Redención: 4

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Redención de Joaquín Dicenta
Capítulo IV


Desde su escena con el cura suspendió Fernando las visitas á casa de los Núñez. Cinco días llevaba sin parecer por ella con pretextos de trabajos y de excursiones, realizadas unas veces á las playas próximas en una lancha automóvil, otras por carreteras y caminos, en su yegua ó en su carruaje: la predilección consistía en salir al mar antes de amanecer, con un bote velero, so pretexto de aguardar el día para emprender esta ó aquella faena pescadora.

En tales expediciones le acompañaba Juan, lo cual vale tanto como decir que las hacía solo. Juan era hombre de breves palabras y ajeno á la curiosidad. Envuelto en su recio capotón de marino, ponía Juan al viento la vela, embrazaba el timón y conducía la embarcación sobre las olas por bajo de las nubes, tercas durante un mes en cubrir el cielo, en pasar al ras de los montes formando escuadrones que el viento empujaba arremolinándolos, encabritándolos contra las puntas del rocaje donde rompía el oleaje con siniestro rumor.

Según caminaba la barca ó en tanto Juan prevenía los aparejos pescadores, Mendoza, volviéndole la espalda, dando la cara al Océano, apoyando contra los puños su enérgico mentón, sondaba las tinieblas del cielo ó las negruras de la mar. La lluvia le envolvía sin que él pareciera notarlo; el oleaje salpicaba su rostro sin que á tales salpicaduras prestara atención. Puestos en la lejanía los ojos, inmóvil, taciturno, aguardaba la aurora, el advenimiento del sol, cuya primera luz se dibujaba como un pincelazo de sangre entre las nubes color barro y el mar color plomo.

Iba el astro ascendiendo tras los reprietos cortinajes. Apenas si en ellos se dibujaba su corona, su carota jocunda. Como un fantasma rojo, pasaba por los huecos del horizonte en que era menos denso el nublado; pronto se desvanecía, dejando tras los nubarrones una estela violácea. También desaparecía la estela, y los rayos del sol, mezclándose con la llovizna, constituían una lluvia más, otro gris en aquel conjunto de grises.

El mar, encalmado por los besos fríos del alba, tendíase en pizarra enorme donde leves jironcillos de espuma dibujaban signos de cábala. Por entre la niebla surgían los bajos con sus afilados remates, con sus bocas engullidoras de navíos; algunos peñotes, alisados por el garlopeo secular del Atlántico, parecían cabezas afeitadas de monstruo; no pocos, manos puestas en garra á los acechos de una presa; habíalos en forma de mandíbulas provenidas al dentellazo.

Por entre la niebla surgían los montes altivos de la costa, empenachados con cimeras de pinos que la brisa columpiaba en la atmósfera. Desde la cima hasta la mitad de los montes se desparramaban vegetaciones lujuriosas. Súbito, la montaña se hacía esquiva, inabordable, para dejarse ir, cortada á pico, contra el Océano. Entre monte y monte se abrían radas peligrosas, callejones temibles de abordar, barras entre cuyos espumarajos hallaban la muerte los buques si, huyendo el temporal, pretendían salvarlas.

A orillas de una de estas radas alzábase la población donde residía Fernando. Sobre el terreno en cuesta iba escalonándose la casería hasta disgregarse y esparcirse en casonas aisladas por lo prados y labrantíos.

En lo más alto de la cuesta, casi al límite de la población, asentaba la vivienda del médico. Entera se descubría desde el mar. A ella iban las negras pupilas de Fernando reconociéndola desde la amplia azotea, reluciente como un canastillo de alabastro desbordante en hojas y flores, hasta el portalón, en aquellas horas matutinas cerrado contra el quicio de sílex.

Allí vivía Luisa. Aquella ventana, cuyo vidriaje relampagueaba á los influjos de la luz, era el dormitorio de la joven. Allí destrenzaba, al advenir la noche, su espléndida cabellera rubia; allí era donde sus párpados iban cerrándose poco á poco á los aleteos del sueño; allí donde sus labios se entreabrían á impulsos de la suave respiración; allí donde la virgen ensoñaba medio despierta, donde soñaba ya dormida del todo.

¿Con quién soñaría y ensoñaría? Acaso con él. Acaso proseguía en sus sueños los diálogos sostenidos con él durante la velada en el gabinete señalado por un plateresco balcón.

-¡Ensoñar y soñar con él, que sin motivo la dejaba! ¡Con él, que pagaba su afecto, las pruebas tenidas de amor que, correspondiendo á sus rendimientos, le diera con desvíos y con desdenes! ¡Ensoñar y soñar! Acaso ensoñaba y soñaba para execrarle, para pedirle cuentas de su mal proceder, de la iniquidad que representaba haber abierto aquella alma virgen á la luz del amor, para cerrarla bruscamente con impío y bárbaro golpe.

¿Qué pensaría Luisa de él?

