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Refutación a un texto de historia

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El padre Ricardo Cappa, sacerdote prestigioso en el car- dumen de jesuítas que, como caído de las nubes y con escar- nio de la legislación vigente, ha caído sobre el Perú, acaba de echar la capa, ó, mejor dicho, de tirar el guante á la sociedad peruana, publicando un librejo ó compendio histórico en que la verdad y los hechos están falseados, y en el que toscamente se hiere nuestro sentimiento patriótico. A fe que el instante para insultar á los peruanos ha sido escogido con poco lino por la pluma del jesuíta historiidor. (1)

Mientras llega la oportunidad de que Gobierno y Congreso llenen el deber que la ley les impone, cúmplenos á los escrito- res nacionales no dejar sin refutación el calumnioso libelo, con el que se trata de inculcar en la juventud odio ó despre- cio por los hombres que nos dieron Independencia y vida de nación. Si bien lo decaído de mi salud y el escaso tiempo que las atenciones de mí empleo oficial no reclaman, me de- jan poco vagar, procuraré siquiera sea rápidamente, patenti- zar las más culminantes exageraciones, falsedades y calumnias de que tan profusamente está sembrado el compendio.

Triste es que cuando, así en España como en el Perú, nos esforzamos por hacer que desaparezcan quisquillas añe- jas, haya sido un ministro del altar, y un español, el que se lanzó injustificadamente á sembrar zizaña y azuzar pasio- nes ya adormidas, agraviando con grosería el sentimiento na- cional.

(1) Entft folU to motivó ntertings en pro y «»n rontr» de \on jafuHab. KI Comnp«»>'0 dM Perú <*x- pidin u' a lpy |ito|ii»>icn(in á I »b mif>mli*08 «le 1n Oomiuifl a eHtililocerHH en el pntH romo f ueriio docentH... P'«ro á la ley le ban toicidu lact nurice^, y los ij^naciunoi» aiituen haciendo de Ua auyas como antes.



Precisamente el caballeresco representante de España en el Perú, y la colonia toda, reciben constantes pruebas de la cordialidad de nuestro afecto para con los subditos de la na- ción que, durante tres siglos, fué nuestra dominadora. La de- licadeza, no sólo oficial, sino social, se ha llevado hasta el punto de no considerar, entre nuestras efemérides bélicas, la fecha del Dos de Mayo, suprimiendo toda manifestación que de alguna manera lastimara la susceptibilidad española. Hace años que ningún peruano ostenta sobre su pecho, en actos oficiales, la medalla conmemorativa de un combate en que, si lució la bizarría española, también el esfuerzo de los peruanos se mantuvo á la altura de la dignidad. Las fiestas del Dos de Mayo se han abolido entre nosotros, no por la fuerza de un decreto gubernativo, q\ie no lo ha habido, sino por la fuerza del cariño que, en lo íntimo del corazón, abrigamos los pe- ruanos por España y por los españoles.

EspafLa, por su parte, nos corresponde con todo género de manifestaciones afectuosas. Sus Academias de la Lengua y de la Historia brindan asiento á los peruanos; y de mí sé decir que, entre las distinciones que en mi ya larga vida literaria he tenido la suerte de merecer en el extranjero, ninguna ha sido más halagadora para mi espíritu que la que esas dos ilustres Academias me acordaran, al considerarme digno de pertenecer á ellas.

Pero si amo á España y si mi gratitud, como cultivador de las letras, está obligada para con ella, amo más á la patria en que nací, patria víctima de inmerecidos infortunios; y ruin sería al callar cobardemente ante el insulto procaz, sólo por- que la injuria viene de pluma española; aunque, bien mirado, desde que el padre Cappa es jesuíta, puede sostenerse que carece de nacionalidad. El jesuíta no tiene patria, familia ni hogar. Para él, díganlo sus Estatutos, la Compañía lo es todo: patria, familia, hogar.

¿A qué plan obedece la Compañía de Jesús, lanzando, con la firma del más espectable de sus adeptos en Lima, tan inso- lente cartel? ¿Qué se ha propuesto al provocar un escándalo? ¿Quiere batalla campal? ¿Tan fuerte se considera ya que fía en el éxito? El Gobierno y el Congreso, y con ellos el país


entero, estamos seguros de que han recogido el guante. Tiempo es ya de saber si es ó no letra muer*ta la ley que cierra las puertas del Perú á los hijos de Loyola.

Y no se diga que la Compañía no es responsable, como cuerpo, de lo que aparentemente hace uno solo de sus miembros. En la portentosa organización del Instituto, en el especial en- granaje de esa máquina disociadora, todo obedece á un solo impulso, á un solo cerebro y á una sola volimtad. El jesuíta abdica de su albedrío; hasta para estornudar, digámoslo así, necesita la aquiescencia del superior; nada posee como indivi- duo, pero colectivamente, es archimillonario, y aspira á escla- vizar el mundo enseñoreándose de las conciencias. Gobierno y pueblos han de ser siervos humildes de la Compañía. Si Cristo dijo: Mi reino no es de este mundo, los jesuítas dicen: El dominio del mundo para nosotros.

Entre los jesuítas no hay insubordinaciones ni se discuten los mandatos del superior: la obediencia es ciega, pasiva, ab- soluta. Per inde ac cadáver es la divisa de la Orden. Son muertos que hablan, escriben, piensan y sienten, como al superior, como al Papa negro, conviene hacerlos hablar, escribir, pensar y sentir. No se concibe milicia mejor regimentada; y por eso los jesuítas son un peligro para la libertad, la civilización y la república.

Todo jesuíta está destinado por el superior para llenar de- terminado propósito. Visitando un viajero inglés el noviciado de un convento de la Compañía, se fijó en que uno de los jóvenes era rematadamente bruto.— ¿Qué provecho, preguntó, podrán sacar ustedes de este animal?— Y el padre Rector contes- tó sencillamente:— Para nosotros no hay hombre que no sirva para algo. A este prójimo lo destinamos para mártir del Japón.

