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Recuerdos de provincia/El historiador Funes

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Tiene esto por lo menos de interesante el examen de los individuos notables de las familias, que a medida que pasan generaciones, ve uno transformarse poco a poco los personajes, cambiar de forma el atavío de hechos de que se revisten y presentar casi completas las diversas fases de la historia. Si tomamos la familia de los Albarracines, por ejemplo, desde fray Miguel, fray Justo de Santa María y Domingo de Oro, nos dan por resultado estos hechos: el convento, la teología, el milenario, la inquisición, viajes a España, la declaración de la independencia, Bolívar, que la termina, la guerra civil, los caudillos, Rosas y el destierro. Tres generaciones han bastado para consumar estos hechos, tres individuos los han reflejado en sí por actos notables y significativos. Hay un momento como hay una persona que es a la vez el término medio entre la colonia y la República. Todos los hombres notables de aquella época son como el dios Término de los antiguos, con dos caras, una hacia el porvenir, otra hacia lo pasado.


Distinguida muestra de este hecho fue el deán Funes. El sacerdocio fue cual convenía a la situación de las colonias españolas, el teatro en que iba a desenvolverse su carrera. Educado por los jesuitas, conservóles siempre afición, no obstante las diversas transformaciones que más tarde tomaron sus ideas; a ellos debió la afición a las letras, que, aun entre el sacerdocio, ellos solos cultivaban con provecho. A los pocos años de ordenado el presbítero don Gregorio Funes, negocios de familia o sed de instrucción lo llevaron a España en los últimos años del reinado de Carlos III, en que las letras españolas fueron cultivadas con esmero. Doctoróse en España en derecho civil, y gracias a la alta posición de su familia y a su mérito conocido, obtuvo una canonjía de merced para regresar así condecorado a su patria. Era Córdoba, entonces, el centro de luces y de las bellas artes coloniales. Brillaban su Universidad y sus aulas; estaban poblados de centenares de monjes sus varios conventos; las pompas religiosas daban animado espectáculo a la ciudad, brillo al culto, autoridad al clero, y prestigio y poder a sus obispos. El canónigo Funes venía de la corte, había estudiado en Alcalá, gozado del trato de los sabios, y traía además tesoros de ciencia en una escogida cuanto rica biblioteca, cual no la había soñado la Universidad de Córdoba. El siglo XVIII entero se introducía así al corazón mismo de las colonias. Su prestigio de ciencia debió ser desde aquel momento inmenso; pruébalo más que todo la enemiga del canónigo magistral de Córdoba, después obispo del Paraguay, don Nicolás Videla del Pino, que veía en el canónigo de merced un rival temible para optar a las altas dignidades de la Iglesia. Desde entonces comienza una lucha sorda o estrepitosa entre ambos canónigos, que produce resultados políticos no sin atravesarse el primero varias veces al paso del segundo para desviarle o embarazarse su marcha.


Elevado a la mitra de Córdoba el señor don Angel Moscoso, hijo de una ilustre familia de Arequipa, por traslación del obispo San Alberto a la metropolitana de Charcas, el canónigo Funes, a despecho del magistral Videla, fue nombrado provisor, vicario general y gobernador del obispado. En aquel gobierno teocrático el provisorato era, como en nuestros tiempos, un ministerio de lo interior, que daba sanción a las reputaciones que se estaban formando, y medios de justificarlas por los hechos, llevándolas a los confines del obispado. Funes fue durante toda la vida de Moscoso el árbitro supremo en materias eclesiásticas, y después de su muerte, elegido deán de la catedral, ejerció por algunos años más el gobierno de la diócesis en sede vacante, sin temer rivalidad posible, desde que Videla había sido nombrado ya obispo del Paraguay. A la muerte de Carlos III pronunció Funes una oración fúnebre que debía acrecentar más su prestigio literario. Rico de erudición en las más célebres obras de los autores franceses que él solo poseía, y lleno de ideas de otro género que las limitadas que circulaban en las colonias, el orador sagrado había sabido elevarse a la altura de su asunto, apreciando en frases pomposas las medidas gubernativas que habían hecho notable el reinado del muerto rey. Hablaba del comercio libre en las colonias con el aplomo de un financista, describiendo la desolación de sus vasallos con palabras que por desgracia no eran suyas.


Otro sermón congratulatorio al advenimiento de Carlos IV, y algunos pleitos que sostuvo en defensa del señor Moscoso ante la real audiencia de Buenos Aires, y que pasaron en apelación al Supremo Consejo de Indias en España, eran más que sobrados motivos para darle una reputación colosal que desbordaba de los límites del virreinato.


Pero otra querella, muy en espíritu de aquellos tiempos, debía proporcionar al sabio deán materia de nuevos trabajos, campo vasto a su actividad, poner en sus manos un arma poderosa de que hacía tiempo trataba de apoderarse. Con motivo de la expulsión de los jesuitas, el Colegio y Universidad de Córdoba, donde él mismo había adquirido los primeros rudimentos del saber, habían sido encargados provisoriamente a la orden de los frailes franciscos, que eran los que en el cultivo de las ciencias seguían de cerca a los expulsos. Pertenecía a esta orden el célebre padre García, a quien en 1821 o 22, oí predicar un sermón de 25 de Mayo, en presencia de Bustos, gobernador de Córdoba, que dejó azorados a los oyentes, por las incriminaciones que el fraile patriota le dirigía desde el púlpito, recordando la revolución de Arequito al hacer reseña de la marcha de la revolución. Tengo presente la estructura del trozo oratorio a que aludo, el cual comenzaba así, "¡25 de Mayo de 1810! Día memorable", etc., "¡25 de Mayo de 1811!" Y seguía concretando los hechos históricos, hasta que llegando al año 20, cambió el encomio en ataque, mostrando avergonzado al sol de mayo de aquel año por los hechos que había presenciado. Las gentes se miraban unas a otras en la catedral: a Bustos veíalo yo jugar con una borla del almohadón de terciopelo que tenía por delante de su mesa apoyando el misal mientras que el fraile implacable, revestido de las insignias doctorales de ambos derechos, seguía fulminando al poderoso mandatario, sobre quien tenía fija sus miradas.


