Romeo y Julieta (Menéndez y Pelayo tr.)/Acto I

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​Romeo y Julieta​ de William Shakespeare
traducción de Marcelino Menéndez y Pelayo
Acto I
Acto II


ACTO I.

ESCENA PRIMERA.

Una plaza de Verona.

SANSON y GREGORIO, con espadas y broqueles.


SANSON.

A

fe mia, Gregorio, que no hay por qué bajar la cabeza.
GREGORIO.

Eso seria convertirnos en bestias de carga.

SANSON.

Queria decirte que, si nos hostigan, debemos responder.

GREGORIO.

Sí: soltar la albarda.

SANSON.

Yo, si me pican, fácilmente salto.

GREGORIO.
Pero no es fácil picarte para que saltes.
SANSON.

Basta cualquier gozquejo de casa de los Montescos para hacerme saltar.

GREGORIO.

Quien salta, se va. El verdadero valor está en quedarse firme en su puesto. Eso que llamas saltar es huir.

SANSON.

Los perros de esa casa me hacen saltar primero y me páran despues. Cuando topo de manos á boca con hembra ó varon de casa de los Montescos, pongo pies en pared.

GREGORIO.

¡Necedad insigne! Si pones pies en pared, te caerás de espaldas.

SANSON.

Cierto, y es condicion propia de los débiles. Los Montescos al medio de la calle, y sus mozas á la acera.

GREGORIO.

Esa discordia es de nuestros amos. Los criados no tenemos que intervenir en ella.

SANSON.

Lo mismo da. Seré un tirano. Acabaré primero con los hombres y luego con las mujeres.

GREGORIO.

¿Qué quieres decir?

SANSON.
Lo que tú quieras. Sabes que no soy rana.
GREGORIO.

No eres ni pescado ni carne. Saca tu espada, que aquí vienen dos criados de casa Montesco.

SANSON.

Ya está fuera la espada: entra tú en lid, y yo te defenderé.

GREGORIO.

¿Por qué huyes, volviendo las espaldas?

SANSON.
Por no asustarte.
GREGORIO.

¿Tú asustarme á mí?

SANSON.

Procedamos legalmente. Déjalos empezar á ellos.

GREGORIO.

Les haré una mueca al pasar, y veremos cómo lo toman.

SANSON.

Veremos si se atreven. Yo me chuparé el dedo, y buena vergüenza será la suya si lo toleran.

(Abraham y Baltasar.)
ABRAHAM.

Hidalgo, ¿os estáis chupando el dedo porque nosotros pasamos?

SANSON.

Hidalgo, es verdad que me chupo el dedo.

ABRAHAM.

Hidalgo, ¿os chupais el dedo porque nosotros pasamos?

SANSON. (A Gregorio.)

¿Estamos dentro de la ley, diciendo que sí?

GREGORIO. (A Sansón.)

No por cierto.

SANSON.

Hidalgo, no me chupaba el dedo porque vosotros pasabais, pero la verdad es que me lo chupo.

GREGORIO.
¿Quereis armar cuestión, hidalgo?
ABRAHAM.
Ni por pienso, señor mio.
SANSON.

Si quereis armarla, aquí estoy á vuestras órdenes. Mi amo es tan bueno como el vuestro.

ABRAHAM.

Pero mejor, imposible.

SANSON.

Está bien, hidalgo.

GREGORIO. (A Sanson.)

Dile que el nuestro es mejor, porque aquí se acerca un pariente de mi amo.

SANSON.

Es mejor el nuestro, hidalgo.

ABRAHAM.

Mentira.

SANSON.

Si sois hombre, sacad vuestro acero. Gregorio: acuérdate de tu sábia estocada. (Pelean.)

(Llegan Benvolio y Teobaldo)
.
BENVOLIO.

Envainad, majaderos. Estais peleando, sin saber por qué.

TEOBALDO.

¿Por qué desnudáis los aceros? Benvolio, ¿quieres ver tu muerte?

BENVOLIO.
Los estoy poniendo en paz. Envaina tú, y no busques quimeras.
TEOBALDO.

¡Hablarme de paz, cuando tengo el acero en la mano! Más odiosa me es tal palabra que el infierno mismo, más que Montesco, más que tú. Ven, cobarde.

(Reúnese gente de uno y otro bando. Trábase la riña.)
CIUDADANOS.

Venid con palos, con picas, con hachas. ¡Mueran Capuletos y Montescos!