Valiéndonos de un refrán popular que sintetiza nuestras convicciones, diremos que los jesuítas no dan puntada sin nudo. Cortar el nudo, es la obra á que están llamados los hombres del Gobierno, y los hombres del actual Congreso. Es induda- ble que se tratará de hacerles creer que, en el escándalo que ha exasperado nuestro patriotismo, no hay más que un culpa- ble, el padre Cappa, quien escribió por sí y ante §í; y aun se dirá que la Compañía, no sólo lo ha amonestado, sino que.



hasta por castigo, lo ha puesto en cepo de cinco puntos, previ- niéndole que, si reincide, se h d^rá chooolate.

Mi colombroño el padre Cappa es un comodín, una especie de agnim obligado á cargar con los pecados de la Compañía, en el Perú. Cuando recientemente, la discreta 6 ilustrada auto- ridad eclesiástica prohibió una mascarada carnavalesca, en ob- sequio de San Luis Gonzaga, quedándose pontifiquito, carde- nalitos. zuavitos, frailucos y angelitos con los crespos hechos, el superior de los jesuítas se lavó las manos, colgando el mo- chuelo al fantástico y batallador ex marino Ricardo Cappa. O se ha desvirtuado y descendido mucho la Compañía, para que en ella todo ande manga por hombro, y haga y escriba ca'da miembro lo que en antojo le venga, "ó hay que considerar las disculpas como nueva é insolente burla al decoro de la autoridad y al buen sentido del país.

II

Pasemos á desmenuzar la producción del padre Cappa, que bien vale la pena (ie emprender la enojosa tarea un 'libro, en que se trata de rebajar á todo trance al país y á sus hombres más eminentes; en el que ninguna clase social es respetada; y en el que se trasluce claramente el propósito preconcebido de historiar mal y maliciosamente nuestro pasado, subordinán- dolo todo al enaltecimiento del virreynato, único honrado, bue- no y sabio gobierno que hemos tenido. Mientras el padre Cap- pa consignó estas ideas en otra de sus publicaciones, franca- mente que no nos pareció precisa una refutación; porque no se trataba como ahora, de un libro de propaganda y desti- nado á servir de texto en un colegio. Somos tolerantes, por sis- tema y por convicción, y nuestra pluma rehuye siempre la crí- tica en materia de opiniones políticas, de creencias religiosas, de doctrinas literarias y hasta de apreciaciones históricas. Cuan- do algo nos desagrada, censuramos en el seno de la intimidad. En público, preferimos á la reputación de zoilo y de severo, la acusación, que ya se nos ha hecho, de complaciente hasta la debilidad. Tras una palabra de crítica, hemos puesto siempre diez de encomio. Aquellas publicaciones del padre Cappa nos


aiTíincaron, pues, las mismas murmuraciones que su Estafeta dci Cielo, superchería que consiste en escribir carlitas ni sanio de nuestra devoción, echar la esquela en los buzones í[uc, al electo, tienen los reverendos, y esperar la respuesta.

I Valiente historia la que el padrecilo pretende enseñar á nuestros hijos! Los Incas, bárbaros opresores dignos de ser condenados; el coloniaje, todo bienandanza y todo tratarnos con excesivo mimo (pág. 18); la República, una vergüenza; los proceres de la Independencia, ambiciosos sin antecedmtas y ver- daderos monstruos; la Inquisición, una tlelicia cuyo restable- cimiento convendría; la libertad de imprenta, una iniquidad; Bolívar, San Martín y Monteagudo, tres peines entre los que distribuye los calificativos obsceno, cínico, pérfido, aleve, in- moral, malvado, y sigue el autor despachándose á su regalado gusto; el padre Cisneros, un impío; el canónigo Arce, un blas- femo; Mariátegui, iln libérrimo; Luna bizarro y^Rodríguez (le Mendoza, sembradores de mala semilla; nuestro clero tratado con menosprecio; nuestra sociedad de Beneficencia, satirizada; en una palabra, toda nuestra vida independiente no sTgniFica para el padre Cappa sino retroceso, corrupción y barbarie.

Vamos pasito á pasito, que todo el camino se andará.

-¿Qué le parece á usted el compendio?— preguntamos ano- che á un amigo muy competente en Historia.— ¡Hombre! Una viborita á la que hay que aplastar con el taco de la bota.— La respuesta es típica, y ya se convencerán de ello mis lectores. En 219 páginas, en 8.Q menor, es imposible reconcentrar mas veneno contra el Perú y sus hombres.

El texto de mi ensotanado tocayo (malo como texto, pues carece de las condiciones de tal), empieza por no dar idea geográfica del país, teatro de los acontecimientos en que el historiador va á ocuparse. Como quien camina sobre ascuas, pasa sobre los tiempos pre-incásicos cuando, s!n aventurar con- jeturas ni admitir hipótesis, ha podido dar el preciso desarrollo á la historia de las tribus que ocupaban todo el territorio ariies de ser conquistadas por los Incas. No pinta con fidelidad el estíido social del imperio incásico, sino que ha falseado la interpretación de los hechos y callado otros que, en la com- paración. redundaran en contra del gobierno colonial.



Larguísima tarea nos daría el detenernos en pequeños de- talles. Ocupémonos, á vuela pluma, de algimas de las afirma- ciones del profesor de historia ad husum Societate Jem,

Todos los pueblos, antes de la conquista incásica, dice que «reconocían un Ser Supremo generalmente llamado Ticihui- racocha al interior, y Pachacamac, en la costa.

Desde luego debemos recordar á nuestros lectores que eran tantos los dioses adorados en el Perú, que los Incas, como los romano.s, llevaban á su gran templo de Coricancha los ídolos ó divinidades de los pueblos conquistados. Algo más grave aún. Los yungas no hablaban el quechua, y mal podían dar á sus divinidades nombres de otra lengua ó dialecto.