El clero secular de Córdoba había en tiempo atrás reclamado para sí la dirección de los estudios, ocurrido a los virreyes, apelado a la corte de España, que al cabo de veinte o treinta años de lucha entre ambos cleros, expidió una real cédula ordenando que pasase la gestión de la enseñanza a los clérigos seculares. Pero una real cédula era poca fuerza para desasir a los poderosos e influyentes frailes de la dirección que por tantos años habían ejercido, y cuyo despojo amenazaba eclipsar el brillo de la orden seráfica. Córdoba estaba dividida en partidos, los monasterios seguían a los frailes, la juventud estudiante arrastraba en pos de sus maestros a las familias, y gobernadores y aun virreyes, ganados por las intrigas y las influencias franciscanas, mostrábanse tardos y remisos para hacer efectivos los reales decretos. "El espíritu monástico —dice un manuscrito que consulto—, el aristotelismo y las distinciones virtuales y formales de Santo Tomás y de Scott, habían invadido los tribunales, las tertulias de señoras y hasta los talleres de los artesanos. Con pocas excepciones, los clérigos eran frailes, los jóvenes coristas y la sociedad toda un convento". Todavía conozco algunos cordobeses que no han degenerado de sus abuelos. Tal era el espíritu que presidía a los estudios universitarios de Córdoba, que los directores franciscanos tomaban entre ojos, envilecían y aun castigaban el malhadado joven que prefería el estudio del derecho civil al de la teología de aquel tiempo, que pretendía explicar por la esencia y la forma, las cuestiones naturales que hoy resuelve la química por las afinidades y las cristalizaciones.


El deán Funes tomó parte activa en la querella; marchó dos veces a Buenos Aires a reclamar denodadamente el cumplimiento de las reales cédulas; pero las nuevas provisiones obtenidas venían a estrellarse ante las dilatorias opuestas por el doctor don Victorino Rodríguez, gobernador de Córdoba, entregado a la influencia de los franciscanos, y enemigo de Funes por celos literarios y rencores de familia.


El año 1806, empero habiendo, después de la reconquista de Buenos Aires, ocupado la silla del virreinato, Liniers, amigo de Funes y francés ilustrado, se expidieron nuevas órdenes en confirmación de las anteriores, que, aunque fueron eludidas al principio, motivaron la reiteración de ellas en 1807, con encargo al doctor don Ambrosio Funes, hermano del deán, de intimar al gobernador, si a los tres días no estaban ejecutadas, el cese de sus funciones en virtud de la orden escrita que para ello se le acompañaba. Transpirólo el gobernador; y en el acto puso en posesión al clero secular, en la persona del deán Funes, del rectorado del colegio de Montserrat y del cancelariato de la Universidad de Córdoba, en diciembre de 1807. Así la Edad Media había librado la más cruda batalla para no dejarse desposeer de la dirección de los espíritus; cuarenta años de lucha; la orden real desobedecida, eludidos cinco mandatos de ejecución consecutivos, no cediendo sino cuando un hijo de la Francia estuvo a la cabeza del virreinato. ¡No ha sido tan penitente la ciudad sapiente en los últimos tiempos, cuando a sus antiguos doctores se sucedieron en el mando los hijos venidos de las campañas pastoras! Las ideas regeneradoras, pues, habían tomado aquella ciudadela de las colonias. El doctor Funes, al aceptar cargos que tanto había codiciado, dio muestras de pureza de intención, renunciando a las rentas que les estaban afectas, destinándolas a la dotación de una cátedra de matemáticas, que se abrió con aprobación de Liniers, no obstante órdenes precedentes de la corte de España que lo prohibía formalmente.


Este primer paso dado dejaba ya traslucir la marcha nueva que la conspiración del espíritu americano iba a imprimir a los estudios universitarios bajo la influencia de Funes. El deán formuló entonces un reglamento de estudios que, pasado a la corte de España para la superior aprobación, fue mandado seguir en las demás Universidades de América. "No teniendo entonces —dice en su Ensayo Histórico — que respetar la barbarie de los tiempos góticos, a que con cuatro años de teología escolástica lo sujetaban los preceptos del ministerio eclesiástico, se propuso dar una mejor disciplina al hombre intelectual. A más de haberse introducido el estudio de las matemáticas, y mejorando el de las facultades mayores, se procuró también promover la cultura de las bellas letras, y el renacimiento del buen gusto. Es innegable que bajo este método ha debido ganar mucho la educación y que promete buenos frutos el árbol del saber"[17.].


La educación dejó de ser teocrática en sus tendencias, y degradante en su disciplina. En lugar de la filosofía aristotélica de Goudin y la teología de Gonet y Polanco , entraron a servir de texto más modernos autores, sustituyéndose a la teología escolástica la dogmática de Gott , Bergier y otros, la moral por Antoine , la física por Brison , Sigaud de la Fond , Almeida y los más modernos autores conocidos en aquella época. Estableciéronse cátedras de matemáticas, física experimental y derecho canónico, subdividiéndose en dos la que hasta entonces comprendía el derecho romano y civil español. Estableció Funes, a sus expensas, en el interior del colegio, clases de geografía, música y francés, y como si quisiera dejar traslucir la importancia que daba a estos ramos, reputados indignos del sabio entonces, el deán de la catedral y gobernador del obispado, el valido del virrey, el canciller de la Universidad, en persona, las asistía y profesaba.


La fama de la saludable revolución se esparció por toda la América. El virrey Liniers envió sus tres hijos a recibir lecciones del profundo sabio: dos jóvenes de Filipinas les siguieron bien pronto; el general Córdoba mandó el suyo que tanto ha figurado después en España; un joven romano Arduz, que ha servido más tarde en la magistratura de Bolivia, y centenares de americanos del Perú y del Paraguay, de Montevideo y de Chile les siguieron. Lo que para la libertad de la República Argentina, para las letras y el foro produjo la revolución obrada en las ideas, lo apreciará el lector argentino pasando en revista los siguientes nombres de otros tantos discípulos formados bajo la inspiración del deán Funes. Don Juan Cruz Varela, el más severo de los poetas argentinos en su tiempo, a quien cupo la suerte de permanecer original sin apartarse de los grandes modelos, es el Quintana del Río de la Plata; así como éste rejuveneció la lira española, llamando a la independencia y cantando la invención de la imprenta, así Varela introdujo nuevos asuntos dignos de la musa moderna, entonando odas sublimes a los actos de beneficencia pública, a las empresas de reforma social, y particularmente flagelando al fanatismo enemigo que persiguió encarnizadamente durante su vida entera. Fue diputado al congreso que debió reunirse en Córdoba el año 1816; secretario del congreso de Buenos Aires hasta su disolución; oficial primero en una de las secretarías de Estado. Redactó muchos periódicos durante las administraciones de Rodríguez, Las Heras y Rivadavia: El centinela , El Tiempo , El Granizo y El Patriota , desde los calabozos de la cárcel general de policía, después de haber salvado la vida, merced a la entereza de su espíritu en tiempo del gobernador Dorrego, cuya marcha retrógrada atacaba con burlas que todos conservan en la memoria como muestras de chiste y de agudeza ática. Murió desterrado en Montevideo, ocupado en una traducción en verso de La Eneida , cuyos dos primeros cantos dejó concluidos y limados, con el esmero que le era característico.


