Redención: 3

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Fué amor cercándolos, envolviéndolos, poseyéndolos, al igual de esas neblinas color rosa que, durante los crepúsculos estivales, ascienden de la tierra y van adueñándose de los seres hasta encerrarlos en una cárcel transparente é hipócrita, dentro de la cual imagínanse libres, porque las paredes de la cárcel van retrocediendo, ausentándose á medida que los prisioneros avanzan.

Fernando se rebelaba contra esta esclavitud de su espíritu, queriendo quebrantarla, romper la cadena que le amarraba á Luisa. ¿Por qué? Tal vez por su odio á cuanto indicara sujeción. Acaso porque desengaños antiguos traíanle el temor de otro nuevo.

Lo cierto es que se revolvía furioso contra el amor de Luisa. Ni una sola noche, al abandonar la casa del médico, dejó de prometerse que no volvería á ella más, que cortaría aquellas amistades, que se aislaría en el rincón último de su finca para no tratar con persona. Sin embargo de tal promesa, una hora antes de la señalada para ir á la tertulia del doctor, comenzaba Mendoza á dar vueltas por su despacho, á ir de una habitación en otra, desasosegado, febril.

-¡No saldré!... ¡No saldré!... -gritaba en alta voz-. ¡Ni que fuera un chiquillo, para dejarme seducir por unos ojos azules, por una dulce voz y por un alma encantadora, que se asoma á esa voz y á esos ojos, para cautivarme y tenerme por suyo!... ¿Es que la experiencia va á ser letra muerta en mi juicio?... A más... ¡No! ¡Imposible! ¡Imposible! Digo que no voy, y no voy.

Así hablaba; y, diez minutos antes de la hora, cogía el sombrero y echaba por el camino abajo, con marcha rápida de colegial que sale á vacaciones.

Por parte de Luisa no había tales resistencias. Al contrario, dejábase llevar docilmente por su primer amor.

Se reunían en Fernando para ella los dos linajes de héroes que más la cautivaron en sus varias lecturas.

Uno era el héroe del romanticismo hacia atrás, gallardo de presencia, firme de arrestos, pronto á, dar su vida y á quitar las ajenas por ganar oro y prez, á toda hora en planta de jugar con el acero ó con el plomo. Iba á pelear, á conquistar el renombre muy mozo y tornaba, aún joven, vencedor, con la piel curtida por las iras de los climas extraños, el alma recientemente templada por la costumbre de arrostrar los peligros, el corazón libre para arrodillarse á los pies de una virgen y ofrendárselo con las fuertes manos temblonas y la voz recia balbuciente.

Al lado de este héroe estaba el otro, el más grato á Luisa, el héroe del romanticismo hacia adelante, el que soñaba con una humanidad redimida, con un mundo donde la justicia, siendo igual para todos, sería ley de amor. Por llegar á la conquista de ese mundo llegaba el héroe de este romanticismo á todas las audacias, no retrocedía en dar y recibir la muerte si ello era necesario, pero dábala ó recibíala no por afanes de gloria, de riqueza, de engrandecimiento personal, por afanes altruistas, porque no existiese encima de la tierra una sola criatura miserable, desamparada ó infeliz.

Los dos heroísmos, el que hizo á los hombres dueños del señorío material y el que les hará dueños del moral señorío, se compendiaban en Mendoza. ¿Cómo no amarle? ¿Qué felicidad comparable á la de ser su compañera?

A don Pablo Núñez no se lo ocultaba, en su experiencia de anciano y su vigilancia de padre, aquella simpatía. Mirábala con gusto. Hasta dábase por no enterado de las prolongaciones que de día en día iba sufriendo la nocturna tertulia.

De ocultársele á, él, se lo revelara el padre Enrique, que algunas noches acudia á la reunión solicitado por su amistad á Núñez y por su afición á las golosinas y á los excelentes licores con que endulzaba Luisa el te.

Aunque bueno, no era el cura modelo de cortés discreción. Como la mayor parte de sus congéneres rurales, creíase autorizado por la sotana á toda familiaridad. De ahí que se permitiera apartes á propósito del asunto con su amigo el doctor, é indirectas de mal disfraz con los enamorados.