(Entran Capuleto y la señora de Capuleto.)
CAPULETO.

¿Qué voces son esas? Dadme mi espada.

SEÑORA.

¿Qué espada? Lo que te conviene es una muleta.

CAPULETO.

Mi espada, mi espada, que Montesco viene blandiendo contra mí la suya tan vieja como la mia.

(Entran Montesco y su mujer.)
MONTESCO.

¡Capuleto infame, déjame pasar, aparta!

SEÑORA.

No te dejaré dar un paso más.

(Entra el Príncipe con su séquito.)
PRÍNCIPE.

¡Rebeldes, enemigos de la paz, derramadores de sangre humana! ¿No quereis oir? Humanas fieras que apagais en la fuente sangrienta de vuestras venas el ardor de vuestras iras, arrojad en seguida á tierra las armas fratricidas, y escuchad mi sentencia. Tres veces, por vanas quimeras y fútiles motivos, habéis ensangrentado las calles de Verona, haciendo á sus habitantes, áun los más graves é ilustres, empuñar las enmohecidas alabardas, y cargar con el hierro sus manos envejecidas por la paz. Si volveis á turbar el sosiego de nuestra ciudad, me respondereis con vuestras cabezas. Basta por ahora; retiraos todos. Tú, Capuleto, vendrás conmigo. Tú, Montesco, irás á buscarme dentro de poco á la Audiencia, donde te hablaré más largamente. Pena de muerte á quien permanezca aquí.

(Vase.)
MONTESCO.

¿Quién ha vuelto á comenzar la antigua discordia? ¿Estabas tú cuando principió, sobrino mio?

BENVOLIO.

Los criados de tu enemigo estaban ya lidiando con los nuestros cuando llegué, y fueron inútiles mis esfuerzos para separarlos. Teobaldo se arrojó sobre mí, blandiendo el hierro que azotaba el aire despreciador de sus furores. Al ruido de las estocadas acorre gente de una parte y otra, hasta que el Príncipe separó á unos y otros.

SEÑORA DE MONTESCO.

¿Y has visto á Romeo? ¡Cuánto me alegro de que no se hallara presente!

BENVOLIO.
Sólo faltaba una hora para que el sol amaneciese por las doradas puertas del Oriente, cuando salí á pasear, solo con mis cuidados, al bosque de sicomoros que crece al poniente de la ciudad. Allí estaba tu hijo. Apenas le ví me dirigí á él, pero se internó en lo más profundo del bosque. Y como yo sé que en ciertos casos la compañía estorba, seguí mi camino y mis cavilaciones, huyendo de él con tanto gusto como él de mí.
SEÑORA DE MONTESCO.

Dicen que va allí con frecuencia á juntar su llanto con el rocío de la mañana y contar á las nubes sus querellas, y apenas el sol, alegría del mundo, descorre los sombríos pabellones del tálamo de la aurora, huye Romeo de la luz y torna á casa, se encierra sombrío en su cámara, y para esquivar la luz del dia, crea artificialmente una noche. Mucho me apena su estado, y seria un dolor que su razon no llegase á dominar sus caprichos.

BENVOLIO.

¿Sospechais la causa, tio?

MONTESCO.

No la sé ni puedo indagarla.

BENVOLIO.

¿No has podido arrancarle ninguna explicacion?

MONTESCO.

Ni yo, ni nadie. No sé si pienso bien ó mal, pero él es el único consejero de sí mismo. Guarda con avaricia su secreto y se consume en él, como el gérmen herido por el gusano antes de desarrollarse y encantar al sol con su hermosura. Cuando yo sepa la causa de su mal, procuraré poner remedio.

BENVOLIO.

Aquí está. Ó me engaña el cariño que le tengo, ó voy á saber pronto la causa de su mal.

MONTESCO.

¡Oh si pudieses con habilidad descubrir el secreto! Ven, esposa.

(Entra Romeo.)
BENVOLIO.

Muy madrugador estás.

ROMEO.

¿Tan joven está el dia?

BENVOLIO.

Aún no han dado las nueve.

ROMEO.

¡Tristes horas, cuan lentamente caminais! ¿No era mi padre quien salia ahora de aquí?

BENVOLIO.

Sí por cierto. Pero ¿qué dolores son los que alargan tanto las horas de Romeo?

ROMEO.

El carecer de lo que las haria cortas.

