que vegetaban su color, su brillo y su pujanza ficticia y fofa. En esta laguna misteriosamente oculta por la naturaleza y que se extiende por la derecha hasta una frondosísima y pintoresca huerta, es donde con el agua hasta las rodillas, nuestros soldados escarmentaron otra vez más, como siempre, la fiereza mahometana en el día 14 a que me refiero. La acción, al principio se redujo a un fuego más o menos animado de guerrillas, algunas piezas de artillería introducían con sus bien dirigidos disparos la dispersión en las huestes marroquíes cuando se reconcentraban en algún punto, secundándolas en esta tarea, dos lanchas cañoneras situadas, como todas, río adentro, cerca de media legua del mar. Nada, más extraño que ver a los moros correr por llanos y vericuetos, como una trahilla de perros escapados, cuando a su lado reventaba alguna granada; los caballos atropellaban a los infantes; los más ligeros a los más tardos; quien saltaba por cima de una espesa mata sin tropezar en ella; quien caía y se levantaba instantáneamente como si estuviera hecho de resorte, y quien, alcanzado en su fuga por una bala, caía para no levantarse más.

El día 14 en lo más reñido de la pelea, cuando más comprometidas se veían varias compañías de Cantabria, dieron los lanceros una magnifica carga que decidió la acción. Allí, bajo los golpes de nuestros soldados, desaparecían nuestros contrarios como las espigas segadas por la hoz, dando lastimeros aullidos y revolviéndose en vano contra la tempestad de lanzas que les envolvía y acosaba. Cuando la caballería cansada de herir y de no hallar resistencia volvió a su campo, más de un soldado traía la banderola enteramente roja como si la hubiera mojado en un lago de sangre.

Derrotados los moros, buscaron un refugio en su campamento y abandonaron la llanura, donde en mal hora para ellos, habían desafiado la cólera de los heroicos hijos de España.

Los trabajos de fortificación de la Estrella continuaron, a pesar de la tentativa de nuestros enemigos incansable actividad.

El aspecto que ofrecía la playa donde estábamos acampados, a los pocos días de nuestra llegada, era en extremo original y pintoresco, y bien merece que me detenga a hacer brevemente su descripción, que eso y más exige el compromiso por mi contraído para con mis lectores. De los puertos de Ceuta, Algeciras, Estepona y Gibraltar, llegaban diariamente a la entrada del río, multitud de faluchos, botes y lanchas, que apenas comprendo como se atrevían a surcar las aguas del Estrecho, cargadas de provisiones de boca que no figuraban en la ración. Allí sobre la margen izquierda del Martin desde su desembocadura en el Mediterráneo hasta la aduana, establecían los patrones de estos barcos sus almacenes en tiendas que improvisaban con los palos sus faluchos y las lonas de sus velas. Con la misma charla, a la vez impertinente y graciosa, que emplean en los mercados de nuestras ciudades, veíaselos ofrecer gallinas, huevos, jamón, ginebra, aceite, queso, vino, pan, naranjas, etc. No parecía, penetrando en el campamento por la parte del río, sino que aquellas playas se habían convertido repentinamente en un pueblo, como aquellos llanos incultos y desiertos que por el capricho de un genio misterioso, se transforman en maravillosas ciudades en los fantásticos cuentos de Oriente. El vendedor que ponderaba su mercancía; el comprador que regateaba; la mujer del patrón que lavaba y tendía al sol la ropa en las cuerdas de su falucho; el muchacho juguetón y alegre que cantaba y corría, el soldado que, a la orilla del río, sobre una tabla arrancada de un cajón vacío de provisiones, jabonaba y retorcía su ropa sucia de veinte días o más con tanta desenvoltura como en lances de batalla cargaba la carabina; las reses vacunas que pastaban en la vega; el cacareo de una gallina que salía de improviso en el fondo de un bote o de los ocultos rincones de una tienda; todo contribuía a separar por un momento la imaginación de los horrores de la guerra para trasladarla a más queridos lugares y mejores días. Nadie hubiera dicho, a no saberlo, que a una legua de aquellos hermosos y regocijados sitios, en unas tiendas que se divisaban sobre la falda de un cerro como menudos copos de nieve, y en la blanca ciudad que ante nosotros se extendía, nos acechaban los rencorosos enemigos de Dios y de España, prontos a descargar su traidora gumía sobre el descuidado soldado o vendedor que se adelantara imprudentemente y traspusiera distraído, tal vez embebecido en la memoria de su madre o en la lectura de la última carta de su novia, el casi desconocido término de nuestro campamento. Y el enemigo que acechaba era un enemigo implacable, sombrío y fiero que no respetaba ni la vejez, ni la juventud; que se gozaba en los padecimientos de sus víctimas; que sonreía, en fin, con bárbara complacencia, ante las agonías y estremecimientos de los desgraciados a quienes cautivaba... Pero la fuerza de la costumbre es tan poderosa, que hace hasta agradable o por lo menos indiferente el peligro, y por eso todos los miembros de aquella colonia europea que desde las costas españolas se había trasladado repentinamente a las soledades de África, vivían descuidados y tranquilos, sin pensar en el día de mañana, confiando en Dios y en ese vago presentimiento que reside siempre en el corazón humano y que nos hace -muchas veces para desgracia nuestra- acometer empresas capaces, por lo locas, de espantar a los mismos Titanes de la Fábula que no temieron escalar el cielo.