El doctor Alsina es otro digno discípulo del deán Funes; uno de los más brillantes abogados del foro de Buenos Aires, como lo ha demostrado en la defensa del coronel Rojas, en la de los Yáñez, acusados de un asesinato, y en la defensa del derecho que asiste al gobierno argentino sobre las Islas Malvinas ocupadas por los ingleses. Catedrático de derecho en la Universidad hasta 1840, en que preso y en vísperas de ser entregado a la mazorca, su mujer, hija del doctor Maza, Presidente de la junta de Representantes y de la Suprema Corte de Justicia y degollado por Rosas en la sala misma de las sesiones, lo sacó del pontón en que estaba preso y huyó con él a Montevideo. Ha defendido causas célebres en ambos foros del Plata. Acaba de traducir y anotar a Chitty , y desde su juventud, en su patria y en el destierro, ha consagrado su vida a la defensa de la libertad de su país, de lo que da noble prueba al apartar el cadáver aún caliente de su amigo Varela para sentarse en el puesto peligroso que le costaba la vida. Al día siguiente del asesinato del honrado escritor, leíase en el tema de El Comercio del Plata : "Su fundador y redactor don Florencio Varela fue asesinado traidoramente el 20 de marzo de 1848. Lo dirige hoy don Valentín Alsina, su redactor principal". ¡Salud, Alsina! ¡La República que tales hijos tiene no está aún perdida!


El doctor Gallardo, redactor de El Tiempo y otros diarios de la época de Rivadavia, ejerce hoy con brillo su profesión de abogado en el puerto de Valparaíso, que honra sus talentos con una numerosa clientela.

Los doctores Ocampo, residentes en Santiago de Chile, en Copiapó y en Concepción. El nombre solo de Ocampo es ya en Chile un testimonio de la importancia y profundidad de los estudios. Salvador M. del Carril, gobernador de San Juan, residente hoy en Río Grande.

Javier y Joaquín Godoy, muerto el primero en la emigración, residente el segundo en Copiapó.

Los Bedoyas, dos de ellos en Copiapó, uno de los cuales en Santiago arrancó del pecho a uno y pisoteó el trapo colorado que ostentaba aún en Chile el brutal ¡Mueran los salvajes unitarios!

El doctor Zorrilla, emigrado en Bolivia, dieciocho años muerto seis meses ha, en camino, habiéndosele desterrado de Chuquisaca.

Subiría, ciudadano distinguido de Salta, que ha permanecido emigrado dieciocho años.

Olañeta, de Chuquisaca.

Ellauri, de Montevideo, enviado del Uruguay en Francia.

Lafinur, célebre poeta, músico aventajado, el primero tal vez que introdujo en estas partes de América las doctrinas modernas en puntos de filosofía, cuya ciencia profesó en Buenos Aires.

Los Agüeros, de Buenos Aires, y otros de menor significancia política: Saravia, Ojera, Colinas Villafañe, los Fragueiro, Allende, Cabrera, Urtubec, Aguirre, el doctor Vélez, de Córdoba, Uriburu, Alvarado, Indebeirus y Pinedo.


De estos argentinos, los más ilustres, todos los que han desempeñado cargos públicos, están en el destierro o han muerto en las matanzas y en las persecuciones que les ha suscitado don Juan Manuel Rosas, que no había estudiado bajo la dirección del deán Funes, sino que aprendió a leer con el doctor Maza, degollado en la sala de Representantes de Buenos Aires.


Olvido aún dos discípulos de aquel maestro, que, como uno de los de Jesús, se apartaron de la escuela, y se pusieron de acuerdo con los fariseos. Echagüe, doctor en teología, hecho general por López, de Santa Fe, que se sentaba en los talones a conversar, y hoy gobernador de la aldea donde antes hubo una ciudad. De su instrucción teológica puede dar muestra este trozo de estilo de una nota oficial suya: "El infrascrito ha leído el contenido de la sediciosa anárquica , irritante carta del contumaz , salvaje unitario , logista Sarmiento..."


El otro es un señor Otero, de Salta, que está nombrado enviado extraordinario a Chile, y a quien Rosas improbó en nota oficial "usar de la i latina en los casos que su gobierno usaba de la y griega", ¡ordenándole abstenerse en adelante de incurrir en desliz tan imperdonable!


Pero cerremos esta dolorosa página de las pérdidas que la República ha hecho de aquella cosecha de claros varones que produjo Córdoba bajo la inspiración del sabio deán. El martirio, el destierro, o el envilecimiento, han dado ya cuenta de ellos.


No por haber desposesionado a los franciscanos de la Universidad y colegio de Montserrat, la lucha de las viejas ideas fue menos tenaz. La Edad Media se parapetaba en los numerosos claustros, y desde allí, lanzando sus guerrilleros calzados o descalzos, de blanco o de negro uniforme, traía turbadas las familias y las conciencias, espantadas como estaban de que en un colegio se enseñase francés. En España mismo, sólo a mediados del siglo XVIII, si no fines, vióse por la primera vez en un libro una cita en aquel idioma. Acusábase al venerable deán, con sobradísima razón, de estar abriendo el campo a Voltaire , D'Alembert , Diderot y Rousseau , y a los jacobinos franceses. Acusábasele con mayor razón de la preferencia que daba al estudio del derecho sobre el de la teología escolástica, dejando así desguarnecida de toda defensa el alma de sus discípulos contra la temida y posible impiedad. Ni las matemáticas merecían indulgencia, atendida su afinidad con la nigromancia y la magia, que existían aún en algunos doctos cerebros. Era la música distracción mundana, camino de flores que conducía bailando y cantando a la perdición eterna, sin dejar de ser por eso habilidad asaz plebeya, puesto que sólo los esclavos de los conventos se ejercitaban en violines, arpas y guitarras. últimamente, el deán Funes, cuan blando y suave de carácter, pues su indulgencia paternal llegó a relajar la disciplina del colegio, había dejado establecer una clase de esgrima que provocaba a las pendencias y desafíos. Pero ¿dónde iba este santo varón con todas aquellas innovaciones, que traían alborotada la gente tonsurada y la larga cola de beatas que anda siempre en torno de conventos y monasterios? El deán se guardaba para sí su secreto, y seguía adelante su obra. El doctor don Leopoldo Allende, rector del colegio de Loreto, que gozaba de una grande influencia en la ciudad, se opuso formalmente a que sus alumnos asistiesen a las nuevas clases de derecho, matemáticas, francés, geografía, etc. El cancelario de la Universidad llamó al altivo y fanático rector para reconvenirlo, encontrando, sin sorpresa de su parte, que hacía público alarde de la oposición a la reforma, bien apoyados sus razonamientos en textos sagrados que probaban que el sacerdote no debía saber geografía ni francés para mejor combatir la herejía. Funes salió esta vez de la habitual mansedumbre y lo mandó preso a su colegio de Loreto, orden que afectó tanto al orgulloso rector que cayó desmayado y fue preciso conducirlo en brazos. Pocos días después, el doctor Allende, en casa del obispo Orellana, al pie de una boleta de examen de órdenes que rendía el doctor Caballero, de Córdoba, escribió Doctor Leopoldo Al'... , y cayó muerto. Como era de temerlo, este triste incidente, abultado, desfigurado, fue a engrosar la lista de los cargos contra el innovador, que había quebrantado la fatuidad del ignorante doctor. La vacante que aquella muerte dejó en el rectorado de Loreto fue llenada, no obstante, por persona idónea, y la reforma se introdujo entonces sin dificultad. Por este tiempo, estamos en el año nueve, empezaban a sentirse ligeros movimientos en el mundo político de la España. Ventilábanse con ardor en Chuquisaca, entre la audiencia y su presidente Pizarro, los derechos de la Carlota , al trono de España y América durante la cautividad de Fernando; y Monteagudo, Otero, Bustamante, Postillo y otros porteños o argentinos no pudieron estorbar los movimientos revolucionarios que retardaban planes que se estaban urdiendo en Buenos Aires y tenían ramificaciones en La Paz, Chuquisaca, Lima, y otros puntos de América. Muchos hilos de la trama, si no todos, pasaban por Córdoba bajo la mano suave y entendida del doctor y deán. Su fama de sabiduría, su influencia en el clero, sus relaciones con todos los hombres distinguidos de ambos virreinatos, la reunión misma de tantos alumnos de tan varios países, hacían del célebre deán el centro natural de todos los movimiento preparatorios de la revolución de la independencia.