BENVOLIO.

¿Cuestion de amores?

ROMEO.

Desvíos.

BENVOLIO.

¿De amores?

ROMEO.

Mi alma padece el implacable rigor de sus desdenes.

BENVOLIO.

¿Por qué el amor que nace de tan débiles principios, impera luego con tanta tiranía?


ROMEO.

¿Por qué, si pintan ciego al Amor, sabe elegir tan extrañas sendas á su albedrío? ¿Dónde vamos á comer hoy? ¡Válgame Dios! Cuéntame lo que ha pasado. Pero no, ya lo sé. Hemos encontrado el Amor junto al odio; amor discorde, odio amante; rara confusion de la naturaleza, caos sin forma, materia grave á la vez que ligera, fuerte y débil, humo y plomo, fuego helado, salud que fallece, sueño que vela, esencia incógnita. No puedo acostumbrarme á tal amor. ¿Te ries? ¡Vive Dios!...

BENVOLIO.

No, primo. No me rio, antes lloro.

ROMEO.

¿De qué, alma generosa?

BENVOLIO.

De tu desesperacion.

ROMEO.

Es prenda del amor. Se agrava el peso de mis penas, sabiendo que tú también las sientes. Amor es fuego aventado por el aura de un suspiro; fuego que arde y centellea en los ojos del amante. O más bien es torrente desbordado que las lágrimas acrecen. ¿Qué más podré decir de él? Diré que es locura sábia, hiél que emponzoña, dulzura embriagadora. Quédate adios, primo.

BENVOLIO.

Quiero ir contigo. Me enojaré si me dejas así, y no te enojes.

ROMEO.

Calla, que el verdadero Romeo debe andar en otra parte.

BENVOLIO.
Dime el nombre de tu amada.
ROMEO.

¿Quieres oir gemidos?

BENVOLIO.

¡Gemidos! ¡Donosa idea! Dime formalmente quién es.

ROMEO.

¿Dime formalmente?... ¡Oh, qué frase tan cruel! Decid que haga testamento al que está padeciendo horriblemente. Primo, estoy enamorado de una mujer.

BENVOLIO.

Hasta ahí ya lo comprendo.

ROMEO.

Has acertado. Estoy enamorado de una mujer hermosa.

BENVOLIO.

¿Y será fácil dar en ese blanco tan hermoso?

ROMEO.

Vanos serian mis tiros, porque ella, tan casta como Diana la cazadora, burlará todas las pueriles flechas del rapaz alado. Su recato la sirve de armadura. Huye de las palabras de amor, evita el encuentro de otros ojos, no la rinde el oro. Es rica, porque es hermosa. Pobre, porque cuando muera, sólo quedarán despojos de su perfeccion soberana.

BENVOLIO.

¿Está ligada a Dios por algun voto de castidad?

ROMEO.

No es ahorro el suyo, es desperdicio, porque esconde avaramente su belleza, y priva de ella al mundo. Es tan discreta y tan hermosa, que no debiera complacerse en mi tormento, pero aborrece el amor, y ese voto es la causa de mi muerte.

BENVOLIO.

Déjate de pensar en ella.

ROMEO.

Enséñame á dejar de pensar.

BENVOLIO.

Hazte libre. Fíjate en otras.

ROMEO.

Así brillará más y más su hermosura. Con el negro antifaz resalta más la blancura de la tez. Nunca olvida el don de la vista quien una vez la perdió. La beldad más perfecta que yo viera, sólo seria un libro donde leer que era mayor la perfeccion de mi adorada. ¡Adios! No sabes enseñarme á olvidar.

BENVOLIO.

Me comprometo á destruir tu opinion.


ESCENA II.

Calle.

CAPULETO, PÁRIS y un CRIADO.


CAPULETO.
La misma orden que á mí obliga á Montesco, y á nuestra edad no debía ser difícil vivir en paz.
PÁRIS.

Los dos sois iguales en nobleza, y no debierais estar discordes. ¿Qué respondéis á mi peticion?

CAPULETO.

Ya he respondido. Mi hija acaba de llegar al mundo. Aún no tiene más que catorce años, y no estará madura para el matrimonio, hasta que pasen lo menos dos veranos.

PÁRIS.

Otras hay más jóvenes y que son ya madres.

CAPULETO.