Antes de que aclarase por completo el día, nos levantábamos todos, despertados por las alegres y militares dianas; los soldados, mal envueltos en sus mantas, iban saliendo a gatas o como podían de sus diminutas tiendas esparciéndose por la llanura, unos a buscar leña, y otros los más apartados encondrijos.

Veíaseles correr y saltar con esa jovialidad singular y bulliciosa, propia del soldado y que tanta semejanza tiene con la del niño; uno cantaba, otro chillaba, otro reñía; quién apuraba un zaque, quién liaba un cigarro, a pesar de los empujones de sus camaradas, quién comía, apretando los dientes para entretener el hambre y el ocio, una dura, pero saludable galleta; ya limpiaba uno su ropa, ya preparaba otro sus armas por si aquel día había acción; todos como he dicho, muy lejos de pensar en medio del peligro constante que les rodeaba, que aquella hora pudiera ser la última de su vida; y que acaso la luz de la nueva aurora encontraría sus puestos vacíos en las tiendas y removida la arena de la playa donde dormirían olvidados el sueño de la muerte. Pero, quién se parara en reflexiones? -Mientras dura, vida y dulzura, y en acabando gimiendo y llorando. -Esta era la máxima filosófica que nuestros soldados practicaban; verdaderos estoicos para quienes la desgracia no tenía fuerza y que sólo conocían el dolor cuando le sentían.

Todo el día el campamento presentaba el mismo carácter variado y vivo: aquí un pobre soldado a quien, limpiando la carabina se le escapaba un tiro; allá otro que caía, excitando la hilaridad desordenada de sus compañeros, cada uno de los cuales le soltaba una pulla; más allá un corrillo de amigos que se entretenían en contar las aventuras de fuente o plazuela de que fueron actores con las criadas de las ciudades donde estuvieron de guarnición; allí otros que a la entrada de una cantina, jugaban a la morra; más allá, sobre la margen de una charca, otros que lavaban la ropa charlando o cantando coplas como la más desenvuelta lavandera del Manzanares.

En los campamentos de caballería, la animación era mayor, el conjunto más pintoresco y agradable; porque venían a aumentar la belleza del cuadro las banderolas que, clavadas en el suelo al lado de las tiendas, sobresalían como las amapolas entre la verdura de los prados; los caballos que, atados en gran número a cuerdas sujetas por las puntas a dos grandes estacas, piafaban, relinchaban, pastaban o comían sus morrales de pienso, entre las voces de los soldados que los ponían en paz si reñían, o los acariciaban con cariñoso esmero.

Por la noche, a primera hora, se encendían las hogueras, y los campamentos parecían al pronto una ciudad populosa, porque las luces se trasparentaban a través de las tiendas esparciendo una luz tenue y melancólica. El rumor, el ruido que naturalmente engendra la reunión de muchos hombres, seguía hasta el momento en que se tocaba la retreta; entonces se extinguía y todo quedaba en silencio, los soldados tendidos en sus tiendas, los jefes leyendo periódicos o libros hasta que conciliaban el sueño; los generales meditando tal vez sobre sus planes de campaña.