El primer aviso que se tuvo en Córdoba de la revolución del 25 de Mayo de 1810, llególe al deán, circunstancia que lo comprometía sobremanera ante la autoridades reales. Hallábase a la sazón en Córdoba su amigo el ex virrey Liniers y habiéndose reunido una junta para deliberar sobre el cambio obrado en Buenos Aires, a consecuencia de las circulares que el nuevo gobierno enviaba a las provincias, presidida por Liniers y compuesta en su mayor parte de peninsulares, el gobernador Concha, el obispo Orellana, españoles, el deán Funes invitado como era debido a dar su voto en tan solemne deliberación, en presencia de su obispo, como ante el cónclave de cardenales Sixto V, arrojó las muletas del disimulo y se declaró americano, argentino, patriota y revolucionario. A su amigo Liniers pudo decirle entonces como Franklin a lord Strahane: "Vos sois miembro del parlamento y de esa mayoría que ha condenado mi país a la destrucción... Vos y yo fuimos largo tiempo amigos. ¡Vos sois ahora mi enemigo!"


Ni un solo voto reunió el deán en favor de su idea de que se reconociese simplemente la Junta Gubernativa de Buenos Aires. Liniers, el obispo, el general Concha, el coronel Allende, don Victorio Rodríguez, asesor de gobierno y hombre de grande y merecida influencia, apoyados en todos los europeos de Córdoba, y en la momentánea turbación de los ánimos no preparados para golpe tan osado, declararon su oposición al gobierno de Buenos Aires y la guerra al ejército que había salido en protección de las provincias. Pero el mal estaba ya hecho, y lanzado el dardo que dejaba herido de muerte el sistema español. Como en todas las grandes revoluciones, no eran ni decretos, ni soldados los instrumentos que debían preparar los acontecimientos: eran sanciones morales, eran prestigios, principios; la revolución se dirigía al espíritu y no al cuerpo, y el voto único del deán Funes, del sabio americano, era el voto de los pueblos. El deán mandó ejemplares de su voto a todas las provincias, y aun a Lima, sede del más poderoso de los virreinatos, y cuando el virrey Abascal decía en sus proclamas y gacetas que la revolución de Buenos Aires era hecha por unos cuantos hombres perdidos, por algunos salvajes criollos, la conciencia pública de un extremo a otro de la América repetía el nombre del doctor don Gregorio Funes, cancelario de la Universidad de Córdoba, que había educado en las nuevas ideas una generación de atletas. El virrey Abascal, como es frecuente en estos casos, mandó confiscar en el Perú los bienes pertenecientes a los salvajes revolucionarios argentinos, ascendiendo la cosecha a cerca de cuatro millones de pesos, en los valores que tenían argentinos residentes en Lima y transeúntes que a la sazón se encontraban con cuantiosos arreos de mulas. Tocóle al deán perder sesenta mil pesos de su fortuna, que manejaba su sobrino don Sixto, y responder por créditos que habían quedado abiertos en Córdoba y Buenos Aires, participando igualmente del contraste don Ambrosio su hermano, don Domingo, y otros deudos que poseían grandes intereses en Lima. Un señor Candiote, de Santa Fe, perdió él solo seiscientos mil pesos. Por lo que hace al deán, este golpe de habilidad despótica, sin apartarlo de su propósito, que no se inquieta mucho el cerebro que piensa por la calidad de los alimentos que han de entrar en el estómago, ejerció, sin embargo, una triste influencia sobre los últimos días de su vida.


El gobierno español de Córdoba puso en actividad sus medios de acción sobre los otros pueblos para inducirles a desconocer la Junta Gubernativa de Buenos Aires. Dependían entonces de Salta las ciudades de Santiago del Estero, Tucumán y Catamarca. Era obispo de aquella diócesis aquel magistral Videla que había pasado del Paraguay a Salta, por apartar de la cabeza de Funes esta mitra; y decidióse, por rivalidad con el deán, en favor de la pasiva obediencia a los reyes; y el rencoroso obispo, apoyado por el gobernador Isasmendi, hubiera arrastrado a aquellas provincias a declararse por la resistencia, si Moldes, Gurruchaga, Castellano, Cornejo y Saravia, amigos y admiradores de Funes, no hubieran hecho viva oposición al desacordado intento, en despecho de la intendencia de Potosí, que se había dejado arrastrar por las sugestiones de Córdoba.


El ejército de Buenos, Aires penetró por fin en Córdoba, y la influencia moral del deán Funes y sus principios empezaron a prevalecer en la ciudad, pudiendo desde entonces extenderse, sin dificultad y sin trabas, sus doctrinas a todas las clases de la sociedad, y diseminarse por las otras provincias, Por esta época su sobrino don Juan Luis Funes, miembro de la rama de su familia establecida en San Juan, siendo oficial de milicias, depuso, meditando un discurso hecho al frente de la tropa cívica, a todos los españoles que aún estaban en el servicio público, con lo cual quedaba consumada en San Juan la revolución iniciada en Buenos Aires y triunfante ya en Córdoba.