En la página 41, hablando de los monasterios consagrados á las vírgenes del Sol ó escogidas, después de repetir lo que so- bre estas sacerdotisas traen Garcilaso y otros, dice el padre Cappa, por su cuenta, y sin más autoridad que la suya: «No

  • obstan te (esto es, porque á mí se me anloja) eran vastos barc-

ones exparcidos por el imperio, repugnames Itestimonios de »los celos de un déspota.» Como verdad histórica, esta es una de las muchas ruedas de molino con que el profesor hace co- mulgai* á sus alumnos. Como refutación, baste copiar lo que don Sebastián Lorente, historiador de buen criterio, ílice:— «El mayor número de las escogidas consagraban su virginidad »ai Sol; y las pocas que no hacían votos perpetuos, contraían ^enlaces ventajosos.» Y Lorente apoya su aseveración en él testimonio de cronistas é historiadores.

Las contradicciones no faltan para que el librito del padre Cappa no tenga por donde ser cogido sin tenacilla. En una parte, dice que los indios tenían tanto trabajo que, abrumados por él, morían; y en otra, que no vivían sino en continuada fiesta y entregados á la embriaguez. ¿A qué carta se quedan los discípulos del padre Cappa?

Tampoco aprecia debidamente la misión civilizadora de los Incas, y cuánto mejoró la condición social, dulcificándose las costumbres, bajo el gobierno patriarcal de los hijos del SoL Desapareciendo las frecuentes guerras en que vivían empeñados los pueblos, aprendieron nuevas artes é industrias, engrandcr cieron la agricultura y se estrecharon los lazos de la familia


y de la sociedad, bajo la innuencia de leyes y religión huma- nitarias. Mal califica el padre Cappa la política y espíritu de los Incas, diciendo que su norte fué «dejar reducidos á sus sub- ditos á la condición de simples cosas,» lo que contradice la afirmación que más adelante estampa, de que «la pobreza no se conocía en el pueblo.»— -Sin darse cuenta, hace con esta contradicción el elogio del paternal gobierno incásico.

No es cierto que el egoísmo de las clases privilegiadas ex- cluyera al pueblo de obtener honores y grandeza, como lo asegura el padre Cappa. Desde Garcilaso hasta Montesinos, los historiadores afirman que, á más de la nobleza de sangre ó hereditaria, había otra 4 la que por sus méritos, virtudes servicios y talento, podían elevarse los hombres, desde las más hiunildes esferas.

Dejando aparte inexactitudes que no significan gran cosa en el cuadro que de la conquista traza el padre Cappa, consa- graremos nuestro próximo artículo á refutar la apología del feroz y fanático Valverde, á la vez que la defensa del gran crimen que produjo el asesinato del prisionero Atahualpa. El mismo padre Cappa lo llama verdadero crimen; pero... ya co- piaremos al pie de la letra, los rebuscados y malignos argu- mentos con que pretende paliarlo ó justificarlo.


III

«Hay comezón (escribe el padre Cappa) de pintar á Val- » verde como azuzador contra Atahualpa.» Si tal comezón ha habido, ella, más que de los americanos, ha venido de los historiadores españoles. En la proeza de Cajamarca, cronista que fué testigo de ella, refiere que Valverde gritaba á los sol- dados que hiriesen de punta con sus espadas á los indios, que aterrorizados, huían. En la colección de Documentos de Men- doza se encuentra la información que los partidarios de Alma- gro enviaron al rey de España, información de la que cierta- mente no sale Valverde en olor de santidad. Tocaba al padre Cappa santificarlo, y para ello apela á la opinión de un escritor de nuestro siglo, el conde de Maistre, y á sus Veladas de San



Pctershurgo, que no son siquiera una obra de historia, sino de controversia filosófica y religiosa. Pero aun aquí falsifica nuestro jesuíta el texto, que costumbre es de la Compañía falsearlo todo.

Lo que dice de Maistre en el tomo I de las Veladas^ es, li- teralmente:— «No tengo noticia de ningún acto de violencia, •excepto la célebre aventura del padre Val verde, que, á ser •cicrla, no probaría sino que en el siglo xvi hubo un fraile loco »en España; mas la aventura tiene carácter intrínseco de fal- »scdad. No me ha sido posible descubrir su origen; pero un tcspaflol muy instruido me ha dicho:— Creo qiie todo ello no es •sino un cuento del imbécil Garcilazo.^

Como se ve, el conde de Maistre está muy distante de de- fender á Val verde; no hace más que poner en duda la crimi- nalidad del fraile dominico. Creyendo falsa la aventura, con- fiesa el ultramontano conde que no ha cuidado de registrar historiadores para averiguar la verdad, y se atiene á lo que le dijo un bufón español. ¿No es un falso testimonio el que el padre Cappa le levanta á de Maistre, haciéndolo decir lo que no dijo? Si á las palabras que del conde dejamos copiadas las llama el padre Cappa vindicación, diré que se necesita criterio muy pobre para aceptarlas como tal. Además, se necesita toda la mala fe jesuítica para, en un libro de texto, considerar como autoridad histórica á quien no fué historiador, y que, al divino botón, sin tomarse el trabajo de estudiar el asunto, como él mismo lo confiesa, lanza las chilindrinas del fraile loco y de la imbecilidad de Garcilazo. ¿Hay seriedad en esto? ¿Es digno de ser patrocinado por la pluma de quien, como el padre Cappa, es profesor titular de Historia peruana en el colegio de la Orden?

Pero no es la vindicación de Valverde el florón más her- moso del INFAME librejo del padre Cappa. Vamos á presentar en toda su desnudez la conciencia jesuítica de doble fondo moral, de dos caras como Jano, conciencia que sostiene la doc- trina de que el fin justifica los medios. Entramos en el asesinato de Atahualpa.