Esta debía ser, y era en efecto para todos, la hora misteriosa de los recuerdos. Entonces, en la oscuridad de la noche, cuando el hombre se recoge religiosamente en sí mismo, acude a la imaginación de los que viven tristes la dulce memoria de lo que han perdido. Nosotros pensábamos en España y en las más caras prendas de nuestro corazón.

Luego la imaginación fatigada se rendía al sueño hasta la siguiente aurora; hasta que la diana bulliciosa turbaba su descanso para empujarla de nuevo en el torbellino, en la confusión, en la desordenada poesía de la vida del campamento tan llena de emociones cuanto de penalidades.

Así transcurrían los días y las noches, sin otros incidentes que dignos de mención parezcan, como no sea la visita que hizo a nuestro campo el general Codrington, gobernador de Gibraltar, que tan buen nombre supo conquistarse en la guerra de Crimea. Llegó a nuestro Real el 30 de enero acompañado de diez o doce ingleses, entre los cuales había algunos oficiales de artillería y de ingenieros. El general en jefe con extremada cortesanía, dioles caballos y escolta que hiciesen su excursión y dispuso que sin ningún reparo se les enseñara y explicase todo. Examinaron minuciosamente nuestras posiciones, haciendo infinitas preguntas, algunas de las cuales hasta pecaban de indiscretas; recorrieron nuestro campamento y se detuvieron admirados ante el magnífico tren de sitio que por entonces estaba desembarcándose y que merecía ciertamente llamar la atención. Es fama que M. Codrington entre pesaroso y afable, viendo la riqueza de cañones y morteros de bronce que ante los ojos tenía, dijo a uno de los oficiales españoles que por orden del conde de Lucena le acompañaban:

-¿Por qué tanto lujo de cañones de bronce? ¿No podrían Vds. tener muchos más si fuesen de hierro?

Y es fama también que el oficial español, le contestó gravemente: -General, nosotros podemos tener ese lujo que V. deplora, porque los cañones de bronce abundan en España tanto como en otras naciones los de hierro.

-Pero es un despilfarro; porque cada una de estas piezas vale por dos de hierro.

-Pues porque valen por dos las tenemos nosotros, repuso políticamente el oficial.

El gobernador de Gibraltar contará como de sesenta a setenta y tres años; es grueso; colorado como una cereza, y tiene el pelo y las patillas blancas como un copo de algodón. Así él como sus compatriotas llevaban unos sombreros enormes que parecían de lejos chimeneas de vapor, y que los tetuanis debieron creer cañones de hierro apuntando a las nubes. Tal era la exageración de su tamaño.

Por aquellos días se presentó en nuestro campo un muchacho moro, muy listo, que había salido de Tetuán, según manifestó, con el objeto de traer una carta de un comerciante de aquella ciudad para el general en jefe; pero como la carta no pareció, el muchacho que por las trazas era un espía fue puesto a buen recaudo.

Por entonces también el bizarro y pundonoroso general Zabala, que, aún no curado de su enfermedad, y atendiendo más a las inspiraciones de su generosa impaciencia que a los consejos de sus médicos, se había vuelto a encargar del mando del segundo cuerpo de ejército, tuvo dos días después de su llegada, que abandonar la africana tierra para regresar a España completamente impedido e inutilizado.

Todo el ejército fue testigo del profundo dolor con que se separó de sus queridos compañeros de armas a quienes envidiaba, no la salud, sino la gloria que iban a conquistar hasta la terminación de la campaña.

Envidia honrosa; pero inmotivada. ¿Acaso el general Zabala no había ya conquistado gloria imperecedera en los reductos y en la batalla de los Castillejos, donde tanto y tan valerosamente supo contribuir al triunfo de nuestras armas?