Los árboles demasiado tempranos no prosperan. Yo he confiado mis esperanzas á la tierra y ellas florecerán. De todas suertes, Páris, consulta tú su voluntad. Si ella consiente, yo consentiré tambien. No pienso oponerme á que elija con toda libertad entre los de su clase. Esta noche, segun costumbre inmemorial, recibo en casa á mis amigos, uno de ellos vos. Deseo que piseis esta noche el modesto umbral de mi casa, donde vereis brillar humanas estrellas. Vos, como jóven lozano, que no hollais como yo las pisadas del invierno frio, disfrutareis de todo. Allí oireis un coro de hermosas doncellas. Oidlas, vedlas, y elegid entre todas la más perfecta. Quizá después de maduro examen, os parecerá mi hija una de tantas. Tú (al criado) véte recorriendo las calles de Verona, y á todos aquellos cuyos nombres verás escritos en este papel, invítalos para esta noche en mi casa. (Vanse Capuleto y Páris.)

CRIADO.

¡Pues es fácil encontrarlos á todos! El zapatero está condenado á usar la vara, el sastre la horma, el pintor el pincel, el pescador las redes, y yo á buscar á todos aquellos cuyos nombres están escritos aquí, sin saber qué nombres son los que aquí están escritos. Dénme su favor los sabios. Vamos.

BENVOLIO y ROMEO.
BENVOLIO.

No digas eso. Un fuego apaga otro, un dolor mata otro dolor, á una pena antigua otra nueva. Un nuevo amor puede curarte del antiguo.

ROMEO.

Curarán las hojas del plátano.

BENVOLIO.

¿Y qué curarán?

ROMEO.

Las desolladuras.

BENVOLIO.

¿Estás loco?

ROMEO.

¡Loco! Estoy atado de piés y manos como los locos, encerrado en cárcel asperísima, hambriento, azotado y atormentado.—Buenos dias, hombre. (Al criado.)

CRIADO.

Buenos dias. ¿Sabeis leer, hidalgo?

ROMEO.

Ciertamente que sí.

CRIADO.
¡Raro alarde! ¿Sabeis leer sin haberlo aprendido? ¿Sabreis leer lo que ahí dice?
ROMEO.

Si el concepto es claro y la letra tambien.

CRIADO.

¿De verdad? Dios os guarde.

ROMEO.

Espera, que probaré á leerlo. «El señor Martin, y su mujer é hijas, el conde Anselmo y sus hermanas, la viuda de Viturbio, el señor Plasencio y sus sobrinas, Mercutio y su hermano Valentin, mi tio Capuleto con su mujer é hijas, Rosalía mi sobrina, Livia, Valencia y su primo Teobaldo, Lucía y la hermosa Elena.» ¡Lucida reunión! ¿Y dónde es la fiesta?

CRIADO.

Allí.

ROMEO.

¿Dónde?

CRIADO.
En mi casa, á cenar.
ROMEO.

¿En qué casa?

CRIADO.

En la de mi amo.

ROMEO.

Lo primero que debí preguntarte es su nombre.

CRIADO.

Os lo diré sin ambages. Se llama Capuleto y es generoso y rico. Si no sois Montesco, podéis ir á beber á la fiesta. Id, os lo ruego. (Vase.)

BENVOLIO.

Rosalía á quien adoras, asistirá á esta fiesta con todas las bellezas de Verona. Allí podrás verla y compararla con otra que yo te enseñaré, y el cisne te parecerá grajo.

ROMEO.

No permite tan indigna traicion la santidad de mi amor. Ardan mis verdaderas lágrimas, ardan mis ojos (que antes se ahogaban) si tal herejía cometen. ¿Puede haber otra más hermosa que ella? No la ha visto desde la creacion del mundo, el sol que lo ve todo.

BENVOLIO.

Tus ojos no ven más que lo que les halaga. Vas á pesar ahora en tu balanza á una mujer más bella que esa, y verás cómo tu señora pierde de los quilates de su peso, cotejada con ella.

ROMEO.
Iré, pero no quiero ver tal cosa, sino gozarme en la contemplacion de mi cielo.
ESCENA III.

En casa de Capuleto.

La señora de CAPULETO y el AMA.


SEÑORA.

Ama, ¿dónde está mi hija?

AMA.

Sea en mi ayuda mi probada paciencia de doce años. Ya la llamé. Cordero, Mariposa. Válgame Dios. ¿Dónde estará esta niña? Julieta...

JULIETA.