Queremos ser parcos en comentarios, por temor que nues- tra pluma se extravíe en un arrebato de patriótica indigna-


ción. Dejamos la palabra al padre Cappa. «La muerte de Ata- »hualpa fué un borrón del conquistador, un verdadero crimen, »es cierto; pero crean los jóvenes que se han repetido y se •repetirán hechos análogos, mientras dure el mundo, y con •menor motivo, por más que se diserte contra ellos.» Así se justifica hasta el asesinato de Abel y la crucifixión de Cristo. ¡Moral de jesuíta! A los ignacianos les viene siempre á pelo aquello de:— ¿Cómo anda uste'd de capitales?— No ando del todo mal... tengo los siete pecados.

En un consejo de guerra, se decidió, por trece votos contra once, el suplicio de Atahualpa, mediando breves horas entre la sentencia y la ejecución. Nada de esto refiere el padre Cappa á sus alumnos. En homenaje á esos once honrados españoles que votaron porque Atahualpa fuese enviado á España, para que allá decidiese el rey sobre su destino, quiero consignar aquí sus nombi^es.

Llamáronse Juan de Rada, Diego de Mora, Blas de Atien- za, Francisco de Chaves, Pedro de Mendoza, Hernando de Haro, Francisco de Fuentes, Diego de Chaves, Francisco Moscoso, Alfonso Davila y Pedro de Ayala. El padre Cappa parece que envidiara no haber figurado entre los trece asesinos del Inca; pues dice, que, aunque en ese día se le hubiera perdonado, «pronto se hubiera encontrado motivo para insistir en su muer- tte. Los españoles todos estaban convencidos de que, quitando »de en medio á Atahualpa, la conquista se allanaba extraordi- •nariamente.»

Oviedo, cronista real, después de estampar la relación de Jerez, conquistador que asistió á las escenas del sangriento drama de Cajamarca, dice: «por lo que he podido inquirir, la pri- sión y muerte de Ataballfca fué injusta.*

Y el gran Quintana, gloria de las letras en nuestros días, dice en su Vida de Pie-arro;— «Si desde antes no tenía ya en »su corazón condenado á muerte al Inca, sin duda lo determinó •cuando, satisfecha la pasión primera, que fué la de adquirir, •pudo dar oídos solamente á las sugestiones de la ambición.»

Sin esfuerzo convendrá el lector en que algo habremos ho- jeado sobre historia patria, y creerá nucslra afirmación de que en cronista ó historiador alguno habíamos encontrado hasta



ahora disculpado, tan sin embozo, el regicidio de Atahiialpa.

Iai honra de esa novedad estaba reservada en el siglo xix y en el Perú, para un cofrade del padre Mariana, el sabio je- suíta gue sustentó en España la doctrina del regicidio. Sólo los jesuítas tienen la audacia de patrocinar los grandes crí- menes.

Véase, en fin, la oración fúnebre que el padre Cappa consa- gra al infortunado Inca: «El padre Valverde le administró el » bautismo poco antes del suplicio. Diremos con Gomara: di- »choso él si de buena fe pidió el bautismo; y si no... 'pagó

  • las que había hecho. ^

¡Ferocidad de hiena ó de jesuíta! La pluma, indignada, se resiste á seguir copiando.

IV

Pasemos á las encomiendas y mitas, tan defendidas por nues- tro historiador. «Unas pocas encomiendas se adjudicaron á españoles que nunca pisaron la América.» ¡Bravo! Esta de- claración nos ahorra tinta. Quedamos, pues, en que los pobres indios eran adjudicados como botijas de barro: que tenían doble amo:— el residente en España, y el mayordomo ó re- presentante de éste en el Perú.

Tah insoportables debieron ser las encomiendas y mitas, y á tal punto llevaron el abuso y la crueldad los encomende- res, que alarmado el rey con las continuas reclamaciones que desde aquí le enviaran algunos hombres de bien, mandó al virrey Blasco Núflez para que pusiese en vigencia ordenanzas que, rechazadas por los encomenderos, produjeron las revuel- tas de Gonzalo y de Girón. ¡Suprimir las encomiendas! ¡Abolir el servicio personal! Eso no podía soportarse. Corrió sangre á raudales, venció la corona; pero los abusos y exacciones si- guieron en pie. Venían reales cédulas procurando mejorar la condición del indio; pero las reales cédulas eran papel mojado ú hostias sin consagrar: no se las acataba.

Cuando, á más no poder, tiene el padre Cappa que conve- nir cu que hubo exacciones, crueldad y arbitrariedad, culpa de ellas á los hijos del país, como si no hubieran sido tan es-


pafíolcs los de allá como los de acá, y como si no hubiera habido gobierno llamado á reprimir y castigar. ,

Aunque los indios estaban connaturalizados con el trabajo, el padre Cappa los hace holgazanes, sacando de aquí la nece- sidad de obligarlos al trabajo por medio de la mita. Olvida el profesor que, pocas páginas adelante, ha enseñado á sus dis- cípulos que la ociosidad no era conocida bajo el gobierno incási- co. Pero, ¿qué importa? Ahora, bajo el gobierno colonial, le convenía convertir en perezosos á los laboriosos. — Cuando el rey quería aliviar en algo la condición de esas bestias de carga llamados mitayos, expedía alguna real cédula que, llegada á Lima, no salía de palacio. Los virreyes sabían que siendo pun- tuales en remitir á la corte, convertidas en oro y plata, las gotas del sudor de los infelices indios, nada tenían que recelar; y preferían mantenerse en buena armonía con los encomende- ros, propietarios de esas bestias, á las que fué preciso que una bula del papa Alejandro VI, si la memoria no me engaña, de- clarase seres humanos y capaces de sacramentos. La tiranía Se llevíS hasta el punto de pretender que los indios no hablasen la lengua nativa.

A estas bestias de carga es á las que, probablemente, se refiere el padre Cappa, cuando dice que los conquistadores nos trataron con exceiivo mimo. Es cierto: á pocos mitayos des- cuartizaron pudiendo hacerlo (¡Dios les premie la caridad!) pero el palo y el látigo andaban bobos acariciando espaldas. I Esto es mimo^ y todo lo demás es chiribitas!


