Recuerdos de un viaje artístico - La Basílica de Santa Leocadia

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época
RECUERDOS


DE UN VIAJE ARTÍSTICO


LA BASÍLICA DE SANTA LEOCADIA


E

ntre los innumerables edificios que el artista encuentra en la antigua ciudad de Toledo, la basílica de Santa Leocadia es sin duda uno de los más ricos, si no en grandeza y lujo ornamental, en recuerdos y tradiciones.

Erigido sobre el sepulcro de una mártir, durante los primeros siglos de la era cristiana, las diversas razas que han dominado en nuestra Península han escrito al pasar un pensamiento sobre su frente, borrando al mismo tiempo hasta las huellas del que grabó la que le había precedido; por eso hoy, pequeño en sus proporciones y desprovisto hasta cierto punto de importancia en la parte arquitectónica, conserva todavía esa indefinible y misteriosa majestad que el tiempo imprime á los edificios que han desafiado su curso destructor ese aspecto solemne, que nos fuerza á detener nuestro paso y á descubrirnos aun en presencia de una sola piedra, á la que vive unida una tradición remota y venerable.

Cuando, después de haber recorrido una gran parte de la ciudad imperial, detuvimos nuestros pasos sobre la altura que corona el hospital de Tavera, desde la que se domina el lugar en que está situada la basílica, el día comenzaba á caer. El cielo se veía cubierto por largos jirones de nubes pardas y cobrizas, entre los que se deslizaban algunos rayos del sol, que, encendiendo sus orlas y bañando en luz la cima de los montes, doraban las altas agujas y los derruídos muros de la población que acabábamos de abandonar. La vega, que extendiéndose á nuestros pies se dilataba hasta las ondulantes colinas que se elevan en su fondo como las gradas de un colosal anfiteatro, asemejábase con sus oscuros manchones de césped y las anchas líneas amarillentas y rojas de su terreno arcilloso, á una alfombra sin límites, en la que podíamos admirar la armónica gradación de los colores que se confundían y debilitaban, marcando así sus diferentes términos y desigualdades. A nuestra izquierda, y escondiéndose por intervalos entre el follaje de sus orillas, el río se alejaba, besando los sauces que sombrean su ribera y estrellándose contra los molinos que detienen su curso, hasta bañar las blancas paredes de la fábrica de armas que aparece en su margen, en medio de un bosque de verdura. Cuanto se ofrecía á nuestros ojos formaba un conjunto pintoresco; pero diríase al contemplarlo que sobre aquel paisaje había extendido el otoño ese velo de niebla azulado y melancólico, en que se envuelve la naturaleza al sentir el soplo helado de sus tardes sin sol, ese silencio profundo, esa vaguedad sin nombre, imposible de expresar con palabras, que apoderándose de nuestro espíritu, lo sumerge en un océano de meditación y de tristeza imponderable. Claudio Lorena, en algunos de sus maravillosos países, ha logrado sorprender su secreto á la naturaleza, y ha reproducido ese último adiós del día, con todo el misterio, con toda la indefinible vaguedad que lo embellece.

Después de haber contemplado durante cortos momentos el panorama que hemos querido describir con algunos rasgos, comenzamos á descender á la llanura por una senda que nos mostró nuestro guía, y que baja serpenteando por la falda de la eminencia en que se halla el hospital de que más arriba se hizo mención.

Ya en la vega, lo primero que despertó nuestra curiosidad fueron varios trozos de fábrica ó fregones de argamasa y ladrillo, los cuales parecían pertenecer á una época remota. Efectivamente; son fragmentos de construcciones romanas que, diseminadas acá y allá y medio ocultas entre las altas hierbas, señalan aún al viajero los lugares por donde en tiempo de los Césares se extendió la gran ciudad que hoy ha tornado á subirse sobre las siete colinas que le sirvieron de cuna. Como á la distancia de unas cien varas de estos vestigios de la antigua población, nuestros ojos se fijaron en unas nuevas ruinas. Los informes restos del circo de los gladiadores parecían brotar de entre los zarzales que crecen en su arena, como esos gigantescos trozos de roca, que heridos por el rayo, se desprenden de las alturas y ruedan al fondo de los valles.