¿Quién me llama?

AMA.

Tu madre.

JULIETA.

Señora, aquí estoy. Dime qué sucede.

SEÑORA.

Sucede que... Ama, déjanos á solas un rato... Pero no, quédate. Deseo que oigas nuestra conversacion. Mi hija está en una edad decisiva.

AMA.

Ya lo creo. No me acuerdo qué edad tiene exactamente.

SEÑORA.

Todavía no ha cumplido los catorce.

AMA.

Apostaria catorce dientes (¡ay de mi, no tengo más que cuatro) á que no son catorce. ¿Cuándo llega el dia de los Ángeles?

SEÑORA.

Dentro de dos semanas.

AMA.

Sean pares ó nones, ese dia, en anocheciendo, cumple Julieta años. ¡Válgame Dios! La misma edad tendrian ella y mi Susana. Pero Susana está en el cielo. No merecía yo tanta dicha. Pues como iba diciendo, cumplirá catorce años la tarde de los Ángeles. ¡Vaya si los cumplirá! Me acuerdo bien. Hace once años, cuando el terremoto, la quitamos el pecho. Jamas confundo aquel dia con ningún otro del año. Debajo del palomar, sentada al sol, unté mi pecho con acíbar. Vos y mi amo estabais en Mántua. ¡Me acuerdo tan bien! Pues como digo, la tonta de ella, apenas probó el pecho y lo halló tan amargo, ¡qué furiosa se puso contra mí! ¡Temblaba el palomar! Once años van de esto. Ya se tenia en pié, ya corria... tropezando á veces. Por cierto que el dia antes se habia hecho un chichon en la frente, y mi marido (¡Dios le tenga en gloria!) ¡con qué gracia levantó á la niña! y le dijo: «Vaya, ¿te has caido de frente? No caerás así cuando te entre el juicio. ¿Verdad, Julieta?» Sí, respondió la inocente limpiándose las lágrimas. El tiempo hace verdades las burlas. Mil años que viviera, me acordaria de esto. «¿No es verdad, Julieta?» y ella lloraba y decia que sí.

SEÑORA.

Basta ya. Cállate, por favor te lo pido.

AMA.

Me callaré, señora; pero no puedo menos de reirme, acordándome que dijo , y creo que tenia en la frente un chichon tamaño como un huevo, y lloraba que no habia consuelo para ella.

JULIETA.

Cállate ya; te lo suplico.

AMA.

Bueno, me callaré. Dios te favorezca, porque eres la niña más hermosa que he criado nunca. ¡Qué grande seria mi placer en verla casada!

JULIETA.

Aún no he pensado en tanta honra.

AMA.

¡Honra! Pues si no fuera por haberte criado yo á mis pechos, te diria que habias mamado leche de discrecion y sabiduría.

SEÑORA.

Ya puedes pensar en casarte. Hay en Verona madres de familia menores que tú, y yo misma lo era cuando apenas tenia tu edad. En dos palabras, aspira á tu mano el gallardo Páris.

AMA.

¡Niña mia! ¡Vaya un pretendiente! Si parece de cera.

SEÑORA.

No tiene flor más linda la primavera de Verona.

AMA.

¡Eso una flor! Sí que es flor, ciertamente.

SEÑORA.

Quiero saber si le amarás. Esta noche ha de venir. Verás escrito en su cara todo el amor que te profesa. Fíjate en su rostro y en la armonía de sus facciones. Sus ojos servirán de comentario á lo que haya de confuso en el libro de su persona. Este libro de amor, desencuadernado todavía, merece una espléndida cubierta. La mar se ha hecho para el pez. Toda belleza gana en contener otra belleza. Los áureos broches del libro esmaltan la áurea narración. Todo lo que él tenga será tuyo. Nada perderás en ser su mujer.

AMA.

¿Nada? Disparate será el pensarlo.

SEÑORA.

Di si podrás llegar á amar á Páris.

JULIETA.

Lo pensaré, si es que el ver predispone á amar. Pero el dardo de mis ojos sólo tendrá la fuerza que le preste la obediencia.

(Entra un criado.)
CRIADO.

Los huéspedes se acercan. La cena está pronta. Os llaman. La señorita hace falta. En la cocina están diciendo mil pestes del ama. Todo está dispuesto. Os suplico que vengais en seguida.

SEÑORA.

Vámonos tras tí, Julieta. El Conde nos espera.