Pero aún había campo más digno para que se ejerciese su pacífica influencia. La revolución iniciaba su triunfo, abandonándose a movimientos terribles de cólera, señalando ya ilustres víctimas expiatorias dignas de su culto, y en Córdoba iba a levantarse el altar en que debían ser inmoladas. Es el deán mismo quien nos ha conservado los detalles del suceso:


"La Junta —dice— había decretado cimentar la revolución con la sangre de estos hombres aturdidos, e infundir con el terror un silencio profundo en los enemigos de la causa. En la vigilia de esta catástrofe puede penetrar el misterio. Mi sorpresa fue igual a mi aflicción cuando me figuraba palpitante tan respetables víctimas. Por el crédito de una causa que, siendo tan justa, iba a tomar desde este punto el carácter de atroz, y aun sacrílega en el concepto de unos pueblos acostumbrados a postrarse ante sus obispos; por el peligro de que amortiguase el patriotismo de tantas familias beneméritas; en fin, por lo que me inspiraban las leyes de la humanidad, yo me creí en la obligación de hacer valer estas razones ante don Francisco Antonio Ocampo y don Hipólito Vieytes, jefes de la expedición, suplicándoles suspendiesen la ejecución de una sentencia tan odiosa. La impresión de estos motivos y otros que pudo añadir mi hermano don Ambrosio Funes, produjo el efecto deseado pocas horas antes del suplicio"[18.].


Los presos fueron trasladados a Buenos Aires; pero en el camino encontraron en lugar aciago al terrible representante del pueblo, que hizo ejecutar la implacable sentencia de la Junta Gubernativa contra los que habían osado encender la primera chispa de la guerra civil, como si desde entonces hubiesen previsto que ahí estaba el cáncer que más tarde debía devorar las entrañas de la República. La Junta Gubernativa, para dar sanción a sus actos, había convocado un congreso de diputados de las provincias, y el deán Funes acudió a Buenos Aires por la ciudad de Córdoba a prestar el concurso de sus luces y de su influencia al nuevo gobierno. ¿Cuáles debían ser las funciones de este congreso? ¿Continuaría la Junta Gubernativa, como hasta entonces, ejerciendo el poder bajo la sanción, pero separadamente del congreso incompleto que acababa de reunirse? He aquí un atolladero, de donde no pudieron salir sin desmoralización y sin dejar hondas brechas abiertas en la armonía de las provincias y de la capital.


Traída a discusión la materia, el diputado por Mendoza dijo: "que se incorporasen los diputados a la Junta para ejercer las mismas funciones que los vocales que hasta entonces la habían formado". El secretario de la Junta, doctor don Juan José Paso, dijo: "que los diputados de las provincias no debían incorporarse a la Junta, ni tomar parte activa en el gobierno provisorio que ésta ejercía". El presidente de la Junta, don Cornelio Saavedra, dijo: "que la incorporación de los diputados a la Junta no era ningún derecho; pero no accedía a ella por conveniencia pública".


El secretario de la Junta, don Mariano Moreno, dijo: "que consideraba la incorporación de los diputados en la Junta contraria al derecho y al bien general del Estado, en las miras sucesivas de la gran causa, de su constitución, etc."[19.].


Sobre estos diversos pareceres, y la petición formal que habían hecho los nueve diputados de las provincias reclamando "el derecho que les competía para incorporarse en la Junta provisional y tomar una parte activa en el mando de las provincias hasta la celebración del congreso que estaba convocado", se decidió la incorporación, formándose un gobierno ejecutivo de veintidós miembros, preñado de tempestades, de celos de provincias, y más que todo, lleno de una inexperiencia candorosa en todo lo que concernía a las prácticas de los gobiernos libres: "El más influyente de todos los diputados —dice un autor contemporáneo— y que más concurría a esta falta, Funes, se explica así en su Ensayo sobre la revolución : dando a los diputados una parte activa en el gobierno, fue desterrado de su seno el secreto de los negocios, la celeridad de la acción y el vigor de su temperamento"[20.].


Pero era aún mayor el cúmulo de males que esta medida y los desaciertos que la provocaron y siguieron, iban a traer para el porvenir de la República. La cuestión, apenas despertada en aquella junta indefinible, se diseñó bien claro y se deslindó en la opinión, que se dividió en bandos de provincialistas y ejecutivistas , germen ya de la cuestión de federales y unitarios que habían de engendrar el monstruo híbrido que se ha llamado Héroe del Desierto , porque ha sabido despoblar, en efecto, a su patria. ¿Qué es ese gobierno: federal o unitario? ¡Que responda él, el torpe!


Como debía esperarse, la convención ejecutiva se desmoralizó bien pronto, viéndose forzada a disolverse por su impotencia, delegando en una comisión los no deslindados poderes, hasta la reunión de una asamblea nacional. El descontento público se cebó bien luego contra la comisión, y una tentativa de subversión, atribuida a influencias de Funes, trajo a éste su encarcelamiento. Entonces reapareció en Córdoba la antigua ojeriza con Buenos Aires, a quien disputaba la supremacía la docta ciudad central. El clero de Córdoba, la Universidad y el colegio de Montserrat, en despecho de los ejecutivistas que estaban en el gobierno, enviaron sus respectivas diputaciones a Buenos Aires a pedir la libertad del que llamaban su padre común. El gobierno de Buenos Aires desoyó aquellas peticiones, y la ciudad de Córdoba se echó en la contrarrevolución, apegándose y favoreciendo a cuanto caudillo quería ahogar la libertad en el crimen, desde Artigas, el bandido montevideano, hasta Bustos, el desertor de Arequito. La lucha de ideas entre las dos ciudades pasó, generándose, de la ciudad a la campaña, y el último representante del orgullo doctoral de Córdoba es hoy un pastor de ganado, gobernador federal.


El deán Funes, olvidado bien pronto por Córdoba y Buenos Aires, por ejecutivistas y provincialistas, a cuyos desmanes no quería prestar su sanción, se consagró al estudio de la historia de su patria, y en 1816 la imprenta de Gandarillas y socios, emigrados chilenos, dio a luz el Ensayo histórico de la historia civil del Paraguay, Buenos Aires y Tucumán, escrito por el doctor don Gregorio Funes, deán de la Santa Catedral de Córdoba , en tres volúmenes en cuarto, terminando su impresión en 1817, por Benavente, hoy presidente del senado de Chile, que así anduvieron siempre chilenos y argentinos en sus respectivas emigraciones.


