Reveladoras/XIII
Todo el circo se removía. Los pasillos se llenaban de gente. Petra volvía a mirar en derredor a su novio, que parecía reconvenirla desde lejos por el olvido de diez minutos; a sus amigas, que reían y charlaban por los palcos; a los jóvenes, que la contemplaban. Al lado allá de la pista descubrió al ayudante del general con otros señores. Un caballero viejo y de color de pimienta la faz, entre las mechas de canas, quería comérsela con los ojos... Todo esto la obligó a entrar nuevamente en la realidad. Adoptó su aire indiferente y grave. No, no iban allí las jóvenes bonitas a ver ni admirar ninguna cosa, según acababa de repetirle Josefina, sino a convencerse de que eran lindas y demostrarlo, a ocuparse de los otros, a estudiar el modo de conseguir mayores admiraciones para fingir desdeñarlas... La magia que producen siempre los espectáculos en que el juego del arte se une al juego solemne con la vida la abandonó bien pronto, igual que se le borraba el misticismo de las oraciones cuando iba a la iglesia con Aurora, que la distraía. Tornaba Rodrigo a mirar la diosa desnuda del escenario los dorados, las luces, los labios de Josefina..., la diosa otra vez..., las sonrisas de su hermana a no sabía quién..., y entre tanto la madre los observaba a ambos, o, mejor dicho, hacía en ellos reposar sus ojos de caricia, contenta porque se le antojaba estar más con los dos cuando no estaba la aturdida y absorbente Aurora, útil, a pesar de todo, según decían, para ir habituando a Petra a la sociedad.
En el palco entraron el teniente coronel y su hija. Visita de entreacto. Por el lado de las sillas se acercó a saludar Pedro Lujan. Las conversaciones se empeñaron pronto: de secretillo, entre Petra y su amiga, y general, para los demás. Pero estaba triste, más nerviosa, la mujer del diputado, que se irritaba al ver de pie al notario, encañonándola con sus gemelos monstruosos. En un rato que doña Angeles dialogó con el artillero, se acercó a Rodrigo y conversó con él acerca de si le iba gustando el circo.