AMA.
Niña, piensa bien lo que haces.
ESCENA IV.

Calle.

ROMEO, MERCUTIO, BENVOLIO, y máscaras con teas encendidas.


ROMEO.

¿Pronunciaremos el discurso que traiamos compuesto, ó entraremos sin preliminares?

BENVOLIO.

Nada de rodeos. Para nada nos hace falta un Amorcillo de laton con venda por pañuelo, y con arco, espanta pájaros de doncellas. Para nada repetir con el apuntador, en voz medrosa, un prólogo inútil. Mídannos por el compas que quieran, y hagamos nosotros unas cuantas mudanzas de baile.

apuntador, en voz medrosa, un prólogo inútil. Mídannos por el compas que quieran, y hagamos nosotros unas cuantas mudanzas de baile.
ROMEO.

Dadme una tea. No quiero bailar. El que está á oscuras necesita luz.

MERCUTIO.

Nada de eso, Romeo; tienes que bailar.

ROMEO.

No por cierto. Vosotros llevais zapatos de baile, y yo estoy como tres en un zapato, sin poder moverme.

MERCUTIO.

Pídele sus alas al Amor, y con ellas te levantarás de la tierra.

ROMEO.

Sus flechas me han herido de tal modo, que ni siquiera sus plumas bastan para levantarme. Me ha atado de tal suerte, que no puedo pasar la raya de mis dolores. La pesadumbre me ahoga.

MERCUTIO.

No has debido cargar con tanto peso al amor, que es muy delicado.

ROMEO.

¡Delicado el amor! Antes duro y fuerte y punzante como el cardo.

MERCUTIO.

Si es duro, sé tú duro con él. Si te hiere, hiérele tú, y verás cómo se da por vencido. Dadme un antifaz para cubrir mi rostro. ¡Una máscara sobre otra máscara!

BENVOLIO.
Llamad á la puerta, y cuando estemos dentro, cada uno baile como pueda.
ROMEO.

¡Una antorcha! Yo, imitando la frase de mi abuelo, seré quien lleve la luz en esta empresa, porque el gato escaldado huye del agua.

MERCUTIO.

De noche todos los gatos son pardos, como decia muy bien el Condestable. Nosotros te sacaremos de esa caldera de amor en que te escaldaste. ¡Vamos, que la luz se va acabando!

ROMEO.

No por cierto.

MERCUTIO.

Mientras andamos en vanas palabras, se gastan las antorchas. Entiende tú bien lo que quiero decir.

ROMEO.

¿Tienes ganas de entrar en el baile? ¿Crees que eso tiene sentido?

MERCUTIO.

¿Y lo dudas?

ROMEO.

Tuve anoche un sueño.

MERCUTIO.

Y yo otro esta noche.

ROMEO.

¿Y á qué se reduce tu sueño?

MERCUTIO.
Comprendí la diferencia que hay del sueño á la realidad.
ROMEO.

En la cama fácilmente se sueña.

MERCUTIO.
Sin duda te ha visitado la reina Mab, nodriza de las hadas. Es tan pequeña como el ágata que brilla en el anillo de un regidor. Su carroza va arrastrada por caballos leves como átomos, y sus rádios son patas de tarántula, las correas son de gusano de seda, los frenos de rayos de luna: huesos de grillo é hilo de araña forman el látigo; y un mosquito de oscura librea, dos veces más pequeño que el insecto que la aguja sutil extrae del dedo de ociosa dama, guia el espléndido equipaje. Una cáscara de avellana forma el coche elaborado por la ardilla; eterna carpintera de las hadas. En ese carro discurre de noche y dia por cabezas enamoradas, y les hace concebir vanos deseos, y anda por las cabezas de los cortesanos, y les inspira vanas cortesías. Corre por los dedos de los abogados, y sueñan con procesos. Recorre los labios de las damas, y sueñan con besos. Anda por las narices de los pretendientes, y sueñan que han alcanzado un empleo. Azota con la punta de un rabo de puerco las orejas del cura, produciendo en ellas sabroso cosquilleo, indicio cierto de beneficio ó canonjía cercana. Se adhiere al cuello del soldado, y le hace soñar que vence y triunfa de sus enemigos y los degüella con su truculento acero toledano, hasta que oyendo los sones del cercano atambor, se despierta sobresaltado, reza un padre nuestro, y vuelve á dormirse. La reina Mab es quien enreda de noche las crines de los caballos, y enmaraña el pelo de los duendes, é infecta el lecho de la cándida vírgen, y despierta en ella por primera vez impuros pensamientos.
ROMEO.