Esta obra, que venía confeccionando de treinta años atrás, pues ya tocaba a los setenta de edad cuando la publicó, revela que ha sido escrita en los tiempos coloniales, y preparada para recibir el sello de la censura oficial sin mancharla. Hay, sin embargo, en su introducción, conceptos dignos de memoria. "Había de llegar por fin -dice el ilustre patriota-, el día en que no fuese un crimen el sentimiento tierno y sublime del amor a la patria. Bajo el antiguo régimen, el pensamiento era un esclavo, y el alma misma del ciudadano no le pertenecía. Siempre en acción la tiranía, los vicios de los que nos han gobernado nos servirán de documentos para discernir el bien del mal, y elegir lo mejor." "Los reyes de España, bajo cuyo cetro de acero hemos vivido, temían la verdad ; el que se hubiese atrevido a proferirla, habría sido tenido por mal ciudadano, por un traidor . Ya pasó esa época tenebrosa..."[21.]


¡Ah! ¡Aún no ha pasado para vuestros descendientes, ilustre Funes! La negra nube, que pesó sobre las colonias tres siglos, rompióse un día para dejar escapar de su seno el 25 de Mayo, Chacabuco, Maipú, la libertad de cultos, y los varios congresos argentinos, y se cerró otra vez, torva, hedionda, sangrienta. Desde entonces, como antes, se temió la verdad, y el que se atreve a proferirla es llamado mal ciudadano, traidor. Oíd a vuestro discípulo renegado, el doctor Echagüe, a cuyo asentimiento ha apelado el tirano para fingir que hay una opinión pública que me condena, realizando lo que vuestra ciencia de la historia os había revelado cuando decíais "que no se nos hable de ratificación de los pueblos la fuerza en el que manda y la hipocresía en el que obedece , caminan por lo común a pasos paralelos".[22.] ¡Precursor ilustre de la revolución!, seguiré yo y seguirán otros tus consejos. "Sólo para los pueblos pusilánimes —decíais— sirven de desaliento los peligros; los varoniles cuentan el número de sus esfuerzos por el de sus desgracias; la fortuna entra en el cálculo de las cosas dudosas; no confían sino en su virtud".[23.]


En 1819 vuelve a aparecer en la vida pública el deán Funes, presidente del Congreso Constituyente. En el manifiesto en que daba cuenta de los trabajos del Congreso que había sancionado la Constitución de las Provincias Unidas de Sud América , mandada publicar en 20 de abril de 1819, decía entre otras cosas: "La escasa población del Estado pedía de justicia que nos acercásemos al origen de un mal que nos daba por resultado nuestra común debilidad. Este no era otro que el despotismo del antiguo régimen, cuyos estragos son siempre la incultura , la esterilidad , y el desierto en los campos. Autorizando el Congreso al Supremo Director del Estado, para adjudicar tierras baldías, dio la señal de que se regía por un espíritu reparador"... "La ignorancia es la causa de esa inmoralidad que apoca todas las virtudes, y produce todos los crímenes que afligen las sociedades. El Congreso escuchó con el mayor interés, y aprobó la solicitud de varias ciudades, en orden a recargar sus propios haberes para establecer escuelas de primeras letras y otras benéficas instituciones. No hay cosa más consoladora que ver propagado el cultivo de la educación pública. Los trabajos consagrados por el Supremo Director del Estado al progreso de las letras en los estudios de esta capital, y los que se emplearon en las demás provincias, servirán con el tiempo para formar hombres y ciudadanos. Sensible el Congreso a sus laudables conatos, aplicó la parte del erario en las herencias transversales a la dotación de los profesores"[24.].


Este era el último acto de la vida pública del deán Funes. En pos del Congreso Constituyente, venía aquella descomposición de la vieja sociedad, aquella lucha de todos los elementos de organización, aquel frenesí que llevaba a la discusión a bayonetazos en las calles de Buenos Aires, la resolución de las más frívolas personalidades, y que terminó en 1820 con el triunfo de Martín Rodríguez, y el principio de una nueva era de nuestra historia. Había dicho al principio que los hombres de la época de Funes tenían dos caras, dos existencias: una colonial, otra republicana. Desde Martín Rodríguez, adelante, esta generación intermediaria se obscurece y anonada en presencia de hombres nuevos que parece no han conocido las colonias, porvenir puro, si es posible decirlo, pues no tienen en cuenta nada de lo pasado. El deán Funes comprende menos lo que se pasa desde entonces a su vista, como no es ya comprendido él, ni estimado por la nueva generación de literatos, de escritores, filósofos, poetas y políticos que se eleva. Su papel tan grande, tan expectante en 1810, se apoca, se anonada en presencia de la olvidadiza ingratitud de la generación próxima. ¿Ni qué podía quedar ya para el anciano cancelario de la Universidad de Córdoba, y diputado a aquellos primeros congresos, ensayos casi infantiles de la impericia gubernativa? Su estado lo alejaba de los negocios seculares, su edad apartaba de su mente la idea de esperar del tiempo la realización de todo designio, y hay hombres a quienes nada puede salvar de la muerte porque se ha modificado la atmósfera en que se habían desenvuelto.


Todavía las circunstancias accidentales precipitaban en los ánimos su decaimiento. La reacción de Córdoba, que a nombre suyo y por laudables motivos había sido preparada por él en 1812, se había ensañado contra él mismo, en sus extravíos posteriores. El virrey Abascal le había quitado toda su fortuna, la catedral de Córdoba renegado a su deán, y él, que durante tantos años había sido la gloria de sus letras, la joya de su coro y el árbitro del destino de tantos hombres desde 1809 adelante, tuvo, para vivir, necesidad de vender uno a uno los libros de su biblioteca, deshacerse de su enciclopedia francesa, tan estimada y rara entonces, desbaratar su colección de raros manuscritos, cambiando por pan para el cuerpo lo que había servido para alimentar su alma. Aquella moralidad que le había permitido encabezar la más difícil de las reformas, que es aquella que, cambiando el objeto y la idea de la ciencia, deja ignorante y sin valimiento a una generación entera, flaqueaba esta vez en los conflictos de una vida miserable, sin rehabilitación posible, sin objeto ya, y trasplantada a otro terreno. Háblase de pasiones amorosas encendidas en aquel corazón que había ya resistido a sus seducciones durante sesenta y cinco años; y cuando la pobreza suma había entrado a su hogar, una mujer vino a apartar de aquel espíritu fuerte la desesperación que sucede al desencanto. ¡Debilidad humana, si estos hechos merecen consignarse en el recuerdo de los contemporáneos, debemos agradeceros que hubieseis atacado el cadáver del ilustre reformador, después que estuvieron consumados los frutos de su alta y noble misión!


