Ir al contenido

Revista del Jardín Zoológico de Buenos Ayres/Tomo I/Las urnas funerarias y la chicha

De Wikisource, la biblioteca libre.
LAS URNAS FUNERARIAS Y LA CHICHA

Jujuy, Abril 25 de 1893.

Señor Dr. D. Eduardo L. Holmberg.

Buenos Ayres.


Querido amigo y colega:

Despues de haber llevado á cabo una breve excursion por los pintorescos bosques del Departamento de Perico, decidí, ya de regreso á Jujuy, efectuar un paseo por la Quebrada de Humahuaca, y alcanzar, si me era posible, hasta el lindo lago de Yala, cuyas incomparables bellezas había oído ponderar y del cual había visto algunas buenas fotografías.

El eufónico nombre de Yala, tan dulce de pronunciar como de oir, el prestigio de las denominaciones de Humahuaca y de Tilcara, de melancólico significado, influyeron no poco en mi determinacion. Es singular, mas no por ello menos cierto que, aunque los franceses digan que: Le nom ne fait rien à la chose, los nombrados guardan secreta atraccion cuando tienen algo de musical, y se refieren á comarcas, ruinas ó personajes cuya historia se conoce, y que cuanto mas remota es la leyenda y más armoniosa la denominacion de los parajes que de ella han sido testigos, la imaginacion los viste con las mejores galas, mayormente si el nombre pertenece á lenguajes extinguidos ó condenados á irremediable desaparicion, así es cómo Humahuaca (de Hum-y-mi cabeza, y huacar, llorar) con su cabeza que llora, Tilcara (de til-hackara, aquí descanso) con su significativo nombre de paradero al fin de penosa etapa, y Yala, de para mí desconocida etimología, me atraían evocando en mi espíritu el recuerdo de remotísimas leyendas que aún hoy corren en boca de los descendientes de aquellos guerreros quichuas y aymaráes, cuya lengua enérgica quizá en sus acentos, en otros tiempos, hoy remeda más el murmullo suave y quejumbroso de una raza vencida, que no el idioma poderosamente articulado que parece debió corresponder á los altivos conquistadores cuyas hordas se movían á la voz del Inca, desde el Ecuador al confin lejano de los belicosos Araucanos.

Mas es probable que mis ideas acerca del influjo de los nombres bonitos sobre el ánimo del viajero sólo sean ciertas para las imaginaciones poéticas y romancescas, pero que resulten totalmente falsas para los espíritus prácticos, pues el arriero de cualquier provincia más se ocupará de averiguar si las aguas de tal río son buenas ó vadeables, ó si tal montaña es accesible ó no, sin importarle un comino lo lindo ó feo de sus nombres, sobre los cuales me he extendido demasiado, razon por lo que pongo aquí punto final acerca de ellos.


Salí de Jujuy montado en un caballo que mi buen amigo el Sr. Domingo F. Perez me había prestado, y acompañado de un jóven Ortega y de un peon, crucé la Tablada, extenso llano donde tienen lugar las férias anuales, y descendí al valle del Rio Grande por un profundo, angosto, pedregoso y pendientísimo sendero, densamente sombreado por enormes árboles cuyas ramas se cruzaban y entretejían sobre nuestras cabezas, y flanqueado por intrincados y perfumados matorrales.

A qualquier otro que no fuera V. le describiría en formas ditirámbicas, estos caminos hondos, cavados en la vertiente de las montañas boscosas, por la accion de las avenidas, el tiempo y los cascos de muías, bueyes, caballos, llamas y todo bicho cuadrúpedo, cuando nó por la planta del hombre protegida ya por gruesa epidermis, ya por las palmípedas usutas que usaron y aún usan á manera de sandalia los pueblos de orígen incásico; pero como V. ha visto algo parecido ó idéntico en sus viajes por la República, creo ocioso gastar tinta y papel en decirle lo que tan sobradamente tiene sabido por informes, fotografías, dibujos y aún de visu.