Si uu europeo, ateniéndose á los informes de Acosta, Hum- boldt y de infinitos historiadores, viajeros y hombres de cien- cia, que han considerado el territorio peruano á propósito para cosechar en él los productos de todas las zonas, llega, en mo- mentos de embarcarse, á leer el libro del reverendo jesuila, de fijo que deshace la maleta y se queda en el Viejo Mundo. No so diría sino que los jesuítas se proponen, desacreditando



al país, íccev imposible la inmigración. Véase io que, sin alterar silaba, escribe el padre Cappa:

«No es el territorio del Perú capaz de mucha agricultura. »La costa estéril; la sierra demasiado fría. Sólo las pcquc- »ñas quebradas del litoral, y alguna que otra provincia del in- »lerior, pueden rendir razonables cosechas. Durante el virreyna-: »to se aprovecharon, no mal, estos terrenos, pues el Perú se «bastaba á si mismo, y aun exportaba al extranjero.»

El hábil corresponsal de El Callao^ comenta este manojito de mentiras. Háme gustado su comentario, y lo prohijo.— «¿Con- »que sólo en tiempo del virreynato se aprovecharon esos terre- ónos, hasta el punto de que produjeran lo bastante para casa ty para fuera de casa? Pero, ¡hombre de Dios I si acaba usted »de decirnos que, por estéril la ima y por fría la otra, costa »y sierra, no consienten agricultura, ¿cómo nos habla de ex- »ccso de producción? ¿Y usted ha aprendido lógica, padre? •Pues lo disimula.»

Capítulo de otra cosa. Habla el padre Cappa:— «La Inqui- tsiclóu (dice) ha sido desde setenta años á esta parte el bu >de las gentes. (¿Y antes, qué era? ¿caramelo?).— Su fin estaba » reducido á velar por la pureza de la te, y á castigar á los «casados que, fingiéndose solteros, contraían otro matrimonio. »(¿Y no quemaban brujas, padre?)— Hubo en el Peni muchos •portugueses judaizantes, que sufrieron el justo rigor de la •Inquisición.- (Conque, jusíOy ¿eh?)— Es una vulgaridad tamaña •decir que la Inquisición encadenaba el pensamiento, y otras •sandeces por el estilo.— (Sandez es, en pleno s'glo xix, echarse »á hacer la apología de tribunal tan maldecido.)— Fuera de los •portugueses, raros fueron los castigados severamente en el •Perú.— O Hola I ¿Nos lo dice su paternidad, ó nos lo cuenta?)— • Nosotros, por respeto á tan santa y hiinhechora institución (¡ata- »ja! i ataja!) nos esmeramos en disipar las patrañas con que, •los hombres de fines del siglo pasado y principios de éste, •han embaucado á tanto candido.» (Muchas gracias, por la parle que nos toca.) El padre Cappa se coloca aquí en la misma condición del que dijo:— Yo arrojaría al mar á lodos los im- béciles* á lo que un curioso le contestó con esta pregunta: —¿Sabe usted nadar, padre?



¿Podía imaginarse el lector mayor impudencia? Pues ahí eslú en letras de molde.

Afortunadamente, aunque muchos documentos originales de la Inquisición han desaparecido del Archivo Nacional, quedan los suficientes para probarle al padre Cappa que, sólo en Lima, quemó la santa y bienhechora treinta prójimos vivos, y catorce en estatua y huesos, contándose entre los achicharrados dos mujeres; y que el número de los sentenciados á azotes, ga- leras y demás penas, ascendió á cuatrocientos cincuenta y ocho. [Vaya una bienhechora! Ni los paganos desenterraron jamás ca- dáveres para castigarlos con la hoguera.

Los bárbaros hacen á sus divinidades ofrendas de carne humana: y la santa, la civilizada, la católica Inquisición, insuHa á un Dios todo amor y misericordia, brindándole también el sacrificio de humanos seres.

Además, la Inquisición hacía imprimir en folletos la rela- ción de cada auto de fe, con el extracto de la causa seguida á, cada reo. Y de estos folletos se conservan no pocos, en Lima. Quien tenga flema para leerlos, verá por cuan ridiculas acu- saciones se aplicaban penas severísimas.

No podrá negar el padre Cappa la autenticidad del llamado Edicto de las delaciones que en el tercer domingo de Cuaresma se promulgaba anualmente en nuestro templo de Santo Do- mingo, fijándose luego, en carteles impresos y con el sello del Tribunal, en la puerta de todos los templos de Lima. En la antigua Biblioteca Nacional se encontraban (y abundan las per- sonas que los vieron) los edictos promulgados en 1721, 1738, 1742 y 1809. También Llórente, en su historia de la Inquisición, los publica. El cartelón que se pegaba en la cancela ó puerta de las iglesias, llevaba esta terrible nota mannscñía:— Nadie lo quite, so pena de excomunión.

Para solaz de nuestros lectores, extractaremos del edicto algunos de los crímenes, por los que se corría peligro de tra- bar relaciones íntimas con la penca ó con la hoguera.

Erase hereje judaizante, por ejemplo, por haber negado que las campanas fuesen las trompetas del Señor; por recitar los salmos sin agregar gloria Fatri; por ponerse camisa blanca en


sábado: por haber vuelto, al morir, la cara á la pared; por lavarse, por la mañana, los brazos hasta el codo; por pasar sobro la uña la hoja de un cuchillo; por hacer ascos al vino; por separar el gordo del tocino; por poner, en sábado, sába- nas limpias en la cama; por poner sobre el hombro de un hijo la mano con los cinco dedos extendidos; y, en fin, largo espa- cio ocuparía seguir extractando un edicto que el lector, curioso por conocerlo íntegro, encontrará en la Biblioteca Nacional. Lo más infame de este edicto era la obligación que se im- ponía á los hijos de denunciar á los padres, abominación de la que, para mengua de la humanidad, no faltaron casos.