Otra circunstancia aún venía a amenguar en la opinión pública su antiguo valimiento. La cosmopolita república que había palpitado con todas las emociones de la América, y hallado por tanto tiempo su sangre y sus tesoros tan bien empleados en Chile como en Montevideo, en Lima como en su propio seno, empezaba entonces a concentrarse en sí misma para darse una nacionalidad argentina. A su paso había encontrado un hombre grande en la gloria, en servicios a la independencia, que en influencia sobre la América pretendía obscurecerla y anonadarla; aquel hombre grande y aquella república, habían empezado a odiarse, y a perseguirse. El anciano deán no comprendía nada de estas exclusiones y de aquellas antipatías, y como si aún estuviera en el siglo de oro de la revolución, cuando se aunaban en un propósito los colonos, ya residiesen en Charcas, Buenos Aires o Santiago de Chile, aceptaba candorosamente el cargo de agente caracterizado de Bolívar en la República Argentina, y en recompensa la renta de un decanato en Charcas, substraída por aquél a la circunspección de las Provincias Unidas del Río de la Plata; hartos motivos todos sobrados para justificar la decadencia de su influjo en los dominios de la política.


Su reputación literaria no debía escapar tampoco a la lima del tiempo y del progreso. Tenemos una preocupación en América, que hace a hombres bien intencionados dar suma importancia al estudio de nuestra historia de colonos. Pero aquella historia ha sido repudiada por la revolución americana, que es la negación y la protesta contra la legitimitidad de los hechos y la rectitud de las ideas del pueblo de que procedemos. Norte América se separaba de la Inglaterra sin renegar la historia de sus libertades, de sus jurados, sus parlamentos y sus letras. Nosotros, al día siguiente de la revolución, debíamos volver los ojos a todas partes buscando con qué llenar el vacío que debían dejar la inquisición destruida, el poder absoluto vencido, la exclusión religiosa ensanchada.


Una historia de las colonias para incorporarse en nuestra vida actual, necesita, pues, un grande y severo estudio de nuestro modo de ser, y el Ensayo de la historia civil del Paraguay estaba muy lejos de llenar aquellas condiciones. Nutrido su autor con la lectura de cerca de cuarenta cronistas que sobre aquellas regiones han hablado, flaqueaba su trabajo por la parte crítica, dejándose llevar del pésimo gusto de los antiguos historiadores de las cosas americanas, de intercalar prodigios, milagros y patrañas de su invención o recogidas entre las vulgares tradiciones, en la narración de hechos que, por ser mezquinos y materiales, alejan toda simpatía y cansan la curiosidad del lector. Añádase a esto que el autor usa de los tesoros de su erudición, tanto en las americanas crónicas, como en los libros clásicos de la Europa, que casi él solo poseía, con un total olvido de que escribía en el albor de una época que iba a poner al alcance de todos los elementos mismos de su saber. Así, el lector empezó a percibirse en muchos de sus trabajos de que ocurrían frases, períodos, que ya habían sonado gratos a sus oídos, y páginas que los ojos se acordaban de haber visto. Sobre el deán Funes ha pesado el cargo de plagiario, que para nosotros se convierte, más bien que en reproche, en muestra clara de mérito. Todavía tenemos en nuestra literatura americana autores distinguidos que prefieren vaciar un buen concepto suyo en el molde que a la idea imprimió el decir clásico de un autor esclarecido. García del Río es el más brillante modelo de aquella escuela erudita que lleva en sus obras incrustados como joyas, trozos de amena literatura y pensamientos escogidos. Una capa anterior a este bello aluvión de los sedimentos de la buena lectura dejó la compilación, la apropiación de los productos del ingenio de los buenos autores a las manifestaciones del pensamiento nuevo. Campmany, en España, pertenece a esta familia de escritores que traducen páginas francesas y las emiten a la circulación bajo la garantía de su nombre y engalanadas con el ropaje de un lenguaje castizo. El médico a palos , de Moratín era Le médicin malgré lui de Molière. Aquello, pues, que llamamos hoy plagio, era entonces erudición y riqueza; y yo prefiriera oír por segunda vez a un autor digno de ser leído cien veces, a los ensayos incompletos de la razón y del estilo que aún están en embrión, porque nuestra inteligencia nacional no se ha desenvuelto lo bastante para rivalizar con los autores que el concepto del mundo reputa dignos de ser escuchados.


Los escritos del deán Funes muestran que hubiera podido vivir sin tomar de nadie nada de prestado. Así lo juzgaron jueces competentes, entre ellos el obispo Grégoire, que, rindiendo el más alto homenaje a su talento y vasta instrucción, motivó con su crítica la refutación del deán sobre el papel que Las Casas había desempeñado en la propagación de la esclavatura: querella literaria sostenida con lucimiento y cortesanía desde Francia y Buenos Aires, y que hizo conocer en Europa la obra del deán Funes, que le había dado motivo. En medio de tantas atenciones profanas, su ciencia de las cosas sagradas no quedó ociosa tampoco, dedicando a Bolívar su refutación de Un proyecto de Constitución religiosa propuesto por el señor Llorente, sabio español, célebre por sus Anales de la Inquisición . Ensayóse en la biografía, tomando por asunto la interesante vida del general Sucre en lo que servía sus predilecciones por Bolívar. Rivadavia encargó al anciano deán la traducción de la obra de Daunou, Ensayo sobre las garantías individuales que reclama el estado actual de la sociedad , con cuyo motivo decía en el prólogo, en nota del traductor, elogiando aquella solicitud de un gobierno de propagar entre sus gobernados los principios que sirven de sustentáculo a la libertad: "No hay tirano tan incauto que abra los ojos a aquellos a quienes tiraniza y les ponga las armas en las manos con que lo deban combatir". Acompañó su trabajo de anotaciones propias, muchas de ellas de raro mérito. Parece estudiada esta observación colocada al fin de la nota 2ª. "El temor de las leyes es saludable; el temor a los hombres es origen funesto y fecundo de crímenes." ¡Cuán amarga confirmación ha tenido este axioma en su pobre patria, ahora que la voluntad de un estúpido brutal es la suprema ley del Estado! Su tolerancia en materias religiosas la ha dejado expresada con una profundidad de miras que sorprende en su nota 8ª, que merecía ser reproducida íntegramente. "La emulación en todas materias —dice— es lo que da un nuevo ser y una nueva vida. Ella ha sido siempre la fuente de un celo ardiente, y de esos generosos sentimientos que elevan el alma y la llenan de una noble altivez y de una confianza magnánima. ¿Quién puede dudar que ésta se dejaría sentir en un estado entre profesores de diversos cultos?" Y en la nota 13ª, justificando las reformas necesarias, añade: "No hay que temer esas agitaciones que escandalizaron los siglos pasados; el volcán del Vaticano se apagó ya, y pasó el tiempo en que con un pliego de papel se podían conmover los sentimientos de un Estado". El doctor Anchoris, editor de la edición segunda de la traducción de Daunou, aseguró en aquella época a un respetable señor que nos comunica algunas noticias acerca de Funes, que éste había merecido la aprobación del autor francés en cuanto a las doctrinas que rebatió en las notas de la traducción. "Muchas de las opiniones de usted —le decía desde París— son preciosas, y han servido para rectificar mis juicios." En aquellos tiempos, el nuevo y el antiguo mundo estaban anillados por el pensamiento. Rivadavia era el amigo y el corresponsal de Lafayette y de Bentham, cuyas máximas de derecho se enseñaban en la universidad de Buenos Aires; y el deán Funes levantaba la cabeza hasta la altura de Grégoire y de Daunou, con quienes discurría de igual a igual.