Apresuramos nuestra marcha hasta penetrar en el perímetro del anfiteatro, el cual dibuja su planta circular por medio de una destrozada gradería de argamasa, que aparece y se esconde alternativamente, siguiendo las ondulaciones del terreno en que se halla como hundida.

Inútil fuera el querer hoy dar formas á los mil y mil pensamientos que asaltaron nuestra mente al contemplar los mudos despojos de esa civilización titánica que, después de haber sometido al mundo, dejó en cada uno de sus extremos las asombrosas huellas de su paso. Eran tan rápidas las ideas, que se atropellaban entre sí en la imaginación como las leves olas de un mar que pica el viento; tan confusas, que deshaciéndose las unas con las otras, sin dar espacio á completarse, huían como esos vagos recuerdos de un sueño que no se puede coordinar, como esos fantasmas ligerísimos, fenómenos inexplicables de la inspiración, que al querer materializarlos pierden su hermosura, ó se escapan como la mariposa que huye dejando entre las manos que la quieren detener el polvo de oro con que sus alas se embellecen.

Abandonamos el circo, siguiendo nuestro paseo á través de una ancha vía romana, de la que sólo quedan algunos vestigios. Estos, que se reúnen ya en forma de arcos informes, por entre cuyas grietas suben enredándose las campanillas silvestres, ya en figura de rotos pedestales ó de ruinosos lienzos de muros, apenas se alzan del terreno que los cubre lo suficiente para indicar la planta de las construcciones á que pertenecían.

Menos de un cuarto de hora habría trascurrido desde que comenzamos á atravesar la vega, cuando nuestro guía nos llamó la atención sobre un pequeño edificio de forma circular, en cuyos muros se observaban tres series de arcos árabes rehundidos, colocados los unos sobre los otros, y al que defendían contra la intemperie, una cúpula de pizarra y una humilde cubierta de tejas.

A medida que nos fuimos aproximando, comenzaron á levantarse á sus alrededores algunas tapias ruinosas, por detrás de las que se elevaban grupos de árboles, entre cuyas copas vimos aparecer una cruz de hierro que nos indicó el carácter religioso de aquella fábrica. En efecto, el edificio que contemplábamos era la antigua basílica, conocida hoy bajo el nombre del Cristo de la Vega.

Al fin llegamos á la verja de hierro que defiende la entrada del atrio, y sobre la que se ve la gran cruz de que ha poco hicimos mención. Allí encontramos dos mujeres, con las que cambiamos un saludo, y á las que nuestro guía hizo presente el objeto que llevábamos. Estas nos señalaron el camino que se dirige á la ermita, y nos internamos en él siguiendo sus instrucciones. El camino lo forman dos tapias de construcción moderna, al par de las que corren dos filas de cipreses, por cuyos troncos suben tallos de hiedra y de campanillas azules, y á cuyos pies crecen un gran número de rosales blancos que enlazan sus flores con las de siempreviva y del lirio.

Un silencio profundo reinaba en derredor nuestro; el leve suspiro de la brisa que agitaba las hojas era triste: hasta en el canto lejano de las golondrinas que cruzaban con vuelo desigual sobre nuestras cabezas, apercibíanse por intervalos tonos melancólicos y perdidos. Aquellos oscuros cipreses por entre los que marchábamos, aquellas flores pálidas é inodoras que bordeaban los lindes de nuestro sendero, parodiaban las calles de un jardín; pero las ortigas que crecen en su enarenado piso, el jaramago que, con sus grupos de flores amarillentas, ondula como el penacho de una cimera sobre los muros, las tintas vagas é indefinibles del crepúsculo, las que contribuía á encarecer el opaco reflejo de las nubes apiñadas en el horizonte, el sordo murmullo del río que se revuelve y forcejea entre los trozos de roca que en aquel punto detienen sus aguas, todo sobrecogía el ánimo infundiéndole un pavor religioso que, sin saber por qué, no nos permitía hablar sino en voz baja, forzándonos á mover el pie con sigilo, como si temiéramos que el rumor de nuestros pasos despertara á los que en aquel recinto duermen el sueño de la eternidad.