El mes de enero terminó tan magníficamente como había empezado con la acción del 31, en la que sólo tomaron parte el tercer cuerpo de ejército y la división de reserva mandada por el general Ríos. Envalentonados los moros con los refuerzos que habían recibido el día anterior y con la presencia de los dos hermanos del emperador Muley-el-Abbas y Sidi-Ahmet, quisieron otra vez tentar fortuna, y atacaron el reducto de la Estrella, cuyos trabajos protegía entonces un batallón de reserva. Después del acostumbrado tiroteo de guerrillas, animose repentinamente la lucha con la aparición de nuevas fuerzas enemigas que amenazaban toda nuestra línea con desabordado ímpetu y rabia.

El día estaba sereno, y se veían brillar, iluminadas por el sol, las armas de los marroquíes de infantería y caballería, agrupadas como los haces de trigo en una era.

El general Ríos dispuso sus fuerzas en columnas paralelas y avanzó de frente por la izquierda con extraordinario arrojo, como quien está seguro de fuerza, atravesando inmensos pantanos casi invisibles hasta penetrar en ellos, y donde los soldados se hundían a cada paso que daban. Venciendo obstáculos que parecían insuperables, desalojaron de todas sus posiciones al enemigo, y bajo un fuego mortífero, horrible, incesante, adelantaron hasta las huertas mismas que se dilatan verdes y frondosas, como convidando a apacible descanso, en los alrededores de Tetuán. Unos mil jinetes árabes salieron a su encuentro, atropellada y vertiginosamente como un torbellino de polvo empujado por el viento: pero nuestros valerosos soldados no se amilanaron ni retrocedieron un paso; formáronse en cuadro tan reposadamente como pudieran hacerlo en un simulacro, y al grito de ¡viva la reina! entre nubes de humo, al compás de las músicas que ahogaban en el alma la emoción del peligro, no sólo resistieron el choque, sino que desalojaron a lo moros de todos los puntos que ocupaban; sitios cubiertos de cadáveres todavía calientes y en cuyos rostros la muerte no había aún borrado con su misteriosa calma las huellas del dolor y de la ira.

En estos mismos momentos daban los coraceros una vigorosa carga hacia la derecha sobre las tropas marroquíes que iban concentrándose en una larga cañada, cuyo fin apenas se divisaba oculto entre espesos matorrales. De nada, sin embargo, sirvió su arrojo; acosados, acorralados, cercados por todas partes, los coraceros lucharon valerosamente, hasta que impotentes para contener el número de enemigos que sobre ellos caía, se vieron obligados a retroceder a su punto de partida, no sin dejar para perpetua memoria la llanura cubierta de sangrientos despojos.

Por la derecha sostuvo la acción el general Ros de Olano, con verdadera resolución y energía; distinguiéndose brillantemente varios de los cuerpos que mandaba, entre otros, Albuera, Baza y Zamora.

El conde de Lucena estuvo durante toda la lucha, recorriendo con los jefes y oficiales de su Cuartel General la línea de un extremo a otro, y presentándose en los puntos de mayor peligro. Hubo momentos en que las balas menudeaban en torno nuestro como las gotas de agua en un día de lluvia.

En menos de dos segundos cayeron heridos un coronel de artillería, en la frente, un correo de gabinete, en un brazo; un guardia civil de la escolta, en un muslo, y el auditor del segundo cuerpo recibió una contusión. Algunas personas se acercaron al general en jefe para advertirle el riesgo que corría y manifestarle que no era conveniente se expusiera así a las balas enemigas; pero el general O'Donnell contestó con la mayor imperturbabilidad: -No las oigo. -Y siguió observando con su anteojo los movimientos del ejército mahometano.

Presentáronle entonces un prisionero, ligeramente herido en la cara, que venía por su pie. El general O'Donnell le preguntó de donde era, cuantas fuerzas marroquíes había y quien las mandaba. Contestole temblando el moro, y cuando se concluyó el interrogatorio se volvió hacia el intérprete con visibles muestras de ansiedad. No era necesario ser gran fisiólogo para comprender que aquel hombre temía por su existencia.

En efecto, el pobre prisionero quería saber el destino que le aguardaba; resistíase a creer en la conservación de su vida, e hizo jurar por Dios al intérprete que no le cortarían la cabeza ni le atormentarían. Después marchó al hospital de sangre tranquilo y resignado. ¡Sabia que no iba a morir!

La acción duró hasta cerca de oscurecer.