Redención: 2

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Redención de Joaquín Dicenta
Capítulo II


Las prevenciones con que en toda ciudad pequeña se recibe á los forasteros rodearon también á Mendoza durante los meses primeros que subsiguieron á su arribo. Bien es cierto que contribuyó á ellas y no poco la esquivez de aquel solitario. Eso de no relacionarse sino lo preciso con las gentes, de no recibir otras visitas que las de obligada cortesía, de no aportar por el Casino, no obstante ser socio con presentación del juez y del alcade, daba causa á entredicho.

Claro que Fernando pagaba puntualmente las cuotas del Casino y que no abrían suscripción para festejos ó calamidades á que no acudiera rápida y generosamente. Pero esto quedaba descontado con lo díscolo del sujeto y no se le tenía en cuenta para la afección, ó al menos para la gratitud.

Hubo más, y aquello sí alborotó el cotarro entre las comadres de alta y de baja estofa: el forastero no iba á misa. ¡Otro como el doctor! ¡Herejote! ¡Para que fuese bueno!

Las buenas comadres olvidaban que el doctor Núñez, á quien ellas consideraban modelo de herejía, era la bondad hecha carne de médico. Los esposos de las comadres, parte por convicción, parte por envidia, pecado de que no libran los católicos, y un mucho por evitar familiares disputas, hacía á las comadres coro en sus abominaciones contra el réprobo, que no pisaba la casa de Dios para oír su misa, ni se arrodillaba para vomitar culpas ante el confesonario del padre Enrique, un viejo simpático y dicharachero, gran jugador de tresillo y golfo.

No tomaba el cura tan á mal como sus feligreses el desvío de don Fernando. Bien es cierto que en dos ocasiones acudió á él en demanda de limosna para los pobres y para unos pescadores náufragos, y en los dos fué servido con colmo, especialmente cuando se trató de los náufragos.

Al patrón, padre de dos hijos ya mozos, sorbióselo el mar; bajó al fondo envuelto, como en un sudario de honor, entre los pliegues de la vela; los hijos ganaron la playa, pero la barca fué á estrellarse contra un montón de rocas.

Don Fernando acorrió largamente á la viuda y regaló al hijo del muerto una embarcación mejor que la deshecha.

Aquella noble acción, si bien hizo aumentar en las malas almas -no pocas, por desdicha- las envidias y malquereres contra don Fernando, produjo en otras personas, y con especialidad entre los humildes, un movimiento de simpatía y reverencia.

El forastero daba ocupación en su granja á cuarenta ó cincuenta hombres, que en ella ganaban con relativa holgura el pan de sus mujeres é hijos; al cuidado del bote destinó Mendoza un pescador ya viejo, que no estaba en trazas de marinear solo; el jardinero y los hortelanos también eran indígenas. Traía, pues, beneficio grande para la población la llegada del ingeniero y, quisiérase ó no, había que certificarlo y apuntarlo en su haber.

Si á esto se añade que Mendoza para nada intervenía en la política de los caciques y que, á cuenta de quejarse del abandono en que el municipio dejaba caminos vecinales y calles, había reparado algunos por su cuenta, á los fines de no hacer añicos por ellos su automóvil cuando los recorría, tendrá fácil explicación el cómo á los tres meses de su permanencia en El Parral fueron trocándose las prevenciones en agasajos y la envidia en admiración. Cierto que, mirándolo bien, la envidia no es otra cosa sino la admiración enferma.

El trato único que frecuentó Mendoza con relativa asiduidad fué el de don Pablo Núñez. No es de extrañar que simpatizaran y se atrajeran aquellos dos seres. Concordaban en la bondad y en la nobleza del carácter. No menos lo hacían en ideas y en aficiones, en programas altruistas, donde humanidades por venir vivirían exclusivamente bajo leyes de fraternidad y de amor.

También andaba Mendoza, por lo que atañe á evoluciones ó revoluciones sociales, más cerca de Kropotkin que de Carlos Marx. Sólo que Mendoza era hombre de más arrestos que el doctor, acaso por más joven y por su costumbre de pelear reciamente la vida en América.

Él sostenía varonilmente en sus diálogos con el médico que á la idea debía acompañar la acción. -Idea sin acción -afirmaba Mendoza- es como hembra que se niega á ser fecundada, que ama y se acobarda ante los dolores que produce el advenirniento del hijo. La acción es el parto por cuya obra dolorosa, mortal á veces, la idea se hace carne. Precisa el hecho para que la idea sea derecho, para que el sueño del filósofo se convierta en ley de hombres.

-¡El hecho! -replicaba el doctor-, ¡la imposición de la idea contra todos y concontra todo! Yo prefiero ir á esa imposición por evoluciones lentas y continuos avances. La violencia me asusta. Sólo en casos extremos, sólo cuando el atropello á la razón y á la justicia traspusieran todos los límites, iría yo á la acción. Iría si el remedio al daño era de inmediata necesidad. En tales casos la violencia es virtud.

Luisa escuchaba estas conversaciones, poniendo gran atención en ellas, y más aún la ponía si la conversación, saliendo de terrenos científicos y sociológicos, iba á las empresas por Mendoza realizadas en los terrenos salvajes del Perú, donde llegó á los veintitrés años con ansias de fortuna, pero con ansias mayores de imprimir sus plantas en aquellos terrenos vírgenes, de conquistarlos, de ganarlos para todo progreso.