Basta, Mercutio. No prosigas en esa charla impertinente.

MERCUTIO.

De sueños voy hablando, fantasmas de la imaginacion dormida, que en su vuelo excede la ligereza de los aires, y es más mudable que el viento.

BENVOLIO.

Tú si que estás arrojando viento y humo por esa boca. Ya nos espera la cena, y no es cosa de llegar tarde.

ROMEO.

Demasiado temprano llegareis. Témome que las estrellas están de mal talante, y que mi mala suerte va á empezarse en este banquete, hasta que llegue la negra muerte á cortar esta inútil existencia. Pero en fin, el piloto de mi nave sabrá guiarla. Adelante, amigos mios.

BENVOLIO.

Á son de tambores.


ESCENA V.

Sala en casa de Capuleto.

MÚSICOS y CRIADOS.


CRIADO 1.º

¿Dónde anda Cacerola, que ni limpia un plato, ni nos ayuda en nada?

CRIADO 2.º
¡Qué pena me da ver la cortesía en tan pocas manos, y éstas sucias!
CRIADO 1.º

Fuera los bancos, fuera el aparador. No perdais de vista la plata. Guardadme un pedazo del pastel. Decid al portero que deje entrar á Elena y á Susana la molinera. ¡Cacerola!

CRIADO 2.º

Aquí estoy, compañero.

CRIADO 1.º

Todos te llaman á comparecer en la sala.

CRIADO 2.º

No puedo estar en dos partes al mismo tiempo. Compañeros, acabad pronto, y el que quede sano, que cargue con todo.

(Entran Capuleto, su mujer, Julieta, Teobaldo, y convidados con máscaras.)
CAPULETO.

Celebro vuestra venida. Os invitan al baile los ligeros piés de estas damas. A la danza, jóvenes. ¿Quién se resiste á tan imperiosa tentacion? Ni siquiera la que por melindre dice que tiene callos. Bien venidos seais. En otro tiempo tambien yo gustaba de enmascararme, y decir al oido de las hermosas secretos que á veces no les desagradaban. Pero el tiempo llevó consigo tales flores. Celebro vuestra venida. Comience la música. ¡Que pasen delante las muchachas! (Comienza el baile.) ¡Luz, más luz! ¡Fuera las mesas! Nada de fuego, que harto calor hace. ¡Cómo te agrada el baile, picarillo! Una silla. á mi primo, que nosotros no estamos para danzas. ¿Cuándo hemos dejado la máscara?

EL PRIMO DE CAPULETO.
¡Dios mio! Hace más de 30 años.
CAPULETO.

No tanto, primo. Si fué cuando la boda de Lucencio. Por Pentecostes hará 25 años.

EL PRIMO DE CAPULETO.

Más tiempo hace, porque su hijo ha cumplido los treinta.

CAPULETO.

¿Cómo, si, hace dos años, aún no habia llegado á la mayor edad?

ROMEO.

(Á su criado.) ¿Dime, qué dama es la que enriquece la mano de ese galán con tal tesoro?

CRIADO.

No la conozco.

ROMEO.

El brillo de su rostro afrenta al del sol. No merece la tierra tan soberano prodigio. Parece entre las otras como paloma entre grajos. Cuando el baile acabe, me acercaré á ella, y estrecharé su mano con la mia. No fué verdadero mi antiguo amor, que nunca belleza como ésta vieron mis ojos.

TEOBALDO.

Por la voz parece Montesco. (Al criado.) Tráeme la espada. ¿Cómo se atreverá ese malvado á venir con máscara á perturbar nuestra fiesta? Juro por los huesos de mi linaje que sin cargo de conciencia le voy á quitar la vida.

CAPULETO.
¿Por qué tanta ira, sobrino mio?
TEOBALDO.

Sin duda es un Montesco, enemigo jurado de mi casa, que ha venido aquí para burlarse de nuestra fiesta.

CAPULETO.

¿Es Romeo?

TEOBALDO.

El infame Romeo.

CAPULETO.

No más, sobrino. Es un perfecto caballero, y todo Verona se hace lenguas de su virtud, y aunque me dieras cuantas riquezas hay en la ciudad, nunca le ofenderia en mi propia casa. Así lo pienso. Si en algo me estimas, ponle alegre semblante, que esa indignacion y esa mirada torva no cuadran bien en una fiesta.