Y á ese Tribunal sanguinario, feroz, fanático é inmoral, es á lo que el padre Cappa llama institución santa y himhechora 1 1

Tiene razón. La Compañía de Jesús y la Inquisición son hermanas gemelas. Tal para cual. Que echen raíces en el Perú los jesuítas, y su hermanita vendrá, no precisamente en la for- ma antigua, sino en otra más hipócrita. ¡Quién sabe si, por esta refutación, me quemarán un día en estatua y huesos! Sea todo por Dios.

Y va de tradición:

Cuentan que el padre Esteban Dávila, que fué uno de los cinco primeros que trajeron á Lima la lepra del jesuitismo, mantenía una de dimes y diretes con fray Diego Ángulo, co- mendador de la Merced, sacerdote que tenía el cabello de un rubio azafranado. Fijándose en esta circunstancia, le dijo en cierta ocasión el jesuíta:

—jRvbicundus erat Judas.

A lo que el mercenario limeño contestó sin retardo:

—Et de Societate Jesu.

VI

No todo ha de ser seriedad y entrecejo y bilis. Hay^ en el librejo temas de que no puede ocuparse la crítica sino humo- rísticpmente. Escogeré cuatro ó cinco, que para muestra basta un botón Criticólos, más que por lo que ellos en sí expre- san, por el solapado propósito que encarnan de establecer com- paraciones entre el pasado y el presente.


Sobre libertad de imprenta, punto de que también se ocupa el padre Cappa en la sección de su libro correspondiente á la Independencia de la República, después de opinar que el gobierno colonial hizo- bien en matar el Mercurio peruano^ por- que éste empezaba á sacar los pies fuera de la sábana, con tendencias y doctrinas intolerables^ añade que los periódicos que le sucedieron valían poco, marcándose cada vez más la fisonomía repugnante que hoy caracteriza á la mayor parte de eUos.

No se apuren los miembros del cuerpo médico de Lima, que también ellos tocan del pan bend¡to.«No hacían tantas con- »sultas, ni t^n caras; y con todo, la mortandad está, ahora, »en la misma proporción que antes».— ¡Vaya! ríanse ahora con esta dedada de miel:— los estudios se encuentran hoy en tan >buen pie, como en las más acreditadas escuelas europeas.» —Una de cal y otra de arena. Lo que el padre Cappa critica es que cobren caro y que dejen morir gente, después de ha- berlo consultado mucho, cosas que, según él, no hacían los médicos del coloniaje.

De las limeñas dice el padre Cappa:— «Las leyes eran pocas »y suaves; pero se notaba en las señoras marcada tendencia T»á contradecirlas aun con descaro, en lo que hubo excesiva •tolerancia de las autoridades, contribuyendo á formar un ca- »rácter sin más norma que el capricho. ¡Cosa sorprendente I •Entre la multitud de acusaciones que los americanos inde- » pendientes hacen á los españoles, nunca he visto ésta que, »en mi concepto, es la más fundada, y la que ha dado y da •resultados fatales.»

Cuando llueve, todos se mojan, y no era posible que mis bellas paisanas quedaran sin su correspondiente sepancuantos en el sermón del padre Cappa.

Pesada se haría esta refutación si continuara pasando el lápiz rojo sobre todos los párrafos parecidos á los que, humo- rísticamente, apunto en este capítulo. Son dignos de ataque sólo por estar en un libro de texto para colegio, y dar á los estudiantes extraviada idea de lo que fué y es nuestra sociedad peruana. Quédense en el tintero.


VII


Hablando de las causas que produjeron la Independencia, considera, entre otras, ésta:— -«La ambición de unos cuantos hom- »bre8 sin antecedentes ^ que con el cambio radical se prometían »ocupai los primeros puestos.»

Así, para el padre Cappa, eran ambiciosos sin antecedentes los notabilísimos peruanos que, el 28 de Julio de 1821, suscri- bieron, en el Cabildo de Lima, el acta de emancipación; y nótese que más de una docena de los firmantes eran títulos de Castilla, condes y marqueses; y no pocos nombres de muy acaudalados comerciantes figuran entre los suscritores del clá- sico documento. Hijos ó nietos de esos patriotas republicanos son los hombres de la actual generación, y creo que no de- jarán de sentirse heridos en su sentimiento filial, al ver ca- lificados á sus padres y abuelos de ambiciosos sin antecedentes.

«La acción, no interrumpida de las logias masónicas del »rito escocés, el resentimiento de Inglaterra para con España, »á la par que el deseo de explotar el Nuevo Mundo, y los libros »de los llamados filósofos franceses,» fueron, según el padre Cappa, las chispas que produjeron la explosión. ¿Por qué olvi- da que el despotismo, la intransigencia, los abusos, exasperaron á los americanos, hasta lanzarlos á una lucha titánica, la lucha desesperada de los débiles oprimidos contra los fuertes y en- greídos opresores? Convenimos con el padre Cappa en que, al principio, no fué grande el eco que encontrara en el Perú la causa revolucionaria; pero no aceptamos que el indiferentis- mo fuese porque previeron que la Independencia daría por fruto la anarquía más lastimosa^ como él sostiene. ¿Quién rea- lizó el milagro de convertir el indiferentismo en entusiasmo? Los realistas mismos con sus innecesarias crueldades en Can- gallo y Pasco, ni Y luego hablarncs de anarquía un español, un subdito del más anarquizado de los pueblos y gobiernos de Europa! I! En otra oportunidad he escrito que, si bien se hace la cuenta, á españoles y peruanos nos toca á motín por barba.



VIII


Veamos cómo trata el padre Cappa á los prohombres de la Independencia.

