Reveladoras/XII
Sonó la música. La formación de fracs de bayeta azul dió paso a dos nuevos artistas. Rodrigo, sentado entre Petra y Josefina, miró el programa: Hermanos Leotard, los hijos del aire. Vestían igual raso celeste, sembrado de lentejuelas de acero; apenas se delataba el distinto sexo por la cabellera, más rubia y más larga, y las piernas menos musculosas de ella. De la misma estatura y casi de la misma edad, era igualmente rosado el rostro de ambos jovencillos, a quienes acogió un largo aplauso, que duraba todavía cuando, desde la red, treparon a los trapecios, maroma arriba, allá a quince metros del suelo.
El resplandor de los globos heríalos de cerca como lunas, y cuando, poco después, se balanceaban por entre las baterías eléctricas, sus cuerpos rielaban de reflejos como unos peces del aire incendiado en luz.
Rodrigo, con ambos codos en la barandilla y la barba en las manos, estaba absorto por el arriesgadísimo ejercicio. Había callado la orquesta, y miss Leotard se arrojó al trapecio oscilante de su hermano, donde le esperaba éste en corvas, asiéndola por las muñecas. Inmediatamente tornó a desprenderse hacia su trapecio, cogido al vuelo con admirable precisión; al despedirse de uno al otro, lanzaba, pequeños gritos, resonantes sobre el silencio del circo como los gritos de la lechuza en los templos a media noche.
Igualmente, Petra parecía maravillada con el espectáculo, que la hizo olvidarse de su novio y de la dignidad, un poco violenta, que quiso antes adoptar al verse adulada por la admiración extraña. Esto contrariaba sin duda a Román, sólo fijo en ella. Pero Petra surgía aquí, niña como era, con todo el candor de su alma excitado en la piedad de un peligro, en medio de las ansias egoístas que su belleza despertaba a los hombres y por completo ajena ahora a tales artificiosos enamoramientos y a tales pleitesías. Los gritos seguían cayendo de la altura secos, imperativos, solemnes, cual avisos de alerta ante la muerte, y el cuerpo ligero de la artista cruzaba el espacio, mientras algunas señoras bostezaban en sus plateas y algunos caballeros se aburrían con elegancia leyendo los periódicos. Seguía callando el gran público, sobrecogido en un entusiasmo mudo de terror, y Petra y Rodrigo volvieron un instante a sentirse juntos por su antigua infantil atención de cariño.
— ¡Oh, se cae! — exclamaron una vez que la Leotard se arrojaba, dando vueltas, a los brazos de su hermano, y, hermanos ellos también, se estrecharon instintivamente la mano sobre la falda de Petra, permaneciendo así en alianza de amor y mostrando siempre, con la mirada arriba, la pureza de ángeles en el blanco azulino de sus ojos. Vieron, al fin, a los voladores suspendidos uno del otro, inmóviles, para lanzar otro grito siniestro y precipitarse, en una vigorosa contracción, cada cual por un lado, al vacío, cabeza abajo, dando volteretas en la caída hasta la red, que se hundió al recibirlos, rebotándolos y haciéndoles rodar como pobres pajarillos enredados en las mallas... La ovación fué delirante. Se les hizo salir a la pista muchas veces.
— ¿Ves, mamá? — dijo piadosamente Rodrigo —. ¡Los harán empezar de nuevo y pueden matarse!
Doña Luz había seguido el trabajo con lágrimas en los ojos, pensando que quizá también estuvo mirando a las pobres criaturas su madre, ahogada por el dolor.
Sin embargo, no significaban los aplausos más que la ternura del público, y los Leotard desaparecieron.
Venía el descanso. Un mozo lo anunciaba, enseñando desde la pista la tablilla.