Al fin de esta calle de cipreses se halla el atrio. El atrio que sirve de cementerio á los conónigos es de planta cuadrada, y consta de un frente principal que ocupa la puerta de la ermita, y otros dos laterales en que están abiertos los nichos, cerrando el todo una verja de hierro.

Involuntariamente nuestra atención se fijó en la portada de la basílica, cuyo exterior humilde forma un contraste singular con los grandiosos recuerdos que á ella viven unidos. La superioridad de la idea sobre la materia, la mirábamos allí como simbolizada. Monumentos que sus autores creyeron imposibles de destruir; razas poderosas que sujetaron el mundo á su poder; imperios construidos por la espada sobre las ruinas de otros imperios; civilizaciones que los siglos contribuyeron á perfeccionar, todo se ha borrado, mientras un templo humilde, erigido sobre la tumba de una doncella por algunos hombres oscuros, á quienes sólo animaba la fe, ha atravesado las edades, ha hecho frente á las invasiones, y aunque perdiendo sus formas, siempre conservando su espíritu, existe hoy solo, mas con su mismo nombre, con su mismo objeto, en mitad de esa llanura erizada un día de palacios gigantes, de circos asombrosos, de termas sin número, de las que sólo quedan la memoria ó algunos fragmentos informes.

De estas consideraciones que de tropel asaltaron nuestra mente, vino á arrancarnos la voz de nuestro guía, que nos invitaba á penetrar en la iglesia antes que la ya dudosa luz de la tarde se extinguiese por completo.

Traspasamos el umbral de Santa Leocadia. La rápida transición de la claridad del atrio á las sombras que bañaban el interior de la iglesia, nos deslumbró al principio. Después, gracias á algunos moribundos reflejos del crepúsculo que penetraban á través de los altos y estrechos ajimeces del ábside, los objetos fueron poco á poco destacándose los unos sobre los otros, deshaciéndose de la oscuridad que los envolvía. Aquellos de nuestros lectores que hallan contemplado uno de esos lienzos de Rembrandt, en el fondo de los cuales las grandes masas de oscuro circunscriben la luz en un solo punto, puesto que desde luego fija la atención del espectador atrayendo su mirada sobre la principal figura, tras la que luego se comienzan á distinguir entre las sombras unas cabezas, antes invisibles, después otras, en seguida grupos de personajes que se adelantan, un mundo, en fin, que, sumergido entre las fantásticas y trasparentes veladuras del pintor, va apareciendo y completándose según el análisis á que se sujeta, esos tan sólo podrán formarse una idea, aunque vaga, del interior de Santa Leocadia, visto á esa hora en que el sol desaparece y la brisa mensajera de la noche tiende sus alas humedecidas en las ondas del río.

La primera figura que, herida por un rayo de dudosa claridad, apareció deshaciéndose de las sombras como evocada por nuestro deseo, fué la efigie del Cristo que posteriormente ha dado nombre á la ermita. La efigie, que es de tamaño natural, tiene la frente inclinada, los cabellos esparcidos por los hombros, una mano sujeta á la cruz y la otra extendida hacia delante como en actitud de jurar. Nosotros, que conocíamos la misteriosa tradición de aquella imagen; nosotros, que tal vez en el fondo de nuestro gabinete habíamos sonreído al leerla, no pudimos por menos de permanecer inmóviles y mudos al mirar adelantar su brazo descarnado y amarillento, al ver aún su boca entreabierta y cárdena, como si de ella acabasen de salir las terribles palabras: «Yo soy testigo.»

Fuera del lugar en que se guarda su memoria, lejos del recinto que aún conserva sus trazas donde parece que todavía respiramos la atmósfera de las edades que les dieron el ser, las tradiciones pierden su poético misterio, su inexplicable dominio sobre el alma. De lejos se interroga, se analiza, se duda; allí la fe, como una revelación secreta, ilumina al espíritu, y se cree.