Era Mendoza imagen rediviva de los antiguos conquistadores españoles, de los que realizaron en América hazañas que, á no contrastarlas la historia, parecerían estrofas épicas de leyenda.

Sólo que en él la codicia rapaz, el grosero apetito, el sanguinario impulso del antepasado, depredador de imperios, había sufrido transformaciones radicales.

Conquistador, sí; pero conquistador para convertir las tierras salvajes en venero de inagotable producción, para hacer del hombre salvaje criatura útil. Sentíase capaz de realizar en aquellas tierras vírgenes, con aquellas humanidades vírgenes, el ensueño de un mundo mejor, de una sociedad libre é igualitaria. Este sueño lo llevaba desplegado como una bandera de luz dentro de su cerebro cuando abandonó España y enfrontó los ojos con la inmensidad de los mares.

Venía después el relato de sus múltiples aventuras. Excursiones trágicas por la corriente del Purus y del Putumayo, afluentes del grandioso Amazonas, bajo el asaltamiento de los salvajes antropófagos, á quienes él y sus compañeros armados de rifles contestaban á, tiros; viajes penosos por inexploradas maniguas, por bosques vírgenes en busca del «caucho»; peleas homéricas con las tribus; duelos pecho á pecho, hoja á hoja, con los feroces naturales. Conquista de territorios, sumisión de caudillos; transformaciones conseguidas por él en sus esclavos y esclavas antropófagos hasta convertirlos en verdaderos hombres, en criaturas de progreso, en población de racionales.

Las hembras, vestidos ya los desnudos cuerpos, desempeñaban los quehaceres domésticos en hogares limpios, limpias ellas también, educando á sus pequeñuelos en persona; los hombres, pasando de esclavos á libres, trabajaban los campos bajo la inspección cariñosa y no bajo el látigo; componían legiones que acompañaban á Mendoza en sus nuevas conquistas y facilitaban sus tratos con los naturales y les convencían de la conveniencia de unirse á ellos, de vivir con ellos una vida mejor, más cómoda y más noble.

¡Ah, si todos los compañeros de Mendoza hubiesen procedido al igual de Mendoza!... Eran distintos á él. En ellos vivía el antiguo conquistador, pronto á las mayores crueldades, á las más horribles expoliaciones y atentados, para saciar su codicia de oro, de placer y de señorío. Sólo odios sembraban á su paso; sólo por el espanto se imponían á los indios de las riberas y los bosques.

Él, no. Guerreaba y castigaba cuando era inevitable. Con procedimientos de amor fué ganándose la confianza y el cariño de los indígenas, á tal punto, que sus granjas y sus plantaciones iban creciendo y desarrollándose casi en paz absoluta. Apenas si, de raro en raro, los salvajes del interior, los de los rincones últimos de la manigua peruana, caían en fieras sobre las posesiones. Hallábanse éstas bien defendidas por los indios leales, por los que con el tiempo se convirtieron en hermanos, en compañeros de su jefe, y los salvajes tenían que alejarse en derrota.

Luisa escuchaba aquellos relatos conmovida, siguiéndolos con los oídos y con el alma, puestos los azules y grandes ojos en el rostro bronceado del narrador, que resplandecía de virilidad y bravura evocando tales recuerdos.

Mendoza no se parecía á los hombres tratados hasta entonces por Luisa. Era de otra estirpe; capaz de todas las hazañas y de todos los heroísmos; capaz, también, de, todas las bondades, de todos los amores y de los sacrificios todos por el ajeno bien, por el advenimiento de las sociedades humanas, que tan admirable y fraternalmente describían los libros leídos por ella en la biblioteca del doctor.

Si alguna vez tomaba parte en las conversaciones, hacíalo con. tan discretas y sencillas frases, con tal modestia disimulaba su instrucción, su capacidad, su firmeza de juicio, que Mendoza, tras escucharla, quedábasela mirando atento, con admirativa sorpresa.

En sus primeras visitas á casa del doctor, cuando la joven entraba en el despacho, mejor que agrado producíale malestar su presencia. Con cualquier pretexto aceleraba el tiempo de su estancia y abandonaba la casa de los Núñez.

Ahora, no. Ahora recreábase oyéndola, buscaba artes para que tomara parte más directa en el diálogo; si ella tardaba en venir al despacho revolvía las pupilas en todas direcciones y se revolvía sobre su butaca impaciente y distraído. Empezó por menudear sus visitas y concluyó por prolongarlas á punto de volverlas impertinentes.

Sin darse cuenta de ello, aquellos dos seres, iban aproximándose, encadenándose uno á otro, haciéndose uno al otro precisos. La tertulia se convirtió en diaria, con gran contentamiento del médico, que pudiendo dialogar con Mendoza se evitaba de ir en su busca ó de recibir para distraer sus horas con tertulias vulgares.

Ni Luisa ni Mendoza se enteraron durante algún tiempo de aquella su mutua é invencible atracción.

De probársela se encargaron cierta noche las manos de los dos, estrechándose temblorosas y apretándose con nerviosidad placentera.

Luisa, apartando confusa sus manos de las de él, retrocedió, sin atreverse á alzar los ojos.

Fernando salió de la habitación lívido, más como quien huye que como quien anda.

-¿Yo?... ¿Pero yo?... -murmuraba haciendo su camino hacia El Parral-. ¡Imposible!... -repetía- ¡Imposible!... ¡Ni que estuviera loco!