Pasando por alto que á La Mar, (página 184) lo llama á todas luces inepto; que de Riva-Agüero dice que nunca oyó sil- bar una bala, y que, sin embargo, fué gran mariscal; y que unos picaros de aquí y otros picaros de allá, poseedores de títulos de la antigua deuda española, fueron los promovedores de la toma de las islas de Chincha en 1864, y otras difama- ciones calumniosas ó inconvenientes en un texto, contraigá- mosnos sólo á lo más culminante' é intencionado, por la ten- dencia y espíritu que en el historiador dominan.

Hablando de M:ntca3udo, dic?:— «Era Montearudo írrci'gio- »so, inmoral, pérfido y aleve.»— ¡Cuánto derroche de califica- tivos! Los jesuítas tienen bien sentada su fama de derrochado- res de insultos. Es lo único que derrochan.— «Kra hijo de un •pulpero de Chuquisaca y de una esclava.»— Esto no puede pasai* en un libro de texto; porque á los escolares no se les debe enseñar mentiras crasas.

En 1879 (y con motivo de la polémica histórico-continen- tal á que un estudio nuestro sobre Bolívar dio motivo) el go- bierno argentino hizo seguir una información sobre el naci- miento de Monteagudo. De esa información resulta que nació en Córdoba del Tucumán, por los años de 1785, que fué hijo de don Miguel Monteagudo Labrador de Roda, natural de Cuen- ca, en España, capitán de milicias en Buenos Aires cuando la invasión inglesa, quien casó con doña Catalina Cáceres, de cuyo matrimonio tuvo por hijo al doctor don Bernardo Mon- teagudo Estos datos constan en el testamento del dicho ex- capitán de milicias que, original, se encuentra en poder del general y literato don Bartolomé Mitre.

Dos historiadores bonaerenses. Pelliza y Fregueiro, publi- can, en sus libros sobre Monteagudo, otros documentos que apoyan la información oficial á que nos acabamos de referir,


y aun creemos haber puesto ambos libros en mano del padre Cappa, en alguna de las visitas que hizo á la Biblioteca en busca de documentos. Pero le convenía dejar en pie las hablillas que, en vida, propalaron los enemigos de ese eminente hombre de Estado, con el mezquino propósito de rebajar su perso- nalidad.

Sigue el padre Cappa:— «De este sujeto, (¡vaya ima grose- >ría!) como de San Martín, Bolívar, Sucre (¿también sujetos f »¿ también números de la penitenciaría?) y otros pocos, da- » remos una biografía, en otro Ubro.»— Y hablando de la de- posición de Monteagudo, añade:— «Nunca es larga la felicidad »de los malvados.»— ¿Por qué malvado? ¿Por patriota?

El padre Cappa nos trae á la memoria el parte fie aquel comandante de fronteras, que escribió:— Todo está listo, mi general, para batir al enemigo: sólo nos faltan armas, municio- nes, caballos y gente; pero nos sobra artillería de embustes.

Cuando, por un momento, se olvida el padre Cappa de que es jesuíta, entonces su pluma se inclina á ser justiciera. Así nos explicamos que en la página 177, al hablar de la organización del gobierno de San Martín, diga:- «Se rodeó de hombres de emérito como don Bernardo Monteagudo, etc.,» pero olvidadi- zo luego de que había reconocido la importancia del hombre, lo colma de improperios veinte páginas después. No se diría sino que el tal jesuíta es tuerto del ojo canónico, que dicen lo«  teólogos, y que tiene cerrada la otra ventana.

En cuanto á los honores concedidos por el Congreso á San Martín, dice: «que estos fueron obra del miedo, y no de »la gratitud nacional»— y, en un párrafo que bautiza con el epígrafe Servilismo y adulación^ lanza al clero peruano este en- venenado dardo:— «El clero oía con gusto un himno dedicado »á Bolívar, que se cantaba entre la epístola y el evangelio, »conslándole que Bolívar era el hombre más cinicamente obsceno T^del mundo* al lado del cual, añadimos nosotros, Pirrón, con su oda á Priapo, sería probablemente para los ignacianos un mo- naguillo de la Cartuja, ó una pudorosa monja visitandina.

¿Quiere el lector respirar el aroma de un ramillete de in- sultos procaces contra nuestros hombres más eminentes? Pues vea lo que, ad pedem Uleree^ copiamos de la página 208:— «La


«semilla sembrada en la juventud por el impío padre Cisncros; •por el blasfemo canónigo Arce; por los sacerdotes liberales »(quc, para los jesuítas, ser liberal es más que ser excomulgado » vitando) Rodríguez y Luna Pizarro; por los libérrimos Ma- »r¡átegui y Sánchez Carrión; y regadas, en fin, por Sati Mar- tín, Bolívar y Monteagudo, debían producir opimos frutos.»


IX

Hasta la gloria de los laureles que en Ayacucho alcanza- ron los americanos, es vulnerada por la pluma del sai disant historiador jesuíta. La victoria no se debió al esfuerzo de los patriotas, sino á la traición de Canterac, el general en jefe de los realistas. Y luego, (no se caiga de espaldas el lector) en Ayacucho el ejército independiente no tuvo los 5,686 hombres que las listas de revista, los partes oficiales y demás documen- tos consignan, cifra que hasta hoy ni García Camba, cronista español de esa batalla, había contradicho, sino 8,000 hombres; número casi igual al del ejército realista, cuyo efectivo, en rea- lidad, fué de cerca de 10,000. Convénzase el lector por este tro- cito que, literalmente, copiamos de la página 199 .—«Las fuer- »zas fueron, próximamente, de unos ocho mil hombres de cada »parte, como con buenos datos lo probaremos en nuestra His- »toria, (así será de embustera esa Historia) para donde, igual- emente nos reservamos analizar la conducta de Canterac, y »si hubo ó no traición por parte de este jefe, al que desde »Junín lo llamaban el francés.» No hubo, pues, según el histo- riador loyolista, gran proeza en vencer á número igual de ene- migos, y menos cuando la traición fué aliada de los vencedores. üj^Y nosotros que vivíamos tan engreídos con nuestra victoria de Ayacucho, que selló la Independencia de la América!!! Ven- cieron ustedes gracias á ramas, gracias á la traición, es lo que, en buen romance, les enseña ahora el padre Cappa y Ma- nescau, á nuestros hijos, á los nietos de los vencedores en Ayacucho. j Habrá cinismo!