También redactó El Argos en Buenos Aires, cerca de cuatro años, por proporcionarse medios de vivir, y en aquella colección de escritos puede el lector entendido encontrar reflejadas las preocupaciones de la época, y el tinte especial del prisma de su inteligencia. Después de estos trabajos el ilustre patriota se eclipsa entre los dolores de la vejez, de la miseria y el olvido. El deán Funes hacía tiempo que había muerto en la opinión de sus contemporáneos, no obstante que las colonias no han presentado quizá vida más larga ni más completamente llenada. Sus trabajos literarios pueden ser por el progreso de las luces eclipsados, no obstante que su Ensayo es hasta hoy la única historia escrita de la colonización de las comarcas a que se contrae; la única que la Europa ha recibido de la América, mostrando este hecho cuán fácil y pretencioso es la crítica que destruye, sin poner nada en cambio de lo que declara de poca ley. Sus teorías políticas han pasado con su época y sus trabajos en congresos y gobiernos, confundido su nombre en el catálogo de tantos otros ilustres obreros; pero su reforma de los estudios de la Universidad de Córdoba, la rara inteligencia que mostró en época en que tan pocos conocían en América el nuevo campo en que se había lanzado la inteligencia humana, constituyen al deán Funes el precursor de la revolución americana en su manifestación más bella, en reformador de las ideas coloniales; y en este sentido su lugar en la historia no debe ceder en nada la referencia a Bolívar, Moreno, San Martín y tantas otras poderosas palancas de acción. Son muchos los que pueden pararse en medio del camino de la historia para hacerla sesgar por el rumbo que le señalan las ideas nuevas; poquísimos, empero, los que tienen la previsión de tomar la inteligencia misma para inocularle un principio grande, y lanzarla en el mundo a dar nueva faz a los pueblos; y el célebre deán pertenece a este número. ¡Cuántos esfuerzos debió costarle la realización de su pensamiento! ¡Cuánta entereza para llevarlo a cabo! ¿Y a quién, sino a él, ha cabido la gloria de sembrar la semilla y ver florecer la planta, aunque hubiesen de clavar sus manos las espinas de que venía rodeada?


En 1830 preludiaba una nueva era en la historia de la República Argentina, indecisa aún como la frontera que divide dos naciones distintas. A la década de la independencia, que alcanzó hasta el congreso de 1819, se había seguido la de la libertad hasta 1829; a ésta se sucedía otra, preñada de amenazas y de peligros. El aire se había sosegado ya de traer a los oídos las detonaciones del combate de los partidos; habíase disipado la densa nube de polvo de las masas de jinetes que Rosas había empujado sobre la altiva Buenos Aires para compelerla a recibirlo. En una de esas noches tristemente tranquilas que ofrecen las capitales después de sometidas, paseábase el más que octogenario deán Funes en las callejuelas tortuosas del Wauxhall , jardín inglés en el corazón de Buenos Aires, fundado por una sociedad como lugar de recreo, y propiedad entonces de Mr. Wilde, que lo había creado. Aquel espacio de tierra cultivado con la gracia del arte inglés, aquellas flores que se combinan con arbustos florecientes, aquellos sotillos en que la mano del hombre remeda las gracias de la Naturaleza, eran hasta entonces el mejor contraste que la cultura europea podía hacer con la desierta pampa; era un fragmento de la Europa trasportado a la América, para mostrarle cuál deben ostentarse un día sus campañas cuando, al abandono de la naturaleza silvestre, se hayan sucedido la ciencia y los afanes del labrador inteligente. A Wauxhall acudían las familias de Buenos Aires a creerse civilizadas en medio de aquellos árboles, frutas y flores tan esmeradamente cultivados; a Wauxhall pedían circo y espectadores los equilibristas, equitadores y saltimbanquis que llegaban de Europa; a Wauxhall , en fin, asistía de vez en cuando el octogenario deán Funes a aspirar los últimos perfumes de la vida, a engañar sus miradas y sus oídos en aquel oasis de civilización que tardaba en extender sus ramificaciones sobre el agreste erial de la pampa y en aquellas callejuelas sinuosas que esconden a la vista una sorpresa convidando a la plácida contemplación de la Naturaleza, rodeado de aquella familia póstuma a su vida pública, a las virtudes de su estado y aun a la edad ordinaria de las emociones más suaves del corazón, al aspirar el perfume de una flor el deán se sintió morir, y lo dijo así a los tiernos objetos de su cariño, sin sorpresa, y como un acontecimiento que guardaba. Murió a los pocos minutos, en los últimos días de la república que él había mecido en su cuna, en el seno de la Naturaleza, menos feliz que Rousseau, que dejaba la tierra preñada de un germen fecundo que no debía ver agotarse. Moría la víspera de triunfar Rosas, divisando a lo lejos la sangrienta orla de llamaradas que anunciaba la vuelta del antiguo régimen , rejuvenecido, barbarizado en el caudillo salvaje de la pampa, como si hubiese querido salirse del teatro de la vida en que tan horrible drama iba a representarse; como si cerrase los ojos para no ver a sus discípulos los Carriles, Alsinas, Varelas, Gallardos, Ocampos, Zorrillas, proscriptos; las universidades cerradas, envilecida la ciencia, y una página horrible de baldón agregada a la historia que él había escrito. Un día iré a buscar con recogimiento religioso, entre otras tumbas de patriotas, el lugar que ocupa la que un decreto mandó erigir a su memoria.


Notas del autor

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[17.] Ensayo Histórico de las Provincias del Paraguay , etc.; tomo III.

[18.] Bosquejo de nuestra revolución, pág. 491.

[19.] Acta de la Junta Provisional Gubernativa de 18 de diciembre de 1810.

[20.] Arengas del doctor Moreno , tomo I, pág. 170 del prefacio; y Funes, Ensayo histórico , ya citado.

[21.] Ensayo , Prólogo , pág. 10.

[22.] Bosquejo de nuestra revolución , tomo III del Ensayo histórico , pág. 500.

[23.] Bosquejo , ibíd, 502.

[24.] Sesiones del Congreso.