TEOBALDO.

Cuadra, cuando se introduce en nuestra casa tan ruin huésped. ¡No lo consentiré!

CAPULETO.

Sí lo consentirás. Te lo mando. Yo sólo tengo autoridad aquí. ¡Pues no faltaba más! ¡Favor divino! ¡Maltratar á mis huéspedes dentro de mi propia casa! ¡Armar quimera con ellos, sólo por echárselas de valiente!

TEOBALDO.

Tio, esto es una afrenta para nuestro linaje.

CAPULETO.
Lejos, lejos de aquí. Eres un rapaz incorregible. Cara te va á costar la desobediencia. ¡Ea, basta ya! Manos quedas... Traed luces... Yo te haré estar quedo. ¡Pues esto sólo faltaba! ¡A bailar, niñas!
TEOBALDO.

Mis carnes se estremecen en la dura batalla de mi repentino furor y mi ira comprimida. Me voy, porque esta injuria que hoy paso, ha de traer amargas hieles.

ROMEO.

(Cogiendo la mano de Julieta.) Si con mi mano he profanado tan divino altar, perdonadme. Mi boca borrará la mancha, cual peregrino ruboroso, con un beso.

JULIETA.

El peregrino ha errado la senda aunque parece devoto. El palmero sólo ha de besar manos de santo.

ROMEO.

¿Y no tiene labios el santo lo mismo que el romero?

JULIETA.

Los labios del peregrino son para rezar.

ROMEO.

¡Oh, qué santa! Truequen pues de oficio mis manos y mis labios. Rece el labio y concededme lo que pido.

JULIETA.

El santo oye con serenidad las súplicas.

ROMEO.

Pues oidme serena mientras mis labios rezan, y los vuestros me purifican. (La besa.)

JULIETA.

En mis labios queda la marca de vuestro pecado.

ROMEO.
¿Del pecado de mis labios? Ellos se arrepentirán con otro beso. (Torna á besarla.)
JULIETA.

Besais muy santamente.

AMA.

Tu madre te llama.

ROMEO.

¿Quién es su madre?

AMA.

La señora de esta casa, dama tan sabia como virtuosa. Yo crié á su hija, con quien ahora poco estabais hablando. Mucho dinero necesita quien haya de casarse con ella.

ROMEO.

¿Con que es Capuleto? ¡Hado enemigo!

BENVOLIO.

Vámonos, que se acaba la fiesta.

ROMEO.

Harta verdad es, y bien lo siento.

CAPULETO.

No os vayais tan pronto, amigos. Aún os espera una parca cena. ¿Os vais? Tengo que daros á todos las gracias. Buenas noches, hidalgos. ¡Luces, luces, aquí! Vamonos á acostar. Ya es muy tarde, primo mio. Vámonos á dormir.

(Quedan solas Julieta y el Ama.)
JULIETA.

Ama, ¿sabes quién es este mancebo?

AMA.

El mayorazgo de Fiter.

JULIETA.
¿Y aquel otro que sale?
AMA.

El joven Petrucio, si no me equivoco.

JULIETA.

¿Y el que va detras... aquel que no quiere bailar?

AMA.

Lo ignoro.

JULIETA.

Pues trata de saberlo. Y si es casado, el sepulcro será mi lecho de bodas.

AMA.

Es Montesco, se llama Romeo, único heredero de esa infame estirpe.

JULIETA.

¡Amor nacido del odio, harto pronto te he visto, sin conocerte! ¡Harto tarde te he conocido! Quiere mi negra suerte que consagre mi amor al único hombre á quien debo aborrecer.

AMA.

¿Qué estás diciendo?

JULIETA.

Versos, que me dijo uno bailando.

AMA.

Te están llamando. Ya va. No te detengas, que ya se han ido todos los huéspedes.

EL CORO.

Ved cómo muere en el pecho de Romeo la pasion antigua, y cómo la sustituye una pasion nueva. Julieta viene á eclipsar con su lumbre á la belleza que mataba de amores á Romeo. Él, tan amado como amante. busca en una raza enemiga su ventura. Ella ve pendiente de enemigo anzuelo el cebo sabroso del amor. Ni él ni ella pueden declarar su anhelo. Pero la pasion buscará medios y ocasion de manifestarse.