¿Qué pensaba? Pensaba en todo menos en suponer á Fernando capaz de traiciones, de ruines y vulgares escarceos de seductor. ¿Por qué no vendrá? -se preguntaba a sus solas la joven-. Algo muy serio. Alguna circunstancia que desconozco, pero que existe, le obligan á alejarse de mí. De no, junto á mí se encontrara. Pues qué, ¿iban á mentir sus ojos la pasión que al mirarme ofrecían? ¿Podrá ser falso el temblor que agitaba su mano cuando se estrechaba á mi mano? No; Fernando me quiere, Fernando ve en mí -y ha visto bien- la compañera que puede embellecer, alegrar, acompañar su vida. ¿Por qué huye entonces? He aquí lo que ignoro; lo que no quisiera ignorar; lo que él debe decirme. ¿Dudar de él? Eso nunca. Los hombres como él no pueden proceder ni en infame, ni en necio.

Así pensaba Luisa mientras Fernando seguía sobre los cristales de su alcoba el viaje del crepúsculo.

Cuando al regreso de la excursión marítima advenía la noche y llegaba para Fernando la hora de su tertulia con la familia del doctor, una febril exaltación se apoderaba de sus nervios; frases incoherentes brotaban por su boca; sus manos se cerraban en puño; sus ojos relampagueaban con ira.

-¡Es horrible! ¡horrible! -exclamaba, recorriendo su despacho con pasos y ademanes de loco-. ¡Es horrible que teniendo cerca de mí la dicha, no pueda alcanzarla y en desgracia para mí se convierta!... ¡Más horrible, más cruel es aún labrar la desdicha de una criatura modelo de virtudes, de inteligencia, de hermosura! ¡Maldito pasado!... ¡Malditas imposiciones del pasado!... ¿Voy á sufrirlas?... ¿Debo sufrirlas yo?... ¿Debo condenarme por culpas de que soy inocente? ¿Qué hacer? ¿Qué resolver? ¡Si ella...! ¡Imposible! ¡Delirios mentirosos de la esperanza! Hay que volver á hundirse en la trágica cortadura abierta en mi existencia. Hacia ella se tienden como dos manos salvadoras las manos virginales de Luisa. ¡En vano se tienden! Si se adelantasen mis manos no sería ella quien me salvara, sería yo quien la hundiera conmigo.

Fernando, mesándose desesperadamente los cabellos, se dejaba caer contra un diván y rompía en sollozos roncos, en lágrimas escaldadoras que resbalaban por entre sus dedos convulsos.

Fué una de estas noches cuando rodó, sin sentirlo, por tierra, presa de una fiebre que puso en peligro su vida.

Alarmada la servidumbre, dió aviso al doctor Núñez. Acudió éste solícito, y como era la dolencia gravísima, resolvió instalarse, hasta salvarlo del peligro, en la habitación del enfermo.

Bravamente luchó el médico con la muerte. Durante quince días no se apartó de la cabecera del enfermo. Luisa, con un pretexto ú otro, enviaba por noticias tres ó cuatro veces diarias.

Al cabo hizo crisis la enfermedad, y Mendoza entró en convalecencia; fué ésta rápida, gracias á la fuerte constitución del enfermo, que se deshacía en palabras y manifestaciones de gratitud hacia el anciano y hacia su hija.

-Ahora -dijo una tarde á Fernando don Pablo, mientras paseaban por el jardín-; ahora, entrañable amigo, que el cuerpo está sano, es preciso distraer el alma; por ella anda el gusanillo que provocó la fiebre; hace falta irlo matando poco á poco. No seré tan curioso como hombre que pretenda saber lo que pasa en su alma de usted, pero soy médico, y como tal tengo derecho, más que derecho obligación, hasta compromiso de vanidad, de curar á usted radicalmente. Hay en su alma más rebeldía que en su cuerpo; pero quienes como ustedes tienen voluntad, deben emplearla, so pena de ganar fama de cobardes. Prometo ayudarle en su empresa de reconstitución espiritual y vamos á comenzar mañana sin falta la labor.

-¿Mañana?

-Mañana, sin excusa ni escape, queridísimo don Fernando. Mañana, á las diez de la misma, vendremos á buscarle á usted á su casa mi hija, la familia del juez que, como usted sabe, son personas de gran agrado, el novio de la chica del juez y este médico. Usted prepara su automóvil, ya ve que le cobro honorarios, y nos vamos en tren de merienda á una propiedad mía que no conoce usted.

-Pero...

-Está á cien kilómetros, al lado opuesto de esas altas montañas, en un valle que es un paraíso. Perla del Valle llaman á mi finca los aldeanos.

-Es que yo...

-No hay escape, Mendoza. Le pido obediencia como enfermo y reclamo como ingeniero su opinión. Tengo idea de que allá, en unos extensos terrenos que desde el río avanzan al pie de la montaña, puede establecerse una granja al estilo de la de usted. ¡Qué demonio!, me ha dado usted envidia y voy á ver si le aventajo en clase de gran agricultor. ¿Conformes?

-Conformes.

-Pues hasta mañana, y esta noche á dormir tranquilo.

¡Dormir tranquilo, é iba á verla al cabo de dos meses!

Despierto horas y horas permaneció Fernando. Al cerrar sus ojos el sueño fué para mostrarle la imagen de Luisa, con sus rubios cabellos cayendo en manto de oro sobre sus hombros, con los ojos azules, llamándole, sin voz, por entre la reja de sus pestañas.