Cierta noche, luego de rechupar el cura una gota de Benedictino prisionera en sus labios, dijo, encarándose con Fernando y disparando á quemarropa:

-La verdad es, señor de Mendoza, que hombre joven y rico, tal que usted, no tiene derecho á estar solo. Debía usted casarse. Doncellas honestas y guapas no faltan en nuestra población. ¿No pensó en ello alguna vez, allá en las soledades pícaras de El Parral?

Don Pablo dió un pisotón al cura por bajo de la mesa, Luisa enrojeció y Fernando, tras una pausa, dijo:

-¿Quién no piensa cuando está solo, más que en divertir, en embellecer su soledad con el amor de una compañera que sepa serlo y sepa seguirle en este viaje de la vida?

-Ya me pensaba yo -repuso el padre- que íbamos á quedar conformes. Pues, amigo, esos viajes cuanto antes mejor. Dese una vueltecita por ahí y á encontrar la esposa.

-Compañera, no esposa, dije -interrumpió Fernando.

-Es lo mismo.

-Debía serlo; pero el matrimonio de que usted habla, sobre todo en nuestro país, donde leyes civiles y leyes religiosas se juntan para convertir en nudo irrompible lo que debería ser lazo hecho y deshecho á voluntad, el matrimonio es un absurdo cuando no es un castigo.

-¿Cómo?

-No se nos brinda como una guirnalda de flores que los compañeros sujetan con manos de amor, para soltar y ser libres si su amor y su confianza se rompen; la cadena de hierro, grillete donde hombre y mujer, aun odiándose, aun despreciándose, siguen juntos, tirando cada cual por un sitio para desgarrar cosa más noble y más sensible que la carne, el alma que chorrea sangre á cada tironazo.

-Es usted enemigo del matrimonio.

-Tal como ustedes lo practican y lo proclaman, sí.

-Dios lo instituyó...

-¡Dios!... ¡Sería cuestión de maldecirle! Á existir ese Dios de ustedes, no fuera tan cruel y tan bárbaro como los que invocan su nombre.

-¡Vaya!, ¡vaya! -interrumpió don Pablo, deteniendo con un ademán la respuesta del padre Enrique-. Cese la discusión. Ustedes no han nacido para entenderse. De ser hombre y mujer y unirse, hubieran compuesto un matrimonio detestable y hubieran tenido que nacionalizarse en pueblo donde gobernara el divorcio completo para no concluir por destrozarse con las uñas y con los dientes. Sírvenos otra taza de te Luisita, y usted, padre Enrique, ande con los padres Benedictinos. Es un licor beatífico que templa los nervios y que endulza las opiniones.

Sirvió Luisa el te. Fernando, cuando llegó á su turno, miró á la joven con un mirar dolorido. Antes que otras noches dejó la casa de los Núñez y fué á perderse, huraño, sombrío, por el camino que á la playa conduce.

La noche era de frialdades. Una lluvia menuda caía desde los nubarrones que oscilaban pesadamente en el espacio; las olas rompían con estruendo en la playa.

Fernando llegó al muellecillo que enfrontaba su casa y llamó á la puerta del botero.

-¡Juan!... ¡Anda! Haz el favor.

El botero, rebujado en un capotón de capucha, salió de su vivienda.

-Cala el timón -dijo Mendoza-, prepara los remos y la vela.

-¿Va el señor á la mar?

-Sí.

-¿Con esta noche?

-Sí.

-¿Dónde vamos á ir, don Fernando?

-Mar adentro, donde el aire nos lleve.

-Mire que apunta vendaval.

-¿Tienes miedo?

-Lo tengo por usté.

-Por mí... Anda, Juan, anda. El Océano rebosa de amarguras. No necesita recojer una más.

Allá va el bote, con la vela tendida al viento. Entre negruras va; zarandeado por las olas, bajo la lluvia que cae de las nubes como un cortinaje de hielo.

Fernando, caída la cabeza en el pecho, crispada una de sus manos contra la caña del timón, deja hundirse la otra entre las aguas que espumean al roce de la quilla.