Precisamente todos los entendidos en el arte militar, así españoles como americanos, que han escrito sobre la batalla



de Ayacucho, convienen en que esa batalla fué, por parte de los patriotas, la más correcta, la más ajustada á estrategia entre cuantas se dieron en América durante la larga guerra de Independencia. No es Pichincha, es Ayacucho la acción que, como soldado, pone á Sucre al lado de los más grandes capitanes. ¡¡¡Pues bien, sépalo la juventud, sépalo el mundo, esa gloria es hechiza, es usurpada!!! ¡Gracias á ramas!

Cómodo es justificar todo desastre inventando una traición y un traidor. ¡Pobre Canterac! Murió alevosamente asesinado en un cuartel de Madrid al apersonarse á sofocar un motín, y ahora... también su honra es alevosamente asesinada y... para que sea más cruel el golpe, por un compatriota suyo.

El padre Cappa se exhibe en esta parte de su compendio co- mo el granuja á quien pregunta el juez el por qué ha robado un terno de ropa en una sastrería.— Ya se sabe que aquél contestará que lo hizo para poder presentarse vestido con al- guna decencia ante el juzgado.

Pues ni esto ha conseguido el padre Cappa, porque ante el tribunal de la Historia, en la misma España, será tenido por indecente el que, sin exhibir documentos comprobatorios, in- fama la memoria de un soldado benemérito para la metrópoli.

Hay un aforismo español que, á ser contemporáneo, cree- ríamos inspirado para hacer el retrato moral del jesuíta pa- dre Cappa. Dice así el ya rancio aforismo:— -Tres muchos y tres pocos hunden á un hombre: mucho hablar y poco saber; mucho presumir y poco valer; mucho gastar y poco tener.


X

Termino esta refutación desentendiéndome de las 18 pági- nas que el padre Cappa consagra á los gobiernos del Perú, desde La Mar hasta el día. Se ocupa de hechos en que todos hemos sido, si no actores ó comparsa, por lo menos especta- dores, y de hombres públicos á los que todos hemos conocido personalmente. Tela hay, y larga, en esas 18 páginas; pero esa tela córtela cada cual según sus simpatías ó prevenciones. No quiero exponerme á herir susceptibilidades de conlcmpo-



ráneos ó de amigos personales; sobre todo cuando, como re- futacióíi al librejo, creo haber escrito lo suficiente para que mis lectores se formen cabal concepto del espíritu jesuítico encarnado, como sutil ponzoña, contra la libertad y la repú- blica, en esas 219 paginitas.

Del fondo de una sociedad pervertida en su fe por la su- perstición, y en una edad anarquizada, en su dogma, por las herejías, se levantó, al par de la Inquisición, con su hoguera y sus verdugos, una institución mitad militar, mitad religiosa, con todos los vicios del campamento y todas las sutilezas del claustro, con toda la hipocresía arrancada á su fundador por los terrores de un libertinaje salvado á la muerte en las alu- cinaciones de un sistema nervioso ya gastado.

Esa institución formada por un desertor, debía convertirse en el poder más tenebroso y absorbente. La espada caída en las puertas del hospital de Pamplona, debía transformarse en el puñal de Ravaillac; y la sangre de la herida de Loyola debía de servir para confeccionar el chocolate de Ganganelli.

Esa institución, como asociación religiosa es una blasfemia contra las doctrinas del Evangelio; como sociedad civil, es una amenaza al hogar y á la propiedad; como cuerpo político, es un complot permanente contra la libertad de los pueblos y la estabilidad de los gobiernos. Ese monstruo, abortado por una decadencia de fe y corruptela de nobleza; ese antro que fué refugium peccatorum de los libertinos hastiados y de los am- biciosos decepcionados, es lo que, por sarcástica ironía, se llama ¡Compañía de Jesús!...

Gobiernos y pueblos, familia é individuo, á todos hiere, á todos alcanza ese Moloch esclavizador de las conciencias, esa divinidad de las tinieblas llamada jesuíta. Consentir que se adue- ñen de la juventud, autorizándolos para la enseñanza en los colegios, es renunciar al porvenir de la patria y renegar del progreso.

Si los jesuítas son tan útiles y tan buenos, ¿por qué se les expulsa de todas partes? ¿será por su virtud y santidad? Y, ¿por qué ha de ser el Perú, cuyas puertas les cierra una ley vigente, el Ceuta de los expulsados, el cuartel general donde se den cita esos fatídicos buhos para continuar en sus fimcs-


tas maquinaciones contra la libertad? Si nuestra genial toleran- cia ha consentido que, lentamente, adquieran señorío y aun personalidad en el país, ellos mismos se han encargado de ha- cernos arrepentir de ella. Son nuestros huéspedes, caritativa- mente admitidos en nuestro hogar, y nos corresponden hirién- donos en las fibras más delicadas de nuestro sentimiento pa- triótico.

No es esta la primera vez en que mi pluma, torpe acaso, pero sincera y entusiasta, combate con bravura al jesuitismo. No lo quiero en mi patria, y menos con el carácter de educa- cionista Sin embargo, ha sido necesaria toda la petulante au- dacia del padre Cappa para que, á mis años y con mis decep- ciones, se irritase la nerviosidad de mi temperamento y, atro- pellandc por toda consideración de personal conveniencia, me lanzara á escribir esta refutación. En ello, pienso que he lle- nado, no sólo un deber de honrada conciencia literaria, sino un obligado deber de patriotismo. Salisfechos estos, vuelvo á mis cuarteles de invierrfo.

Contento estoy con haber sido el centinela que ha dado la voz de alarma. Gobierno, Congreso y opinión pública harán el resto. Otros á la brecha. Luna, Julio de 1886.