Pasada esta primera impresión, poco á poco y á medida que nos familiarizábamos con la oscuridad, fuimos gradualmente distinguiendo las efigies, los altares y los muros de la iglesia. Como dejamos dicho, nada de particular ofrece el templo en su parte arquitectónica: ni sus proporciones ni sus detalles son suficientes á producir esa sensación de asombro que causan las maravillosas obras que el mismo arte que elevó por última vez á Santa Leocadia, ha dejado esparcidas por Toledo. Sólo en el exterior de su ábside, que, según ya se expresó, se halla cubierto por series de arcos incluídos los unos en los otros, ofrece al artista un estudio del postrer período de los cuatro en que puede dividirse la historia de nuestra arquitectura árabe. Pero, en cambio, un mundo de recuerdos, á cual más grandiosos é imponentes, se agita y vive en aquellos reducidos lugares; una á una pueden recorrerse allí todas las épocas, con la certeza de encontrar, en alguna de sus páginas de gloria el nombre de la humilde basílica.

La primera que se ofrece á los ojos del pensador, es esa edad remota que sirvió de cuna al Cristianismo, época fecunda en tiranos y en héroes, en crímenes y en fe. La civilización, que muere envuelta en púrpura y ceñida de flores, tiembla ante la civilización que nace, demacrada por la austeridad y vestida del cilicio. Aquélla tiene una espada en sus manos, ésta un libro de verdades eternas, y el hierro domina, pero la razón convence. He aquí por qué los Césares lanzan sin fruto los rayos de su ira desde lo alto del Capitolio sobre las proscritas cabezas de los discípulos del Señor; he aquí por qué á sus legiones conquistadoras de la tierra le es imposible vencer á esas miriadas, no de guerreros, sino de ancianos y de vírgenes, que vierten su sangre con una sonrisa de gozo, y mueren sin resistirse, confesando su religión y prorumpiendo en un himno de triunfo. La semilla de la fe germina y crece en el silencio de las catacumbas, en las tinieblas de los calabozos, en el horror de los suplicios, en la ensangrentada arena de los anfiteatros. La persecución á su vez toma gigantes proporciones, y presa de un delirio febril, corre ardiendo en sed de exterminio tras un fantasma invisible, y hiere el aire con sus golpes inútiles, porque cuando logra alcanzar el objeto de su furor, la muerte deja entre sus manos sangrientas con un cadáver, la envoltura material del espíritu que rompe sus ligaduras y sube al cielo desafiando su crueldad con una sonrisa. En estos días de lucha y de prueba, aparece el santuario de Santa Leocadia, erigido, según la más remota tradición, sobre la tumba de la virgen y mártir de este nombre. Las ruínas de un templo gentílico prestan sus sillares para la piadosa construcción, y los cristianos, protegidos por las sombras y el silencio de la noche, y evitando las centinelas romanas que vigilan alrededor de los antiguos muros, vienen á orar sobre la tosca cruz de madera del sepulcro, á fortalecerse con el ejemplo de una débil mujer, á recibir la bendición de sus pastores, á darse, en fin, un adiós, quizás el último, porque ninguno sabe si el nuevo sol iluminará su muerte.

Pero las tribus del Norte se extienden sobre la envejecida Europa, y á la regeneración espiritual de las ideas se une la material de las razas. El Imperio dobla la frente ante sus vencedores, que después de asolar sus templos y ciudades, no encontrando enemigos que combatir, se sientan sobre las destrozadas ruinas del Capitolio, á reposar del ardor y el cansancio de las luchas. El cristianismo entonces, esa idea que marcha silenciosa á través de la desolación y los combates, esa llama de fe que crece y se multiplica de día en día, viene á encontrarlos, y sin sangre, sin violencia, sin horrores, subyuga aquellos guerreros indómitos, ante quienes las haces romanas se deshicieron como columnas de humo, y dándoles leyes, dándoles religión, dulcifica sus costumbres, enfrena sus pasiones, hace sus leyes, sus monarquías y su sociedad. Entre los oscuros anales de esa segunda época de la era cristiana, volvemos á encontrar el reducido santuario, obra de los primeros defensores de la fe. Un rey poderoso levanta con mano piadosa la basílica sobre los antiguos restos de la tumba, y el arte que empieza á salir del profundo sueño en que se hallaba sumergido, merced á una tosca imitación de la antigüedad, despliega en él las rudas galas que lo distinguen, agotando los recursos de su imaginación sencilla y ardiente.