Una vez llegado al pié de aquella escala de Jacob, y lo digo por lo empinada, que no por los peñascales que no tuvo la del santo varon, se me ofreció el paisaje bajo un nuevo aspecto: el ancho valle surcado por el cauce del Río Grande sembrado de islotes de pedregullo y de piedras, enormes algunas, y corriendo con furia entre los obstáculos acumulados por el mismo, se halla limitado á la derecha por altos cerros cubiertos de espesas selvas, entre las cuales se descubren angostas y profundas quebrajas, mientras, á la izquierda, las colinas forman una série de escalones muy verdes, pero desprovistos de arboledas, como si un huracan las hubiera hecho desaparecer.

Pasé por el árbol de la despedida, que no es sino un gran Ceibo de forma perfecta, á cuyo pié, según me dijeron, acostumbraban despedir los amigos á los arrieros antes de emprender su largo viaje por la histórica quebrada. Crucé el Reyes, torrentoso como todos los arroyos de montaña, cuyas aguas cristalinas van á unirse á poca distancia del camino con las menos claras del Rio Grande, y no tardé mucho en llegar al Yala, el cual merece descripcion aparte.

Este pequeño rio, de aguas clarísimas de color verde mar, se precipita velocísimo por un cauce sembrado de grandes piedras rodadas, rojas, negras ó blanquecinas, encerrado entre una angosta quebrada cuyos flancos muy empinados y densamente arbolados se elevan á respetable altura. Poco antes de su desembocadura se construyó un puente, cuyos débiles estribos de tierra y piedras rodadas se ven semi-derrumbados á una y otra banda del Yala, á cuyo furor no pudieron resistir.

Es bellísimo este punto donde las aguas cristalinas, rompiendo impetuosa y ruidosamente contra las piedras, las rocas multicolores, los cerros altos revestidos de arboleda hasta la cumbre y la media luz del fondo de la quebrada, se combinan de admirable modo; por este río pasa el camino que, por Humahuaca, conduce á Bolivia, y en las inmediaciones se hallan las fincas de Vargas y del Dr. Carrillo, cuyos edificios techados con teja, y del antiguo modelo español, se destacan entre la exuberante vegetacion de aquel Paraiso terrenal.

Tan delicioso paraje dista unas tres leguas al Norte de Jujuy, siendo el camino muy bueno para mulas y caballos y áun para carruajes, sin embargo de que, en ciertos pasos, abundan montones de pedruscos y enormes cantos rodados. Helechos de diversas especies crecen entre las grietas de los peñascos y son diversos de los que vi en Córdoba. En el camino de sitios tan encantadores hallé algo que sorprenderá á V. y sobre lo cual voy á permitirme algunos comentarios; este algo consistía en unas tinajas que poco antes de llegar á Yala ví bajo el alero de un rancho pobrísimo, como son todos por acá. Desde léjos me recordaron, las tinajas en cuestion, la forma y dimensiones de aquellas á las cuales se atribuye haber sido construidas con el exclusivo objeto de usarlas como urnas funerarias; al acercarme reconocí que no me había equivocado, pues á algunas ni aun les faltaba tal cual tosco dibujo rojo ó negro, pero estas de que hablo no estaban destinadas á encerrar los restos de seres queridos, sino que, muy prosaicamente, servían para la fabricacion de chicha mas ó menos muqueada; en cuanto á la forma y las dimensiones no diferían muy sensiblemente de las que se ven en el Museo de La Plata.

Supe tambien que estas tinajas las fabrican los indios sirviéndose, no del torno, sino de moldes de madera compuestos de varias piezas, á las que, una vez armadas, rebocan con arcilla, dándole un espesor conveniente y cuando esta última se ha solidificado, extraen las piezas del molde, una á una, y por su órden; concluido el cántaro de este modo, lo perfeccionan con la mano ú otros utensilios, y luego lo someten al fuego, al aire libre.

Valía la pena de ocuparse de asunto tan interesante, pues no erá creíble que tantos y tan hábiles arqueólogos como los que han descrito las urnas funerarias del período incásico, se hubieran equivocado al considerarlas como tales, sólo por el hecho de que en ellas se hayan encontrado, no una sino muchas veces, restos humanos, mas ó menos bien conservados. Despues de una detenida reflexion, me parece haber acertado con la solucion del dilema—¿Son urnas ó son simples recipientes de chicha?—Son ó han sido las dos cosas á la vez, segun mi parecer. Me explicaré. Es conocidísima la costumbre que la mayor parte de los pueblos ha observado de enterrar ó incinerar sus muertos junto con los útiles, armas, y áun animales más preciados que tuvieron en vida: así, los guerreros eran sepultados ó quemados en compañía de sus espadas, hachas, lanzas, etc., en fin, de todo aquello que les sirvió para la defensa ú ofensa, sin excluir sus caballos ó perros favoritos; las mujeres de los pueblos primitivos bajaban á la tumba junto con sus útiles domésticos, á veces con la comenzada y no concluida labor suspendida por la muerte, y en ocasiones, con ella iba el delicado niño que ocasionó su fallecimiento al nacer.

Esa tierna costumbre de unir al muerto las cosas que le fueron caras durante su existencia, el no privar al hombre de guerra de lo que le fuese necesario para continuar su carrera en el Walhalla ó sus cacerías en las praderas y bosques celestes, de no separar á la mujer de los objetos familiares del hogar, transformada en ciertos pueblos, hasta el punto de exigir que el esclavo y la esposa amada deben seguir á la tumba á su señor y dueño, y de aquí los feroces sacrificios de la India Oriental, el Dahomey y tantas otras comarcas antiguas ó modernas, donde el dolor por el ser desaparecido ha sido llevado hasta la crueldad para con los sobrevivientes. En nuestros dias y bajo el imperio del cristianismo, vemos aún enterrar á los muertos, tanto hombres como mujeres, adornados con sus mejores atavíos y joyas, cual si con ello se pretendiera paliar el horror del no ser, aun cuando, en realidad, me parece tal costumbre resto atávico de anteriores civilizaciones. Establecido, como lo dejo, que el hábito de unir á los difuntos lo que durante su breve tránsito por la tierra les perteneció, imaginando ligar el presente terrenal con el porvenir desconocido, obscurísimo, de la vida apagada por necesidad inexorable, fácil me será demostrar que las pretendidas urnas funerarias no han sido sino útiles domésticos que acompañan al dueño ó dueña en su postrera morada. Privativa de las mujeres de raza incásica, la fabricacion doméstica de la chicha, bien que, por excepcion, la pudiera hacer algun hombre que careciera de la ayuda de dulces compañeras, esos cántaros de grandes dimensiones no pudieron ser sino un utensilio doméstico, como lo son los demás cacharros que, á millares, se encuentran en Catamarca, Tucuman, Bolivia y Perú, y en esta opinion me ha confirmado el hallazgo que hice en Yala.

Concluyo, pues, que, así como los demás útiles eran depositados con su dueño en tierra ó en la huaca, así tambien nada se opone á que la india fallecida fuera recluida dentro de la tinaja, que habitualmente usó para preparar la chicha, siguiéndola al sepulcro junto con los husos y torzales de tosca lana que preparaba cuando le sorprendió la muerte.

Tales son las ideas que me han sugerido los tinajones de Yala y que someto á Vd. para que, á su vez, las haga conocer de algun especialista en materia de cacharros y costumbres pre-históricas. Un tanto cansado por la longitud de esta carta, suspendo para mi próxima el relato de mi regreso, y así me despido repitiéndome su siempre affmo. amigo y s. s.

Félix Lynch Arribálzaga.