Una era brillante de gloria comienza entonces para el edificio. La veneración por él crece; los dones que le hacen se multiplican, y los privilegios que consigue se aumentan. Esos concilios famosos, que dan renombre á Toledo, y de los que salen las leyes reformadoras de la Iglesia y del Estado, tienen lugar dentro de los muros. Aquí resonó la palabra inspirada de aquellos doctos varones, que con su santidad y elocuencia, pusieron un valladar indestructible al poder; y aquí los reyes vinieron á depositar su diadema ante un solemne concurso de prelados y magnates, que, pesando sus razones en la balanza de la justicia, legitimaban su derecho ó lanzaban sobre su frente los rayos de la excomunión apostólica. En este mismo lugar, Ildefonso, el denodado campeón de la Reina de los Cielos, escuchó de boca de Santa Leocadia, que con este fin rompió la losa de su sepulcro, aquellas frases divinas que, fortaleciendo su ánimo, le dieron valor para proseguir constante la ardua empresa que había acometido. A esta tierra santificada por la tradición pidieron, en fin, las lumbreras de la Iglesia, del trono y de la sabiduría, un reducido espacio donde sus huesos reposaran á la sombra de los altares, en tanto que llegaba el eterno día de la resurrección y la gloria.

Mas la estrella de los Godos desciende á su ocaso; Witiza y Rodrigo apresuran su caída, y los hijos del Profeta se derraman por la península como un torrente. Hoy tolerada, mañana perseguida, pero siempre incólume, siempre pura, la religión se trasmite de unos en otros durante la dominación sarracena, y prosigue su marcha triunfadora á través de las vejaciones y la esclavitud. Durante este período, temerosos los cristianos de que la profanación toque con su mano atrevida los venerables restos de la mártir que guardan, huyen con las sagradas reliquias á las desnudas rocas en que Pelayo arrojó el grito de guerra.

Pasan los años, y la Cruz vuelve á elevarse sobre las torres de Tolaitola; los pendones de Alfonso ondean sobre sus muros; un piadoso arzobispo reconstruye la antigua basílica, y el arte muslímico, que desaparece, graba en su ábside uno de sus últimos pensamientos.

La santa mártir que guardó, después de largas peregrinaciones vuelve á la ciudad donde tuvo su cuna, pero no al templo á que dió su nombre. ¿Mas podrán arrancarse de la historia de la Iglesia las brillantes páginas que ocupa este santuario, hoy casi olvidado y escondido entre los cipreses que le rodean? No. ¡El viajero, al pasar junto á tí, detendrá su marcha para contemplar los vestigios que diez y siete centurias han amontonado sobre tu cabeza; el cristiano, al traspasar tus humbrales, doblará su rodilla, en presencia de un testigo de las luchas y del triunfo de su fe!

Estas y otras ideas semejantes hervían en nuestra imaginación, cuando nos vinieron á avisar que la noche se adelantaba y la hora de cerrar la ermita había llegado.

Por última vez tendimos á nuestro alrededor una mirada triste, y llenos de un respetuoso silencio y temor, atravesamos el cementerio, cruzamos la estrecha calle de cipreses que conduce á la verja, y nos dirigimos hacia la ciudad.

Las altas y negras agujas de las torres de Toledo, por entre cuyos ajimeces se desprendían algunos rayos de luz, se destacaban sobre los flotantes grupos de nubes amarillentas, como una legión de fantasmas que, desde lo alto de las siete colinas, dominaban la llanura con sus ojos de fuego.